El lenguaje de López Velarde

  • Octavio Paz
Un estilo peculiar. Las semejanzas con Baudelaire, Mallarmé y Laforgue. Carácter de La suave patria.

Algunas de nuestras más rigurosas tentativas poéticas coinciden con el último período de la dictadura de Porfirio Díaz. A su época –vacía, satisfecha  enamorada de su propia mentira- Salvador Díaz Mirón y Manuel José Othón oponen una forma desdeñosa y estricta, que la ignora. Sus mejores poemas son esculturas, piedras solitarias que resisten tanto a la invasión de la selva sentimental como a la sequía espiritual de su tiempo. Almas exigentes, implacables y desdeñosas, apenas si se entregan. Se ha dicho que su poesía está en sus silencios, en su reserva. O en el breve relámpago de un terceto, de una imagen amarga, chispa lograda por la colisión de dos durezas o de dos frialdades. Esta actitud fue compartida por sus sucesores modernistas: el lenguaje preciso y desdeñoso de Lascas y la desolación escultórica del Idilio salvaje ceden el sitio a un idioma que, si es más colorido y nervioso, no es menos aristocrático. El poeta que cierra el período modernista, Enrique González Martínez, también es un solitario, como Othón y Díaz Mirón, y su poesía tiende a convertirse en una escultura aislada. Después de estos poetas hay un cambio de tono y dirección. Tablada lo inicia, lo ahonda López Velarde y Pellicer lo extrema.

Se dice que Ramón López Velarde es el descubridor de la provincia. Más justo sería decir que la provincia descubre en la poesía de López Velarde a la capital: al horror, a la sensualidad y al pecado. Después de Zozobra, El minutero y El son del corazón no es posible reducir su poesía a la ingenuidad fervorosa, pero fatalmente limitada, de sus cantos a Fuensanta y a la vida recoleta y colorida de una «bizarra capital» de provincia, como lo advirtió, primero que nadie, Xavier Villaurrutia. La complejidad de esta porción de su obra –la más importante y significativa- lleva a Villaurrutia a señalar cierto parentesco entre la poesía de nuestro poeta y la de Baudelaire. Mas apenas insinúa esta relación se apresura a decirnos que «sería injusto y artificial establecer un paralelo entre ambos poetas e imposible anotar siquiera una imitación directa o señalar una influencia exterior y precisa». Y es verdad: el lenguaje de López Velarde no ostenta huella alguna del poeta francés, aunque algunos de sus textos en prosa sí recuerdan pasajes de Le Spleen de Paris, como ese tigre enjaulado que describe con su cola sangrante el signo de infinito. Para justificar su opinión, Villaurrutia agrega que hay en ambos poetas un conflicto psíquico y una constante oscilación entre lo que, para hablar con inexactitud, se llama el bien y el mal. Este debate los hace de la misma familia de espíritus. Pero aun esta afirmación debe ser examinada con reserva. Vistas de cerca, no parecen tan semejantes las actitudes vitales de Baudelaire y de López Velarde. Mientras el primero alternativamente se inclina y retrocede ante el abismo de su propio ser, y no se hunde en el vacío sino para retroceder, condenado a una ambigüedad que sólo resuelve en la poesía:

 

Et mon esprit, toujours du vertige hanté

Jalouse du néant l’insensibilité

Ah, ne jamais surtir des Nombres et des Êtres!,

 

el drama de López Velarde es el del pecador ante «los vertebrales espejos de la belleza». Ni el orgullo ni el horror lo fascinan. Otros son sus vértigos, otros sus pecados y otros sus paraísos. Su religiosidad es menos profunda pero más directa:

 

Mi conciencia, mojada por el hisopo, es un ciprés

que en una huerta conventual se contrista.

 

Baudelaire es un rebelde y siente la fascinación de la nada. López Velarde un pecador y sufre la atracción de la carne. El francés es orgulloso y canta a Satán, el príncipe de la inteligencia autosuficiente; el mexicano no duda ni blasfema y sueña con la renunciación final y el perdón postrero. Así, creo que la opinión de Villaurrutia no resiste las pruebas de la crítica. Y, sin embargo, según me propongo mostrar en seguida, hay algo en la obra de López Velarde que lo convierte en un lejano, inesperado e indirecto descendiente de Baudelaire.

