Juan Pablo y Juan, la fe que se abre al mundo
- Fidencio Aguilar Víquez
--¿A qué personaje de la historia o persona que conozcas admiras más? –me preguntó mi hermano Roberto.
--Al papa Juan Pablo –contesté sin chistar.
--¿Y por qué? –volvió a preguntar.
--No sé –pensé un poco-, quizá porque sabe cómo hablar a los jóvenes –concluí.
Tenía yo entonces trece años y estudiaba la secundaria. El Papa había venido ese año por primera vez a México y despertó un entusiasmo inusitado; bastaba con verlo pasar por unos breves segundos en el papamóvil por la Calzada Guadalupe, camino a la Basílica, para suscitar un fervor extraño y al mismo tiempo familiar, aunque largas habían sido las horas de espera y las que tardaba el camión de mi pueblo mexiquense al norte de la Ciudad de México.
Eso bastaba para que todos los demás días pudiera ufanarme ante mis amigos y conocidos: “Vi al Papa, a unos metros”. Entonces el papamóvil estaba descubierto y se le podía apreciar de manera más directa: era joven, fuerte, derrochaba energía, además, decía yo, es muy deportista, sube montañas y le gusta la naturaleza.
Años después, ya en Puebla, estudiando filosofía en la UPAEP, en el curso de filosofía social, uno de los textos que leí como estudiante fue, justamente, Pacem in terris (1963), del papa Juan XXIII. Estudiábamos, mis compañeros y yo, los principios filosóficos de la comunidad social y los retos de nuestro tiempo. En ese documento podía apreciarse la preocupación del líder católico, en medio de la guerra fría y de las carreras armamentistas, por encontrar caminos para la construcción de la paz mundial en base al respeto a la dignidad humana, a la verdad, la justicia y la libertad. Y desde luego, el papel de los cristianos en los asuntos seculares y públicos.
Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad. (Pacem in terris, 167).
Al mirar el contexto de ese y otros textos, y sobre todo la convocatoria que hizo para la realización del Vaticano II, puede uno apreciar lo que significó su papel en la historia de la Iglesia y del mundo: una verdadera renovación interior y una puesta al día en el contexto de los tiempos contemporáneos. Participaron muchos cardenales y obispos de todo el mundo, y teólogos y seglares expertos en temas de laicidad. Entre los prelados mexicanos, por ejemplo, si mal no recuerdo, estaban los cardenales Corripio, Salazar y Miranda y los obispos Samuel Ruiz y Méndez Arceo. Ahí también, entre otros, estaba el entonces obispo de Cracovia, Karol Wojtyla. Y entre los expertos invitados estaban Jean Danielou, Karl Rahner, Yves Congar, Henri de Lubac y Josep Ratzinger.
En ese entonces, quizá como hoy, con cierto resabio de tiempos idos, los catálogos de “progresistas” y “reaccionarios”, de “liberales” y “conservadores” surgían a borbotones. Lo que en realidad pasó fue que todos colaboraron en la elaboración del documento fundamental de los últimos tiempos de la Iglesia católica. Documento que, todavía hoy, reclama retos importantes para los fieles cristianos de todo el mundo.
En esos años de estudiante, Pacem in terris significó una alternativa orientadora en el contexto de la guerra fría y en la advertencia de dos vías que terminaban degradando la dignidad humana, por un lado, el marxismo-leninismo y sus tesis del materialismo histórico y la idea de enajenación respecto a la conciencia religiosa, y por el otro lado, el capitalismo y sus ejes neoliberales del imperio del mercado y la producción para el mayor consumo. Quizá hoy veamos con mayor claridad, pero hace más de cincuenta años, sobre todo cuando estaba de moda la fascinación por el comunismo, sin duda era difícil verlo y suscribirlo. Con todo, eso hizo Juan XXIII.
Hay cosas que ocurren sin que uno lo imagine siquiera, y eso pasó con la caída del Muro de Berlín y todo lo que significó. En ello, Juan Pablo II sin duda es un ícono de cómo se puede incursionar en el mundo y cambiarlo. En el 90, en un encuentro con laicos en un colegio cerca de Naucalpan, estado de México, lo volví a ver. Desde luego, en medio de una multitud más reducida que otras, pero a final de cuentas lo importante era verlo y escucharlo, porque tenía algo que decir y porque debía hacerlo, para eso había venido.
Los otros viajes del Papa a México, como muchas personas, los seguí por la radio y la televisión y fue hasta el 2003 en que lo volví a ver entre la multitud, en la Plaza de San Pedro, en la audiencia general de los miércoles. Iba en el papamóvil, mi mujer y yo mirábamos con entusiasmo al ya anciano pontífice. Entonces, de repente, el automóvil blanco se detuvo. Tardamos varios segundos en darnos cuenta a qué se debía el alto total: un bebé pasaba de manos en manos hasta que el Papa lo tomó y lo besó para, luego, devolverlo a esas manos transportadoras. Ese gesto me arrebató el asentimiento hacia su persona, como dijera un profesor de feliz recuerdo. Juan Pablo no sólo fue el Papa de mi juventud, sino también el de mi madurez. No sólo sabía hablar a los jóvenes; como buen pastor, como buen poeta que era, sabía hablar a la mente y al corazón de sus interlocutores para provocar un incendio de búsqueda, de compromiso y de fe. De una fe que se abre al mundo y lo ilumina.
Es verdad que los cristianos con mucha frecuencia damos la espalda y negamos con obra y por omisión ese don, pero tenemos el camino de san Pedro, que negó una y otra vez, y otra vez, y el camino de Judas que desesperó y dejó de confiar. Juan Pablo y Juan, ahora santos, nos han mostrado que no importa lo oscuro e incierto que esté el camino, que lo realmente importante es reconocer que sólo Jesús salva y que vino, precisamente, no a condenar al mundo sino a salvarlo.
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Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).