Que treinta años no es nada

  • Juan Martín López Calva
Como muchas cosas en la vida, en parte uno elige el camino que va a seguir

“Sentir que es un soplo la vida
Que veinte años no es nada
Que febril la mirada, errante en las sombras
Te busca y te nombra”.

Carlos Gardel. Volver.

https://www.letras.com/carlos-gardel/178742/

Sin duda es un soplo la vida y de pronto son veinte años…o treinta y parece que ha sido un breve instante. El pasado miércoles 11 de abril se cumplieron justamente treinta años del día en que con mucha incertidumbre y temor pero con más grande ilusión y emoción inicié mi carrera académica como profesor de tiempo completo en la entonces llamada Universidad Iberoamericana plantel Golfo Centro, en las instalaciones de los legendarios “gallineros” de la Calzada Zaragoza.

Ese día pude experimentar en carne propia ese sentimiento de que la vida es un soplo, que se va volando casi sin ser percibida y que por ello es necesario disfrutar plenamente de cada momento y agradecer honestamente todo lo bueno que se nos brinda.

Han sido treinta años de intensa actividad, llenos de satisfacciones, preocupaciones, momentos luminosos y etapas difíciles en los que he podido vivir las funciones universitarias de docencia, investigación y difusión, así como las tareas de gestión administrativa de lo académico desde distintas áreas y trincheras y fundamentalmente, como personal de tiempo completo en dos instituciones de educación superior distintas.

Como muchas cosas en la vida, en parte uno elige el camino que va a seguir o los temas que van a dar contenido a su búsqueda y en parte también son las circunstancias las que van poniendo el camino por delante y los temas los que lo van eligiendo a uno.

La historia comenzó varios años antes, por allí del año 83 del siglo pasado cuando surgió la oportunidad de completar los semestres que me faltaban de servicio social universitario dando clases en las preparatorias de la UPAEP, que es la universidad en la que estudié mi licenciatura en Arquitectura y en la que desde hace seis años trabajo en el área de posgrados de Artes y Humanidades.

Esta primera experiencia constituyó una especie de “amor a primera vista”, porque desde que pisé por primera vez el aula como docente sentí que ese era un espacio que me acogía y en el que podía desarrollar muchas de mis capacidades y talentos en beneficio de los demás. A esta oportunidad que duró si mal no recuerdo tres o cuatro semestres, se sumó la invitación a impartir algunas asignaturas en otra escuela particular, tanto en el nivel preparatoria como en el de secundaria.

Esos espacios fueron para mí fundamentales como terreno fértil en el que fue naciendo mi vocación docente y como laboratorios en los que fui aprendiendo en la práctica y en la reflexión de la práctica lo que significa ser profesor.

Ahí surgió la necesidad de prepararme para complementar lo que ese camino vivencial de ensayo-error me proporcionaba con aprendizajes teóricos y metodológicos en el campo de la Pedagogía y la Didáctica.

Fue así que ingresé como alumno de la primera generación en el primer diplomado que ofreció la Ibero Golfo Centro, el de Docencia universitaria y conocí como compañeros a varios de los coordinadores de licenciaturas y áreas curriculares que poco después me brindaron la oportunidad de impartir clases como profesor de asignatura y de incorporarme de lleno finalmente, hace treinta años, que no son nada y son mucho, a la vida académica.

Muchas imágenes y sensaciones vienen a mi mente e inundan mi corazón cuando rememoro esta historia breve de tres décadas que no son nada en la Historia pero son un gran porcentaje de mi propia historia: rostros concretos, voces y anécdotas, imágenes de alumnos y colegas, de rectores y directivos con los que tuve acuerdos y desacuerdos y muchos aprendizajes.

Cito frecuentemente un libro The call to teach –traducido ya al español como Llamados a enseñar- de David Hansen en el que define la vocación como una experiencia dinámica que refuerza la convicción de dedicarse a una actividad a partir de dos elementos centrales: encontrar en esa actividad elementos de crecimiento y auto-realización y por otra parte, descubrir que a través de esa actividad se puede hacer una aportación social significativa.

Hoy puedo decir que después de treinta años -que no son nada y a la vez son mucho- mi vocación sigue viva y ha ido creciendo y madurando. En este momento puedo constatar y afirmar públicamente que sigo encontrando en cada una de mis sesiones de clase de licenciatura y posgrado, elementos para mi crecimiento y mi realización personal y que sigo creyendo que mi actividad como profesor aporta elementos para transformar a la sociedad hacia horizontes más humanos y equitativos.

La aportación de la docencia para la transformación social es más que una certeza o un elemento basado en evidencias rigurosamente medidas, una apuesta que necesita sostenerse en una confianza fundamental en la capacidad y la apertura de los estudiantes para cambiar su persona y comprometerse a cambiar su mundo. Por ello sigo sosteniendo hoy como convicción fundamental la frase que construí como hilo conductor de mi libro Desarrollo humano y práctica docente: educar implica creer para ver.

Este principio fundamental constituye para mí un eje de la visión humanista de la educación, que es más necesaria que nunca en nuestros tiempos. En un mundo en el que la educación se ha convertido en una mercancía y muchos padres de familia buscan escuela y universidad para sus hijos poniendo atención a las instalaciones, el equipamiento tecnológico, los idiomas, la eficiencia e incluso por el precio, sigo creyendo que la verdadera educación, la que puede realmente transformar al mundo tiene tres elementos fundamentales: ambientes, presencias y encuentros.

En efecto, solamente hay educación cuando se logran construir ambientes de aprendizaje incluyentes, cálidos, justos y solidarios; cuando se cuenta con un equipo de formadores que se vuelven presencias significativas para los educandos y cuando se planean todas las actividades de aprendizaje orientados a generar encuentros profundos y transformadores de los estudiantes con el mundo en el que viven, con las demás personas con las que tienen que convivir humanamente, con su propia interioridad y con el misterio que los trasciende.

Sin duda es un soplo la vida y treinta años no son nada, pero al mismo tiempo son mucho camino andado en los espacios universitarios que tanto han enriquecido mi experiencia vital.

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).