La bendición de tener un padre preso
- Juan Pablo Proal
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Desde que tiene memoria, Héctor sólo recuerda a su padre tras las rejas. La detención de Alberto Patishtán ocurrió cuando él tenía cuatro años de edad. Al cumplir ocho, su madre los abandonó a él y a su hermana María Gabriela. Desde entonces sólo tiene una misión en la vida: ver libre a su progenitor.
Ayer recibió una fétida noticia, como todo lo que ha obtenido del sistema judicial mexicano: Magistrados del Primer Tribunal Colegiado de Circuito del Poder Judicial de la Federación ratificaron la sentencia de 60 años de prisión a su padre. Una noche antes platiqué con él, no tenía mucha esperanza: “Soy realista, no es la primera vez que ha pasado, desgraciadamente siempre nos han salido con la injusticia”.
El 12 de junio del año 2000 el profesor indígena bilingüe Alberto Patishtán fue acusado de participar en un hecho inverosímil que, a lo lejos, lo hace ver cómo un vengador extraído de un mito hollywoodense. El gobierno de Chiapas lo responsabilizó de asesinar él solo a siete policías estatales y herir a dos más. Los cargos incluían: delincuencia organizada, homicidio calificado, portación de armas de uso exclusivo del Ejército y lesiones calificadas. Fue detenido sin orden de aprehensión. Cuando rindió su declaración en las oficinas de la Procuraduría General de Justicia estatal, en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, no tuvo un abogado defensor de su lado.
Los días previos, la policía patrullaba el municipio de El Bosque, donde radicaba Patishtán, debido a que tenía noticias de que grupos civiles armados querían tomar la presidencia. Aquél 12 de junio, un comando emboscó en la carretera, cerca de la comunidad Las Limas, una patrulla con nueve personas, conducida por el hijo del entonces presidente municipal, Manuel Gómez Ruiz.
Cuando ocurrió la emboscada, Patishtán participaba en una asamblea en el municipio de El Bosque. “Estábamos en la fiesta de San Antonio, son varios lo que hablaron con el profesor, yo hablé personalmente con él” relató Julio Marcos, uno de los tantos testimonios presentados por la asociación civil Defensa Estratégica Derechos Humanos. El profesor no sólo no sabía manejar armas, sino que se encontraba geográficamente en un punto muy diferente al área del crimen. Nada de esto fue tomado en cuenta por el ciego, brumoso y clasista sistema judicial del país.
Una vez preso, Alberto Patishtán encabezó una huelga de hambre junto con otros maestros injustamente encarcelados; llamaron a su movimiento: “La voz de la dignidad rebelde”. Pablo Salazar, entonces gobernador de Chiapas, quien al terminar su mandato fue encarcelado, acusado de corrupción por su sucesor, Juan Sabines, prometió liberar al profesor si ponía fin a su protesta. Los indígenas cumplieron su palabra, Salazar, no.
El 15 de febrero de 2008 Patishtán encabezó una huelga de hambre indefinida en el penal de El Amate, donde fue catalogado como “peligroso”. El movimiento se extendió a más reclusorios, entre ellos el de San Cristóbal de las Casas, Playas de Catazajá y la cárcel de Tacotalpa, Tabasco. Clamaron por su libertad cientos de almas injustamente presas y recluidas en espacios hacinados, donde los derechos humanos son letra muerta. La huelga concluyó 41 días después, cuando el gobierno de Chiapas excarceló a la mayoría de los demandantes, menos a Patishtán.
En estos 13 años Alberto Patishtán ha tenido a la tortura como su compañera incondicional. Observadores de derechos humanos han documentado: desnudez, privación, negación y mala atención médica, llegó a estar nueve meses aislado, mala alimentación, humillación durante las revisiones, vigilancia permanente, deprivación sensorial… A pesar de que las autoridades mexicanas se han empeñado en destruir su esperanza, el profesor indígena responde con amor; ha sido maestro animador en el penal El Amate, fue nombrado ministro de la eucaristía por la Diócesis de Tuxtla y enseña español a presos indígenas monolingües. Por su heroico ejemplo, el finado obispo emérito Samuel Ruiz le entregó en enero de 2010 el reconocimiento Jcanan lum jtatik Samuel.
Héctor, su hijo, cada quince días viaja al penal para ver a su padre. Trasborda en tres ocasiones y tarda un promedio de 180 minutos para obtener dos horas de convivencia. Ese tiempo lo comparte con abogados, defensores de derechos humanos y otros visitantes que acuden a ver a Alberto Patishtán.
Desde los catorce años vive solo, su hermana ya es madre, trabaja y estudia en San Cristóbal de las Casas. La defensa de su padre es trabajo de tiempo completo; dejó la preparatoria inconclusa y vendió el único bien que le había heredado Alberto: un terreno de aproximadamente una hectárea.
A pesar de todo, Héctor observa que algo bueno le trajo la detención de su padre: “Como dicen, todo mal trae un bien; si no lo hubieran encarcelado no estaríamos aquí hoy en día luchando, no sólo por mi papá, sino por las demás injusticias que hay en el país, yo sería un muchacho ignorante, normal, que sólo respira y camina, pero ese no el caso de vivir”.
La noche previa a que fuera ratificada la sentencia de 60 años de prisión, organizaciones sociales celebraron una velada para exigir la libertad de Alberto Patishtán. Ahí platiqué con Héctor. Entre otras, le formulé dos preguntas.
— ¿Qué pasaría si liberan a tu padre?
— No lo tengo pensado, para mí va a ser algo emotivo pero a la vez extraño, nunca he estado con él afuera, disfrutando o comiendo juntos, nunca he convivido en el aire libre. Quisiera platicar con él, de padre a hijo, platicar todo el tiempo posible y todo lo que no he platicado estos 13 años.
— ¿Y si el fallo es desfavorable?
— Independientemente de lo que digan los magistrados, yo en lo personal no dejaré de luchar, juro que mi papá va a salir, cueste lo que cueste, así sea mi vida.
El sistema judicial mexicano, el mismo que otorga libertad a los más fétidos depredadores y quiebra la vida de miles de miserables inocentes, decidió que Patishtán debía cumplir 60 años en prisión.
Su hijo Héctor tiene pensado concluir la preparatoria y estudiar derecho para evitar, en lo posible, más tragedias como la que ha sufrido su familia: “Tengo este coraje que heredé de mis ancestros y lo que me han enseñado mi abuelo, los ancianos de mi pueblo y mi padre, a no rendirnos nunca, a pelear por lo que queremos, a no conformarnos con lo que el gobierno nos da”.
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