Olimpiada y Tlatelolco

  • Octavio Paz

1968 FUE un año axial: protestas, tumultos y motines en Praga, Chicago, París, Tokio, Belgrado, Roma, México, Santiago… De la misma manera que las epidemias medievales no respetaban ni las fronteras religiosas ni las jerarquías sociales, la rebelión juvenil anuló las clasificaciones ideológicas. A esta espontánea universalidad de la protesta correspondió una reacción no menos espontánea y universal: invariablemente los gobiernos atribuyeron los desórdenes a una conspiración del exterior. Aunque los supuestos y secretos inspiradores fueron casi los mismos en todas partes, en cada país se barajaron sus nombres de manera distinta. A veces hubo curiosas, involuntarias coincidencias; por ejemplo, lo mismo para el gobierno de México que para el Partido Comunista Francés, los estudiantes estaban movidos por agentes de Mao y de la CIA. También fue notable la ausencia o, en el caso de Francia, la reticencia de la clase tradicionalmente considerada como revolucionaria per se: el proletariado; los únicos aliados de los estudiantes han sido hasta ahora los grupos marginales que la sociedad tecnológica no ha podido o no ha querido integrar. Es claro que no estamos ante un recrudecimiento de la lucha de las clases sino ante una revuelta de esos sectores que, de un modo permanente o transitorio, la sociedad tecnológica ha colocado al margen. Los estudiantes pertenecen a la segunda de estas categorías. Además, es el único grupo realmente internacional; todos los jóvenes de los países desarrollados son parte de la subculturaa juvenil internacional, producto a su vez de una tecnología igualmente internacional.

Entre todos los sectores desafectos, el estudiantil es el más inquieto y, con la excepción de los negros norteamericanos, el más exasperado. Su exasperación no brota de condiciones de vida particularmente duras sino de la paradoja en que consiste ser estudiante: durante los largos años que pasan aislados en universidades y escuelas superiores, los muchachos y muchachas viven en una situación artificial, mitad como reclusos privilegiados y mitad como irresponsables peligrosos. Añádase la aglomeración extraordinaria en los centros de estudio y otras circunstancias bien conocidas y que operan como factores de segregación: seres reales en un mundo irreal. Es verdad que la enajenación juvenil no es sino una de las formas (y de las más benévolas) de la enajenación que impone a todos la sociedad tecnológica. También lo es que debido a la irrealidad misma de su situación, habitantes de una suerte de laboratorio en donde no rigen del todo las reglas de la sociedad de afuera, los estudiantes pueden reflexionar sobre su estado y, asimismo, sobre el del mundo que los rodea. La Universidad es, a un tiempo, el objeto y la condición de la crítica juvenil. El objeto de la crítica porque es una institución que segrega a los jóvenes de la vida colectiva y que así, en esa segregación, anticipa en cierto modo su futura enajenación; los jóvenes descubren que la sociedad moderna fragmenta y separa a los hombres: el sistema no puede, por razón de su naturaleza misma, crear una verdadera comunidad. La condición de la crítica porque, sin la distancia que establece la Universidad entre los jóvenes y la sociedad exterior, no habría posibilidad de crítica y los estudiantes ingresarían inmediatamente en el circuito mecánico de la producción y el consumo. Contradicción insalvable: si la Universidad desapareciese, desaparecería la posibilidad de la crítica; al mismo tiempo, su existencia es una prueba –y más: una garantía- de la permanencia del objeto de la crítica, es decir, de aquello cuya desaparición se desea. La rebelión juvenil oscila entre estos dos extremos: su crítica es real, su acción es irreal. Su crítica da en el blanco pero su acción no puede cambiar a la sociedad e incluso, en algunos casos, lejos de atraer o de inspirar a otras clases, provoca regresiones como la de las elecciones francesas en 1968.

