Anécdotas de fanfarrones
- Xavier Gutiérrez
Hay expresiones o palabras que de pronto usan los medios, y las machacan tanto hasta causar repelencia.
Unos las emplean por moda, modas simplonas y vacuas.
Otras veces son reflejo del lenguaje del poder, como cuando Martha Sahagún puso a circular eso de “empoderar a las mujeres”, y Fox la secundó con esa tontería (que dura hasta la fecha) de “los niños y las niñas”.
Y ahí tienen a políticos y comunicadores repitiendo como loros lo que dicen arriba.
Mucho hay de pereza, ignorancia, adocenamiento y carencia absoluta de originalidad en todo esto.
Hoy está en boga el terminajo ese de bullyng. Una palabreja “nueva” para un problema viejo. Pero como viene del imperio se impone de inmediato y se vuelve popular por todas partes.
Sin entrar a disquisiciones semánticas, es perfectamente claro que se refiere agresiones, acoso, intimidación o provocación a menores. Pues si tenemos tantas palabras en español para calificar este tipo de hechos, así hay que decirlo.
Hay quienes se sienten de mucho mundo usando tal vocablo y se les llena la boca repitiéndolo a la menor provocación. Es parte de nuestra pobreza mental.
Yo lo uso para chotear a los usuarios.
El tema ese me trajo a la memoria dos casos de acoso y agresión a compañeros de escuela que yo conocí de cerca, y que tuvieron, por decirlo de algún modo, un final feliz.
Hoy le llamarían en el citado ambiente “contrabuling”
Había un compañero rollizo, moreno, alto y bravucón. Procedía de una familia de recursos y conocida en el medio. Eso le daba ínfulas e intimidaba a todos los compañeros. Además, era engreído y pesado como el plomo.
Su sentido del humor hiriente y presuntuoso lo hacía abominable para todos. El no se daba cuenta, desde luego. Un día, a la hora del recreo, empezó a zaherir a estudiantes que venían de otra población. Y de las palabras pasó a los empujones arrinconando a dos o tres.
De pronto llegó otro compañero, del mismo pueblo de los agredidos. Tenía un físico imponente porque hacía pesas y ejercicio de barra. Con tres o cuatro palabras le marcó el alto, se remangó la camisa y lo retó a pelear ahí delante de todos. El bravero aceptó el desafío y los demás nos dispusimos a ver el espectáculo.
Rubén, que así se llamaba el defensor de las víctimas, le dio una zarandeada fenomenal al provocador. Quedó tendido, revolcado y sangrante. A partir de ese instante Rubén se convirtió en el líder más estimado. Y le advirtió al otro que ante una nueva agresión le daría una segunda felpa. Santo remedio.
El otro caso fue similar. Había un chamaco riquillo, de los “del centro” de la ciudad. Esto ocurría en Tecamachalco. Era pésimo estudiante. Casi no iba a clases. Fumaba y tomaba copas como nadie. Se sentía galán, vestía con ropa fina, anillos y esclava de oro. Uno o dos subordinados suyos le hacían segunda.
Su aspecto mismo era agresivo. Arrogante con la mirada, al caminar, al hablar. Se sentía con derecho de pretender a todas las chicas de la secundaria.
Era fama en la ciudad su estilo pandilleril. E igual que el otro, infundía miedo a la mayoría. Todos procuraban esquivarlo para no exponerse a una agresión.
Había otro compañero, de condición modesta, estudiante normal, estatura regular y muy bueno para los golpes. Pero no se metía con nadie. Era simpático, buen jugador de beisbol y por eso muy apreciado. De complexión flacucho y cabello castaño y desaliñado. Su nombre era Víctor.
Un día al salir de clases el fanfarrón se mofó de varios compañeros, retó a todos y mandó amenazar al beisbolista. Pasaron los días. Por fin se encontraron en la calle, a la salida de la escuela. Víctor casi no articuló palabra. Se dirigió al pendenciero y lo tomó del cuello de la camisa y lo levantó a unos diez centímetros del piso, lo apretó contra un árbol y le dijo:
-¡Ya estamos cansados de ti, no quiero volver a verte por la escuela..!
Le dio dos golpes en la cara y cayó al piso con la nariz sangrando y un ojo hinchado. Lo quiso levantar nuevamente del cuello pero el otro se medio hincó y empezó a llorar, suplicándole que ya no lo golpeara, casi implorando perdón.
Asunto arreglado. Este jovenzuelo y su leyenda desaparecieron para siempre de la secundaria.
Esos dos muchachos, que tenían sometidos a todos los secundarianos, se volvieron mansos corderos. El segundo definitivamente desapareció del medio. El primero se volvió sumiso, siempre bajo la vigilancia de quien lo había puesto quieto.
Refiero estas anécdotas porque, en las escuelas, suele haber el propio antídoto para los agresores. Por supuesto, no es lo correcto ni la solución a un problema multifactorial.
Creo que los padres tienen una responsabilidad directa y en primera instancia, tanto en la prevención de conductas violentas como en la solución cuando el problema estalla. Los profesores en segundo término y el gobierno por encima de ambos. Pero lo tienen que afrontar juntos, cada quien en su ámbito de responsabilidad.
Cerrar los ojos y arrojar culpas no resuelve nada.
(Mi libro “Ideas para la Vida”, está a la venta en el puesto de periódicos de Margarita, en el portal, frente al Salón de Protocolos)
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Reportero y director de medios impresos, conductor en radio y televisión. Articulista, columnista, comentarista y caricaturista. Desempeñó cargos públicos en áreas de comunicación. Autor del libro “Ideas Para la Vida”. Conduce el programa “Te lo Digo Juan…Para que lo Escuches Pedro”.