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Crónica Huejotzingo: Ayuda me van a linchar

  • Ángel Bañuelos
Mientras esperaba transporte de regreso, fui abordado por un grupo de hombres locales que venían en una camioneta y que, con agresividad, me acusaron de tomar fotos y de provocar disturbios en la comunidad
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El pasado 12 de junio, Guadalupe, una maestra de secundaria, vivió una experiencia aterradora en el camino hacia su trabajo en Santa María Tianguistenco, perteneciente a Huejotzingo.

Fue secuestrada por un grupo de delincuentes que la trasladaron a través de varias comunidades hasta llegar a Santa María Atexcac, donde los habitantes capturaron a uno de los secuestradores, quemaron su vehículo y lo ejecutaron de un disparo en la cabeza.

Los otros dos criminales escaparon con la maestra hacia Papalotla, Tlaxcala, donde finalmente la liberaron antes de huir.

Los eventos desencadenaron una serie de reacciones en las juntas auxiliares de San Juan Pancoac, Domingo Arenas y Santa María Atexcac, donde los residentes establecieron retenes para protegerse ante la ausencia de autoridades efectivas. Miembros de estas comunidades expresaron su descontento por la falta de presencia policial y de la Guardia Nacional prometida.

El 14 de junio, decidí visitar Huejotzingo para investigar la situación personalmente. Sin embargo, al llegar a San Juan Pancoac no encontré ningún retén, lo que me llevó a preguntar en una tienda local. La respuesta fue desalentadora: el gobierno había ordenado retirar los retenes, prometiendo seguridad con la presencia de la Guardia Nacional, que nunca llegó.

Continué mi viaje hasta Santa María Atexcac, el escenario del linchamiento del presunto secuestrador. Durante el trayecto, observé el paisaje rural y la tensión palpable entre los residentes, que vigilaban desde las azoteas y se mostraban reacios a hablar con extraños.

Llegada a Santa María Atexcac

Noto que hay más personas en la calle, sobre todo en las banquetas, afuera de sus casas, como vigilando. En una de ellas, hay cinco hombres de entre 30 y 40 años, y al frente, una pastelería.

Me acerco a esta última, grito “buenas tardes” y me recibe un niño de más o menos 10 años, le pido hablar con un adulto y él llama a su madre, quien en unos minutos llega cargando una charola de pan dulce.

Mientras ella guarda el pan en una vitrina, me presento y le explico lo de la entrevista. Ella le dice al niño que “llame a la jefa”, que la busca “Don Ángel”. Mientras la dueña del lugar llega, converso un poco con la madre del niño, y ella confirma lo que he visto durante mi recorrido por las juntas auxiliares, la ausencia de la Guardia Nacional y de la policía.

Salgo un momento para tomar un video de la calle y filmar la ausencia de policías en el pueblo. Uno de los hombres que vigila desde la fachada me pregunta por qué lo hago. Le aclaro que soy reportero y le muestro mi credencial, además de la intención de mi visita en Atexcac. El hombre me dice que no grabe y me advierte que las cosas “están muy calientes aquí”.

De pronto llega la dueña de la pastelería, una mujer mayor, quien escucha mis razones para entrevistarla y grabarla en video, y su respuesta es amable, pero contundente: “Mejor ya vete”, me explica que la situación en el lugar es muy delicada y que, si sigo aquí, haciendo lo que estoy haciendo, algo malo podría pasarme.

Tanto ella como los hombres de enfrente insisten en que me retire de ahí. Me advierten que todo el pueblo se comunica a través de un grupo de WhatsApp y que en poco tiempo todos sabrán de mi presencia y de que estoy “tomando fotos”.

“¿En qué vienes?” pregunta la señora, le digo que en combi.

Ambos me indican las dos diferentes paradas de combi que hay cerca, y me piden que no me desvíe hacia ninguna otra calle. Me despido de ellos, agradeciéndoles las recomendaciones y me dirijo a la parada que está a la vuelta.

Locales de Atexcac me retienen para tratar de investigarme

Mientras esperaba transporte de regreso, fui abordado por un grupo de hombres locales que venían en una camioneta y que, con agresividad, me acusaron de tomar fotos y de provocar disturbios en la comunidad. La situación escaló rápidamente a amenazas de violencia física y verbal, con un clima de peligro latente que se tornó insostenible.

“A ver, ¿tú eres el que está tomando fotos?” Niego la acusación, digo que sólo soy periodista, y le explico el motivo de mi visita a la junta auxiliar. Viene el primer interrogatorio, quién soy, de dónde vengo, para qué periódico trabajo, a ver tu identificación. Luego viene el regaño, que no puedo estar tomando fotos, que un periodista no tiene nada que hacer aquí.

Me disculpo con él, le digo que ya estaba a punto de irme y me alejo de él caminando hacia la calle, pero el sujeto me cierra el paso y hace que vuelva a la banqueta. “¡De aquí no te vas hasta que el presidente auxiliar decida qué se va a hacer contigo!” sentencia.