La acción de los gobiernos, por su parte, posee la opacidad e todos los realismos a corto plazo y que, a la larga, producen los cataclismos o las decadencias. Fortalecer el statu quo es fortalecer un sistema que crece y se extiende a expensas de los hombres que lo alimentan: a medida que aumenta su realidad, aumenta nuestra irrealidad. La ataraxia, el estado de ecuánime insensibilidad que los estoicos creían alcanzar por el dominio de las pasiones, la sociedad tecnológica la distribuye entre todos como una panacea. No nos cura de la desdicha que es ser hombres pero nos gratifica con un estupor hecho de resignación satisfecha y que no excluye la actividad febril. Sólo que la realidad reaparece cada vez con mayor furia y frecuencia; crisis, violencias, explosiones. Año axial, 1968 mostró la universalidad e la protesta y su final irrealidad: ataraxia y estallido, explosión que se disipa, violencia que es una nueva enajenación. Si las explosiones son parte del sistema, también lo son las represiones y el letargo, voluntario o forzado, que las sucede. La enfermedad que roe a nuestras sociedades es constitucional y congénita, no algo que le venga de fuera. Es una enfermedad que ha resistido a todos los diagnósticos, lo mismo a los de aquellos que se reclaman a Marx que a los de aquellos que se dicen herederos de Tocqueville. Extraño padecimiento que nos condena a desarrollarnos y a prosperar sin cesar para así multiplicar nuestras contradicciones, enconar nuestras llagas y exacerbar nuestra inclinación a la destrucción. La filosofía del progreso muestra al fin su verdadero rostro: un rostro en blanco, sin facciones. Ahora sabemos que el reino del progreso no es de este mundo: el paraíso que nos promete está en el futuro, un futuro intocable, inalcanzable, perpetuo. El progreso ha poblado la historia de las maravillas y los monstruos de la técnica pero ha deshabitado la vida de los hombres. Nos ha dado más cosas, no más ser.

El sentido profundo de la protesta juvenil –sin ignorar ni sus razones ni sus objetivos inmediatos y circunstanciales- consiste en haber opuesto al fantasma implacable del futuro la realidad espontánea del ahora. La irrupción del ahora significa la aparición en el centro de la vida contemporánea, de la palabra prohibida, la palabra maldita: placer. Una palabra no menos explosiva y no menos hermosa que la palabra justicia. Cuando digo placer no pienso en la elaboración de un nuevo hedonismo ni en el regreso a la antigua sabiduría sensual –aunque lo primero no sea desdeñable y lo segundo sea deseable- sino en la revelación de esa mitad oscura del hombre que ha sido humillada y sepultada por las morales del progreso: esa mitad que se revela en las imágenes del arte y del amor. La definición del hombre como un ser que trabaja debe cambiarse por la del hombre como un ser que desea. Ésa es la tradición que va de Blake a los poetas surrealistas y que los jóvenes recogen: la tradición profética de la poesía de Occidente desde le romanticismo alemán. Por primera vez desde que nació la filosofía del progreso de las ruinas del universo medieval, precisamente en el seno de la sociedad más avanzada y progresista del mundo, los Estados Unidos, los jóvenes se preguntan sobra la validez y el sentido de los principios que han fundado a la edad moderna. Esta pregunta no revela ni odia a la razón y a la ciencia ni nostalgia por el periodo neolítico (aunque el neolítico fue, según Lévi-Strauss y otros antropólogos, probablemente la única época feliz que hayan conocido los hombres). Al contrario, es una pregunta que sólo una sociedad tecnológica puede hacerse y de cuya contestación depende la suerte del mundo que hemos edificado: pasado, presente y futuro, ¿cuál es el verdadero tiempo del hombre, en dónde está su reino? Y si su reino es el presente, ¿cómo insertar el ahora, por naturaleza explosivo y orgiástico, en el tiempo histórico? La sociedad moderna ha de contestar a esta preguntas sobre el ahora –ahora mismo-. La otra alternativa es perecer en un estallido suicida o hundirse más y más en el ruinoso proceso actual en el que la producción de bienes amenaza ser ya inferior a la producción de desechos.

