Mis alumnos me odian

  • Eduardo Libreros
Si somos capaces de sentir con los alumnos de bachillerato, lo seremos para aprender. Tips.

Anoche antes de dormir me encontré con un artículo publicado en Edutopia sobre un maestro de primaria en los Estados Unidos que narra su primer contacto con la enseñanza. En su relato menciona que para preparar sus clases prácticamente devoró libros, blogs y revistas sobre estrategias de aprendizaje; reprodujo innumerables videos educativos en Youtube y se maravillaba por la forma en que los docentes que aparecían en esas filmaciones capturaban la atención de sus alumnos. Todo esto lo hacía anticiparse a la grandiosa experiencia que sería compartir el aula con estudiantes tan motivados por aprender.

Pero algo pasó: sus alumnos no eran como los de los videos. Rápidamente veía cómo desde el inicio de la clase comenzaba a perder la atención de los niños ante algo más interesante que su cátedra, como hacer garabatos en sus cuadernos o simplemente fijar la vista hacia un punto en la nada. El desdichado profesor tuvo que rendirse tras esos primeros instantes frente a ellos y cambiar su perfecta clase preparada por una hora de lectura libre.

Como docentes, todos hemos tenido uno de “esos días”. En mi caso, puedo decir que tuve un montón de esos en mis inicios como profesor de bachillerato. Jamás olvidaré la ocasión en que entré por primera vez al salón de clases para enfrentarme a decenas de ojos expectantes que parecían ver mis miedos más profundos. Y en cierta manera así fue. Comencé mi disertación sobre la semiótica y las funciones de la comunicación con ayuda de una simple diapositiva en Power Point que me permitió hablar por instantes que se hicieron terriblemente cortos. Al terminar me di cuenta que me sobraban 50 larguísimos minutos llenos de nada que iniciaron con la pregunta de una alumna que fue más o menos así:

-Profe, ¿usted ya había dado clases?

Mi respuesta fue un nervioso -¿Por qué?

-Por nada, sólo que tal vez esta no es su vocación.

Lo primero que me vino a la mente fue: “Ya está. Ellos me odian”. Y los siguientes días no fueron mejor. Comencé a preguntarme si realmente servía para el trabajo. Todas las noches me acostaba con la mente llena de los contenidos que marcaba el programa y la preocupación constante de tener que enfrentarme al día siguiente con el monstruo de mil ojos que el aula representaba para mí. Estaba tan deseoso de cumplir con las expectativas que la institución había depositado en mí que olvidé lo más importante: la manera en que a mi yo preparatoriano le gustaría que le dieran la clase.

Josh Stock, autor del relato con el que inicio esta colaboración, menciona la necesidad de aprender del fracaso frente a grupo y brinda una serie de recomendaciones que van desde tener contenidos de respaldo hasta rediseñar la secuencia didáctica para ajustarla a las necesidades del grupo. Ambas opciones son excelentes, sin embargo, deben ir cargadas de una noción del yo preparatoriano que haga que el docente establezca una conexión con el alumno. ¿A qué me refiero con esto? Básicamente a mostrar empatía. Está comprobado que un profesor que se coloca en los zapatos del estudiante y trata de entender qué es lo que espera de una clase es el primer paso para mejorar su práctica educativa.

Puedo afirmar que la experiencia mejoró bastante una vez que aprendí a encontrar el valor en lo que ellos disfrutan para aprovecharlo en mis clases, imprimiéndole un sello propio. Poder relacionar un texto de un bloguero de comics reseñando la historia de Stan Berkowitz para Justice League Unlimited con el existencialismo de El túnel de Sabato parecería algo imposible para alguien cuya visión sea tan corta que no pueda apreciar la complejidad que encierran algunos de los contenidos que los jóvenes comparten de diversas maneras. Daniel Cassany comentó recientemente que no existe evidencia de que la forma en que nuestros estudiantes se comunican en redes sociales tenga un impacto negativo en sus habilidades de escritura; incluso expone casos en los que se han creado códigos que representan formas alternativas de comunicación, desarrollando distintas capacidades cognitivas y de interacción social que son ajenas para la mayoría de los adultos. ¿Cuántas veces hemos caído en la trampa de emitir un juicio sobre aquello que disfrutan nuestros estudiantes sin darnos la oportunidad de conocerlo?

En resumen, para sobreponerme al “odio” de mis alumnos tuve que, básicamente, convertirme en ellos. Para lograrlo, no basta con recordar cuál era nuestra clase favorita en preparatoria y cómo la impartía ese docente. Hoy en día nuestros alumnos aprenden de maneras tan variadas y distintas que lo que funcionó hace décadas ahora es, cuando menos, obsoleto. Mi yo preparatoriano tiene entonces la compleja pero motivante tarea de aprender de sus nuevos compañeros, de conocerlos y tratar de definir cómo querría su clase si mágicamente tuviera 17 años otra vez y una cuenta en Snapchat.

[El autor es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Administración de Instituciones. Imparte materias relacionadas con la literatura, comunicación e investigación. Colaborador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México,  FLACSO, en la autoría de libros de texto para el Telebachillerato Comunitario].

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Eduardo Libreros

Docente que aprende de sus estudiantes. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Maestro en Administración de Instituciones. Imparte materias relacionadas con la literatura, comunicación e investigación y es colaborador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales sede México en la autoría de libros de texto para el Telebachillerato Comunitario