Sigo excusándome, pero todas son rebatidas con reclamos por hacer periodismo en su comunidad, en los días de tensión que están viviendo, un rotundo no para cualquiera que entre y haga preguntas. “Pues es que eso no lo debiste haber hecho” dice como hablando de algo no solucionable, añade que llegarán más personas y no sabe qué van a querer hacerme ellos”.

Mira, ya está llegando más gente” dice el hombre que me estaba regañando, y señala una camioneta roja que va llegando por la derecha. Mando tres mensajes a Rocío, la encargada de la sección de municipios en el periódico donde trabajo:

Ayuda. Me van a Linchar. Santa María Atexcac

De la camioneta salen más hombres, pero sólo me acordaré de uno, el encapuchado. Él comienza a interrogarme con un tono agresivo de voz, yo intento explicarle por qué estoy ahí.

Le digo que soy periodista, él pregunta “¿y tus cosas de periodista?”. Insisto en continuar mi camino, trato de alejarme, hasta que el sujeto desenfunda un cuchillo de cacería y me hace retroceder.

La llamada que cambió el panorama de tensión

Rocío me llama por teléfono, pregunto al hombre de la primera camioneta si puedo contestar, él acepta, pongo la llamada en altavoz, describo la situación y Rocío habla con él.

Mientras, el encapuchado saca su propio celular y habla con alguien: “¿Qué pasó? Ya tengo al que estaba tomando fotos. Dice que es periodista, pero ni trae nada, ¿qué hago? ¿le saco las tripas o qué?”.

En la llamada con Rocío, los hombres que hablan con ella dicen entender las razones de mi presencia en la comunidad, pero mantienen la postura de que yo jamás debí haber actuado como lo hice, “tuviste que haber pedido permiso”, “debiste acudir al presidente auxiliar” afirman.

Alguien más argumenta que, si somos periodistas, debimos llegado como tales, en una camioneta grande que dijera “Televisa”, chalecos de prensa y demás accesorios que nos caracterizaran como emisores de un medio de comunicación.

Su visión contrasta con la realidad: Trabajo en un medio digital, llegué en transporte público, llevo una vieja playera de Ramones, y mis únicas “cosas de periodista” son mi celular y una credencial de papel en una mica.

Poco a poco llegan más personas, a mi alrededor hay cerca de treinta hombres que vinieron a pie o en sus automóviles, se acercan y me piden las mismas explicaciones y tengo que repetirlas una y otra vez. Recibo amenazas de muerte, “yo creo que de aquí no sales”, “de aquí no vas a salir”.

“Es lamentable” dice el hombre con el que Rocío había hablado, “imagínate, te esfuerzas para estudiar una carrera y por una tontería como esta, terminas así”. Después de que pronunciara eso, me doy cuenta de que él, así como los hombres que llegaron al principio, saben que si la situación se descontrola y los demás hombres del pueblo deciden que me matarán, ellos no podrán hacer nada al respecto.

Aquellos con los que hablé desde el principio deciden escoltarme a la siguiente esquina, para apartarme un poco de la multitud. Rocío llama varias veces, pero el encapuchado, que tiene mi celular, rechaza las llamadas.

Mientras caminamos, termina de ver mi galería y ahora, convencido de que soy inocente, me devuelve el teléfono. “Te vas a ir y ya sabes, si te volvemos a ver por aquí, ahí sí, ya no sales”.

Vuelvo a llamar a Rocío, le informo que estoy esperando que pase la combi o un taxi, y que los hombres con los que hablé me están acompañando, ella me pide que no cuelgue. En eso, llegan más pobladores con la intención de influir en lo que pasará conmigo.

De entre ellos, se acerca un hombre de baja estatura y calvo, el cual empieza a interrogarme con agresividad. Vuelvo a explicar todo, le ofrezco hablar con Rocío para confirmar mi versión y le acerco mi celular, pero él lo rechaza bruscamente.

No, a mí no me interesa quién eres, ni tu trabajo, ni tu editora. Apaga tu teléfono, estás hablando conmigo” ordena, y yo solo cuelgo la llamada. “Apágalo” insiste el hombre de baja estatura.

Entonces, de la calle perpendicular a la que estoy, la calle Vista Hermosa, sale una combi. Le hago señas para que se detenga y me preparo para cruzar en medio de la multitud.

“¡No! ¡No puedes irte! ¡Estás hablando con nosotros!” reclama el hombre. “Ya habló con nosotros” afirman quienes están a favor de que me vaya.

Subo a la combi, pregunto al conductor si va a Huejotzingo, él asiente, yo le imploro que me deje irme con él. Sonriendo, pregunta a los presentes si ya me podía ir a lo que respondieron que sí que me podía ir.

Finalmente, logré escapar con la ayuda de un conductor de combi que pasaba por la zona. En un trayecto lleno de tensión y miedo, reflexioné sobre la gravedad de la situación y la vulnerabilidad de las comunidades abandonadas por las autoridades. (XMH)

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