La universalidad de la protesta juvenil no impide que asuma características específicas en cada región del mundo. El movimiento juvenil en los Estados Unidos y en Europa contiene, según acabo de explicar, preguntas implícitas y no formuladas que atañen a los fundamentos mismos de la edad moderna y a lo que, desde el siglo XVIII, constituye su principio rector. Esas preguntas aparecen muy diluidas en los países de Europa oriental y no aparecen del todo, excepto como slogans vacíos, en América Latina. La razón es clara: los norteamericanos y los europeos son los únicos que tienen realmente una experiencia completa de lo que es y significa el progreso. En Occidente los jóvenes se rebelan contra los mecanismos de la sociedad tecnológica: contra su mundo tantálico de objetos que se gastan y disipan apenas los poseemos –como si fuesen una involuntaria y concluyente confirmación del carácter ilusorio que atribuyen a la realidad los budistas- y contra la violencia abierta o solapada que esa sociedad ejerce sobre sus minorías y, en el exterior, sobre otros pueblos. En cambio, en los países del Este europeo la lucha juvenil presenta dos notas ausentes en Occidente: nacionalismo y democracia. Nacionalismo frente a la dominación y la injerencia soviética en esos países; democracia frente a las burocracias comunistas incrustadas en la vida política y económica. Es revelador que esta última aparezca como la reivindicación inmediata y primordial de los jóvenes en el Este: la democracia, esa palabra que ha perdido casi todo su magnetismo en Occidente. Es un síntoma desolador: cualesquiera que sean las limitaciones de la democracia occidental (y son muchas y gravísimas: régimen burocrático de partidos, monopolios de la información, corrupción, etc.), sin libertad de crítica y sin pluralidad de opiniones y grupos no hay vida política. Y para nosotros, hombres modernos, vida política es sinónimo de vida racional y civilizada. Esto es verdad incluso para naciones herederas de altas civilizaciones y que, como la antigua China, no conocieron la democracia. Los jóvenes fanáticos que recitan el catecismo de Mao –de paso: mediocre poeta académico- cometen no sólo una falta estética e intelectual sino un error moral. No se puede sacrificar el pensamiento critico a las alas del desarrollo económico acelerado, la idea revolucionaria, el prestigio y la infalibilidad de un jefe o cualquier otro espejismo análogo. Las experiencias de Rusia y México son concluyentes: sin democracia, el desarrollo económico carece de sentido, aunque éste haya sido gigantesco en el primer país y muchísimo más modesto pero proporcionalmente no menos apreciable en el segundo. Toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. México y Moscú están llenos de gente con mordaza y de monumentos a la Revolución.

El movimiento de los estudiantes mexicanos mostró semejanzas con los de otros países, tanto de Occidente como de Europa oriental. Me parece que la afinidad mayor fue con los de esta última: nacionalismo, sólo que no en contra de la intervención soviética sino del imperialismo norteamericano; aspiración a una reforma democrática; protesta, no en contra de las burocracias comunistas sino de Partido Revolucionario Institucional. Pero la rebelión juvenil mexicana fue singular, como el país mismo. No hay ningún dudoso nacionalismo en mi observación; México es una nación que, dentro de la civilización occidental, ocupa una posición excéntrica: “castellana rayada de azteca”, decía el poeta López Velarde; asimismo, dentro de América Latina, su situación histórica es única: México vive un periodo posrevolucionario en tanto que la mayoría de los otros países atraviesan por una etapa prerrevolucionaria. Por último, su desarrollo económico ha sido excepcional. Después de un prolongado y sangriento periodo de violencia, la Revolución mexicana logró crear instituciones originales y un Estado nuevo. Desde hace cuarenta años, y especialmente en las dos últimas décadas, la economía del país ha hecho tales progresos que los economistas y sociólogos citan el caso de México como un ejemplo para los otros países subdesarrollados. En efecto, las estadísticas son impresionantes, sobre todo si se tiene en cuenta el estado en que se encontraba la nación en 1910 y las destrucciones materiales y humanas que sufrió durante cerca de veinte años de guerras civiles. Como una suerte de reconocimiento internacional a su transformación en un país moderno o semimoderno, México solicitó y obtuvo que su capital fuese la sede los Juegos Olímpicos en 1968. Los organizadores no sólo salieron airosos de la prueba sino que inclusive añadieron al programa deportivo una nota original, tendiente a subrayar el carácter pacífico y no competitivo de la Olimpiada mexicana: exposiciones del arte universal, conciertos y representaciones de teatro y danza por compañías de todos los países, un encuentro internacional de poetas y otros actos de la misma índole. Pero dentro del contexto de la rebelión juvenil y de la represión que la siguió, estas celebraciones parecieron gestos espectaculares con los que se quería ocultar la realidad de un país conmovido y aterrado por la violencia gubernamental. Así, en el momento en que el gobierno obtenía el reconocimiento internacional de cuarenta años de estabilidad política y de progreso económico, una mancha de sangre disipaba el optimismo oficial y provocaba en los espíritus una duda sobre el sentido de ese progreso.