La forma poética –que iba a ser desollada por Rimbaud, the poet with the red hands y a la que Mallarmé iba a someter a operaciones quirúrgicas más sutiles- apenas si es modificada por el poeta de Las flores del mal. El alejandrino sale de sus manos como había llegado: intacto. Pero en esa forma estricta y monótona, Baudelaire destila algunos ácidos corrosivos que escandalizaron a muchos: situaciones y expresiones en las que la ciudad moderna, sus verdugos y sus víctimas, son los personajes centrales. El tema romántico de la soledad se transforma, a partir de Baudelaire, en el de la soledad del hombre perdido en la multitud sin rostro. El poeta es un prisionero de sí mismo. La lucidez con que contempla la grotesca agonía de cada minuto y el frío interés con que mide el espesor de las invisibles paredes que lo cercan, convierten a su canto en reflexión y blasfemia, música fúnebre y «examen de media noche». Baudelaire es el primer poeta moderno porque es el primero que tiene conciencia de la función crítica de la poesía. Poesía de la urbe, la poesía moderna oscila entre la prosa y el canto. Ahora bien, entre los descendientes de Baudelaire hay uno, Jules Laforgue, que encarna mejor que nadie este dualismo de prosa y poesía. Laforgue es un poeta menor, pero su influencia fuera de Francia ha sido tan profunda como asombrosa para los franceses, que no aciertan a comprender la razón de su fortuna en el extranjero. La presencia de Laforgue es constante en un poeta sudamericano admirado por López Velarde: el argentino Lugones («el más excelso o el más hondo poeta de habla castellana»). Es inútil destacar las correspondencias entre Lugones y Laforgue. Cualquir lector del Lunario sentimental las advierte. Tampoco es indispensable saber si López Velarde conoció directamente al autor de Complaintes. Vale la pena, en cambio, señalar que muchas de las virtudes que nuestro poeta admiraba en Lugones se encuentran en la poesía de Laforgue: la rima inesperada, la imagen autosuficiente, la ironía, el dinamismo de los contrastes, el choque entre lenguaje literario y lenguaje hablado. Para López Velarde la originalidad de Lugones (a la que él mismo aspiraba) residía en la «reducción de la vida sentimental a ecuaciones psicológicas», tentativa que no es diversa a la de Laforgue. Cierto, quizá el valor de su obra no consiste tanto en esta pretensión psicológica, más bien ingenua, cuanto en la rara virtud de su lenguaje y de sus imágenes. Pero ese lenguaje, en el que se alía el amor por lo raro a la fidelidad por lo genuino, acaso hubiera sido imposible sin el ejemplo de Lugones, discípulo de Laforgue, heredero menor de Baudelaire.

Son sorprendentes las correspondencias entre López Velarde y Laforgue. (Ninguna, es cierto, invalida las que ha descubierto Luis Noyola Vázquez –y que se refieren, casi siempre, a las primeras tentativas de López Velarde- ni tampoco niega las más directas que otros destacan: Lugones, Luis Carlos López, Herrera y Reissing.) Ecos de una influencia refleja o de una lectura persistente, las analogías que se advierten entre el francés y el mexicano son impresionantes:

 

Mon Moi, c’est Galathée aveuglant Pygmalion.

Impossible de modifier cette situation.

 

La misma confesión, sentimental e irónica, con el mismo gusto por la rima realista y erudita a un tiempo, se encuentra en López Velarde. Hay, incluso, una visión semejante de la provincia:

 

Ah, la Belle pleine lune

Grosse comme une fortune;

La retraite sonne au loin;

Un passant, monsieur l’adjoint;

Un clavecin joue en face;

Un chat traverse la place:

La province quis s’endort.

 

El procedimiento es el mismo de El retorno maléfico y de otros poemas, sólo que la atmósfera de López Velarde es más dramática y su lenguaje menos irónico.

Las reflexiones anteriores muestran que López Velarde no es solamente el poeta que descubre a la provincia –como piensa la mayoría de los críticos- ni tampoco el que descubre la ciudad y el mal –según afirma Villaurrutia-, sino que es, sobre todo, el creador de un lenguaje. Ese lenguaje no es el de la provincia ni el de la ciudad, el lenguaje hablado de su pueblo o el escrito por los poetas de su tiempo, sino uno nuevo, creado por él, aunque tiene sus necesarios antecedentes en Lugones y en Laforgue. En ellos aprende López Velarde el secreto de esas imágenes que se mezclan, en dosis explosivas, lo cotidiano con lo inusitado y que un adjetivo incandescente ilumina, arte que participa de la fórmula química y de la magia. La originalidad de López Velarde consiste en seguir un procedimiento inverso al de sus maestros: no parte del lenguaje poético hacia la realidad, en un viaje descendente que en ocasiones es la caída en lo prosaico, sino que asciende del lenguaje cotidiano hacia uno nuevo, difícil y personal. El poeta se sumerge en el habla provinciana –casi a tientas, con la certeza sonámbula de la doble vista- y extrae de ese fondo maternal expresiones entrañables, que luego elabora y hace estallar en el aire opaco. Con menos premeditación que Eliot –otro descendiente de Laforgue-, su lenguaje parte del habla común, esto es, de la conversación. Él mismo advierte que ama el diálogo –la plática- y que detesta los discursos.