El movimiento estudiantil se inició como una querella callejera entre bandas rivales de adolescentes. La brutalidad policiaca unió a los muchachos. Después, a medida que aumentaban los rigores de la represión y crecía la hostilidad de la prensa, la radio y la televisión, en su casi totalidad entregadas al gobierno, el movimiento se robusteció, se extendió y adquirió conciencia de sí. En el transcurso de unas cuantas semanas apareció claramente que los estudiantes, sin habérselo propuesto expresamente, eran los voceros del pueblo. Subrayo: no los voceros de esa o aquella clase, sino la conciencia general. Desde el principio se intentó aislar el movimiento tendiendo un cordón sanitario que los aislase e impidiese el contagio ideológico. Los dirigentes y funcionarios de los sindicatos obreros se apresuraron a condenar, en términos amenazadores, a los estudiantes; lo mismo hicieron, aunque con menos violencia, los partidos políticos de la izquierda y la derecha oficiales. No obstante la movilización de todos estos medios de propaganda y de coacción moral, para no hablar de la violencia física de la policía y el ejército, el pueblo engrosó espontáneamente las manifestaciones juveniles y una de ellas, la célebre “manifestación silenciosa”, agrupó a cerca de cuatrocientas mil personas, algo nunca visto en México.

A diferencia de los estudiantes franceses en mayo de ese mismo año, los mexicanos no se proponían un cambio violento y revolucionario de la sociedad ni su programa tenía el radicalismo de los de muchos grupos de jóvenes alemanes y norteamericanos. Tampoco apareció la tonalidad orgiástica y pararreligiosa de los hippies. El movimiento fue reformista y democrático, a pesar de que algunos de sus dirigentes pertenecían a la extrema izquierda. ¿Una maniobra táctica? Me parece más sensato atribuir esta ponderación a la naturaleza de las circunstancias y al peso de la realidad objetiva: ni el temple del pueblo mexicano es revolucionario ni lo son las condiciones históricas del país. Nadie quiere una revolución sino una reforma: acabar con el régimen de excepción iniciado por el Partido Nacional Revolucionario hace cuarenta años. Las peticiones de los estudiantes, por lo demás, fueron realmente moderadas: la derogación de un artículo del Código Penal, a todas luces inconstitucional y que contiene esa afrenta a los derechos humanos que se llama “delito de opinión”; la libertad de varios presos políticos; la destitución del jefe de la policía, etc. Todas estas peticiones se resumían en una palabra que fue el eje del movimiento y el secreto de su instantáneo poder de seducción sobre la conciencia popular: democratización. Una y otra vez los muchachos pidieron “el diálogo público entre el gobierno y los estudiantes”, preludio del diálogo entre el pueblo y las autoridades. Esta demanda recogía la que habíamos hecho un grupo de escritores en 1958, ante disturbios semejantes, aunque de menor amplitud –disturbios que anunciaban, como entonces advertimos al gobierno, los que se producirían diez años después-.

La actitud de los estudiantes le daba al gobierno la posibilidad de enderezar su política sin perder la cara. Hubiera bastado con oír lo que el pueblo decía a través de las peticiones juveniles; nadie esperaba un cambio radical pero sí mayor flexibilidad y una vuelta a la tradición de la Revolución mexicana, que nunca fue dogmática y sí muy sensible a las mudanzas del ánimo popular. Se habría roto así la cárcel de palabras y conceptos en que el gobierno se ha encerrado, todas esas fórmulas en las que ya nadie cree y que se condensan en esa grotesca expresión con que la familia oficial designa al partido único: el Instituto Revolucionario. Al liberarse de su cárcel de palabras, el gobierno habría podido forzar la otra cárcel, más real, que lo envuelve y paraliza: la de los negocios e intereses de los banqueros y financieros. Restablecer la comunicación con el pueblo hubiera significado recobrar autoridad y libertad para dialogar con la derecha, la izquierda –y con los Estados Unidos-. Con gran claridad y concisión una de las inteligencias más agudas y honradas de México, Daniel Cosío Villegas, apuntaba lo que  a su juicio –y debe agregarse: al de la mayoría de los mexicanos pensantes- era “el único remedio: hacer pública de verdad la vida pública”. El gobierno prefirió apelar, alternativamente, a la fuerza física y a la retórica “revolucionario-institucional”. Estas vacilaciones eran probablemente el reflejo de una lucha entre los “técnicos” deseosos de salvar lo poco que aún queda vivo de la herencia revolucionaria, y la burocracia política partidaria de la mano dura. Pero en ningún momento se advirtió el deseo de “hacer pública la vida pública” y abrir el diálogo con la gente. Las autoridades, es verdad, propusieron la negociación, sólo que entre bastidores; las pláticas abortaron porque los estudiantes se negaron a aceptar este inmoral procedimiento.