El lenguaje de López Velarde parte de la conversación: nunca se detiene en ella. Su poesía no habría tenido más resonancia que la de González León si no la hubiera sometido a una recreación más estricta y a una búsqueda más rigurosa. Tradición y novedad, realismo e innovación habitan su estilo, no para enfrentarse como dos mundos enemigos –según ocurre en ciertos poemas modernos- sino para fundirse en una imagen insólita. Por la gracia opaca y relampagueante de su lenguaje, López Velarde penetra en sí mismo y pasa de la confesión sentimental de sus primeros poemas a la lucidez de Zozobra. Su drama sería obscuro y vulgar sin ese idioma que con tan cruel perfección lo desnuda. Y su estilo, asimismo, no sería sino una retórica si no fuera porque es, asimismo, una conciencia. La palabra es espejo, conciencia escrupulosa. Todo lenguaje, si se extrema como extremó el suyo López Velarde, termina por ser una conciencia. Y allí donde comienza la conciencia del lenguaje, la desconfianza frente al lenguaje heredado, principia la recreación de uno nuevo. O principia el silencio. Principia la poesía.

La palabra, cuando es creación, desnuda. La primera virtud de la poesía, tanto para el poeta como para el lector, consiste en la revelación del propio ser. La conciencia de las palabras lleva a la conciencia de uno mismo: a conocerse, a reconocerse. Y ese mismo lenguaje, que es la única conciencia del poeta, lo impulsa fatalmente a convertirse en conciencia de su pueblo. Toda palabra, inclusive la palabra prohibida, la palabra personal, es bien común. En el primer tiempo de la operación poética, el poeta parte del lenguaje de todos para hacerse uno personal; en el segundo, aspira a que su lenguaje sea objeto de comunión. La tentativa poética se convierte en tentativa de participación. Y lo que se parte y reparte, el objeto del sacrificio comunal es el poema. Si López Velarde se descubre a sí mismo gracias al lenguaje de los mexicanos, más tarde su lenguaje tiende a revelar a los mexicanos su propio ser y sus conflictos. Dueño de un lenguaje, al mismo tiempo suyo y de su pueblo, el poeta no tiene más remedio que hablar por todos y para todos.

La tentación del himno cívico era tan fatal para López Velarde como para un poeta de otro tiempo la del poema religioso. La originalidad de La suave patria consiste en que se trata de un himno dicho con ironía, ternura, recato y cierto rubor. El poeta canta «a la manera del tenor que imita la gutural entonación del bajo». Canta en voz baja y evita la elocuencia, el discurso y las grandes palabras. Su México no es una patria heroica sino cotidiana, entrañable y pintoresca, vista con ojos de enamorado lúcido y que sabe que todo amor es mortal. Vista, asimismo, con mirada limpia y humilde, de hombre que la ha recorrido en los días difíciles de la guerra civil. Patria pobre, patria de pobres. Hombre de la Revolución, López Velarde pide un retorno a los orígenes: nos pide volver a México, porque él mismo acaba de regresar y reconocerse en esas mestizas que «ponen la inmensidad sobre los corazones». Patria diminuta y enorme, cotidiana y milagrosa como la poesía misma, el himno con que la canta López Velarde posee la autenticidad y la delicadeza de una conversación amorosa.

Al escribir La suave patria quizá López Velarde era demasiado dueño de su estilo. Quizá ese estilo, esa manera, se había adueñado del poeta. Quizá hemos cambiado y no creemos ya en muchas cosas en que creía López Velarde. O creemos de otra manera. Nada de esto invalida la fatalidad que lo llevó a escribir ese poema y que da un acento tan genuino a sus mejores estrofas. La suave patria no tiene descendencia, a pesar de que ha merecido respuestas y prolongaciones. No podía ser de otro modo. Nadie piensa ahora que la salvación de México consiste en imitarse, en ser igual a sí mismo. Pero si su prédica ha sido desoída, nadie ha olvidado sus palabras. Por ellas tenemos conciencia de las nuestras, necesariamente diferentes. Nos contemplamos en ellas, no para repetirlas, sino para buscar la palabra que las prolongue.

 

París, 1950

 

[«El lenguaje de López Velarde» se publicó en Las peras del olmo, Universidad Nacional Autónoma de México, 1957. Incorporada a Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Obras completas. Edición del autor, tomo 4, Círculo de lectores/Fondo de Cultura Económica, 1ª. Ed. Barcelona 1991, 2ª. Ed. México 1994, 4ª reimpresión 2006, pp. 166-171. Publicamos esta reflexión del Nobel mexicano como un sentido homenaje en el vigésimo aniversario de su fallecimiento, 19 de Abril de 1998].

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Octavio Paz

Poeta y ensayista. Premio Nobel de Literatura en 1990. Premio Cervantes en 1981. Nació el 31 de marzo de 1914 en la ciudad de México y murió el 19 de abril de 1998 en esa misma ciudad. Su obra es vasta y multiforme que ha merecido la atención de los estudiosos en el ámbito nacional e internacional. Lo tomamos en algunos de sus fragmentos a manera de homenaje a este pensador de nuestro tiempo.