A fines de septiembre el ejército ocupó la Universidad y el Instituto Politécnico. Ante la reprobación que provocó esta medida, las tropas desalojaron los locales de las dos instituciones. Hubo un respiro. Esperanzados, los estudiantes celebraron una reunión (no una manifestación) en la plaza de Tlatelolco, el 2 de octubre en el momento en que los concurrentes, concluido el mitin, se disponían a abandonar el lugar, la plaza fue cercada por el ejército y comenzó la matanza. Unas horas después se levantó el campo. ¿Cuántos murieron? En México ningún periódico se ha atrevido a publicar las cifras. Daré aquí la que el periódico inglés The Guardian, tras una investigación cuidadosa considera como la más probable: 325 muertos. Los heridos deben haber sido miles, lo mismo que las personas aprehendidas (1). El 2 de octubre de 1968 terminó el movimiento estudiantil. También terminó una época de la historia de México.

Aunque las revueltas estudiantiles son un fenómeno mundial, se manifiestan con mayor virulencia en las sociedades más adelantadas. Así, pues, puede decirse que el movimiento estudiantil y la celebración de la Olimpiada en México fueron hechos complementarios: los dos eran signos del relativo desarrollo del país. Lo  discordante, lo anómalo y lo imprevisible fue la actitud gubernamental. ¿Cómo explicarla? Por una parte, ni las peticiones de los estudiantes ponían en peligro al régimen ni éste se enfrentaba a una situación revolucionaria; por la otra, ningún acto de ningún gobierno –ni siquiera el de Francia, ése sí amenazado con una oleada revolucionaria- tuvo la ferocidad, no hay otra palabra, de la represión mexicana. La prensa mundial, a pesar de la diaria ración de iniquidades que contienen sus páginas, se sintió levemente escandalizada. Una popular revista norteamericana, horrorizada pero púdica, dijo que lo de México era un caso típico de overreaction, un síntoma de “la esclerosis del régimen mexicano”. Curioso understatement… Una reacción exagerada o excesiva delata, en cualquier organismo vivo, miedo e inseguridad; y la esclerosis no sólo es signo de vejez sino de incapacidad para cambiar. El régimen mostró que no podía ni quería hacer un examen de conciencia; ahora bien, sin crítica y, sobre todo, sin autocrítica, no hay posibilidad de cambio. Esta debilidad mental y moral lo condujo a la violencia física. Como esos neuróticos que al enfrentarse a situaciones nuevas y difíciles retroceden, pasan del miedo a la cólera, cometen acciones insensatas y así regresan a conductas instintivas, infantiles o animales, el gobierno regresó a periodos anteriores de la historia de México: agresión es sinónimo de regresión. Fue una repetición instintiva que asumió la forma de un ritual de expiación; las correspondencias con el pasado mexicano especialmente con el mundo azteca, son fascinantes, sobrecogedoras y repelentes. La matanza de Tlatelolco nos revela que el pasado que creíamos enterrado está vivo e irrumpe entre nosotros. Cada vez que aparece en público, se presenta enmascarado y armado; no sabemos quién es, excepto que es destrucción y venganza. Es un pasado que no hemos sabido o no hemos podido reconocer, nombrar, desenmascarar. Pero antes de tocar este tema -que es el tema central y secreto de nuestra historia-  debo describir, en sus grande líneas, el desarrollo del México moderno, ese desarrollo paradójico en el que la simultaneidad de los elementos contradictorios se condensan en dos nombres: Olimpiada y Tlatelolco.

Nota:

(1) Todavía están en la cárcel 200 estudiantes, varios profesores universitarios y José Revueltas, uno de los mejores escritores de mi generación y uno de los hombres más puros de México.

[“Olimpiada y Tlatelolco”, primera parte de Posdata, forma parte de una conferencia de Octavio Paz en la Universidad de Texas el 30 de octubre de 1968, de acuerdo a la propia nota del autor. Tomamos el capítulo de Paz, Octavio (2008): El laberinto de la soledad - Postdata - Vuelta a El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica (Popular, 471), México, 3a. ed. 1999, 6a. reimp., pp. 241-253].

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Octavio Paz

Poeta y ensayista. Premio Nobel de Literatura en 1990. Premio Cervantes en 1981. Nació el 31 de marzo de 1914 en la ciudad de México y murió el 19 de abril de 1998 en esa misma ciudad. Su obra es vasta y multiforme que ha merecido la atención de los estudiosos en el ámbito nacional e internacional. Lo tomamos en algunos de sus fragmentos a manera de homenaje a este pensador de nuestro tiempo.