Los candidatos y las tareas de la política

  • Joel Paredes Olguín
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Se ha afirmado que sin ser perfecta ni en su concepción ni en su práctica, la democracia (con el apellido que se quiera: “formal”, “institucional”, “representativa”, “delegativa”, “burguesa”, etcétera) es sin duda el mejor método diseñado hasta la fecha para determinar de manera pacífica y ordenada quiénes ostentarán el poder y la representación durante un periodo determinado en una sociedad civilizada. Nunca será perfecta, más bien siempre será perfectible; nunca se acabará de construir, más bien está en constante construcción. La democracia –para realmente serlo-- debe albergar en todo momento el anhelo de mejorar y profundizarse por la vía institucional, preservándose de la tentación y los riesgos de sufrir regresiones o de considerarse a sí misma como un proyecto acabado.

La democracia es solamente un método que espera ser aplicado. De su más o menos talentosa aplicación se desprende la utilidad que preste a una comunidad o el perjuicio que le cause; pero en sí misma nunca es culpable de que actores e instituciones la perviertan o desvirtúen, de ello deben responder aquellos que con sus prácticas y sus discursos atentan contra ella mientras medran a su amparo. La democracia es también una actitud, un cierto talante; una disposición hacia la pluralidad, la divergencia y los disensos que cotidianamente se expresan en la vida pública al amparo de un régimen liberal y respetuoso del Estado de Derecho: pocas cosas socaban la democracia tanto como la uniformidad, el verticalismo y el dogmático sometimiento a “lo establecido”.

Así como de la democracia, otro tanto se podría decir de la política, entendida como la superación del estado de naturaleza y como vocación ineludible del hombre que vive en sociedad. Las tareas de la política pueden no estar del todo concluidas, pero no se vislumbra otra forma de continuar con ellas sin que la siempre latente amenaza del autoritarismo se materialice. El fin de la política supone el advenimiento del “Gran Hermano”, del supremo represor expresado en forma de Ogro Filantrópico o de caudillo, pero en cualquiera de sus expresiones, es ese temible Leviatán que ahorrará a los ciudadanos el trabajo de resolver sus problemas como sociedad: simplemente los anulará junto con ella, desterrando de ese modo toda crítica y todo conflicto, haciendo de la democracia un ente prescindible, pues él se encargará de definir quién y cómo se gobierna a una comunidad que ha renunciado a esa obligación y a ese derecho.

Por la complejidad que implica, y por tratarse de una responsabilidad ineludible; para atender los problemas de la democracia y colaborar en las tareas de la política no es recomendable postular para cargos públicos a los gatos o a los asnos, sino más bien asumir la convicción de atender y proponer alternativas ante los problemas públicos, entendiendo que es precisamente la ausencia de ciudadanos lo que ha desvirtuado y vaciado de contenidos tanto a la política como a la democracia. Este fenómeno (que podríamos llamar de “desciudadanización) ha traído aparejados varios problemas que solamente podrán resolverse echando mano de los instrumentos que la propia política y la propia democracia ofrecen.

Vale decir, pues, que los problemas de la política y de la democracia se resuelven  con más democracia y con más política, sin que ello suponga que la política deba necesariamente estar resguardada tras diques de severidad y formalismos protocolarios, o que la democracia deba ser materia de iniciados que disertan tras un pretendido sentido de importancia y una grandilocuencia que la vuelve ininteligible. Acercar el debate político y las prácticas democráticas a los ciudadanos equivale a sumar a éstos en los proyectos que definirán el futuro de la vida social y en la responsabilidad de instrumentar y evaluar dichos proyectos. Las coyunturas electorales son los momentos privilegiados --pero nunca los únicos-- para llevar a cabo esta tarea de acercamiento, involucramiento y compromiso de la ciudadanía para con la cosa pública, y habría que aprovechar para ello el proceso electoral en curso.

 

Por lo demás, dicen los que saben de estos menesteres (me refiero a lo relativo a los gatos) que a tales felinos suelen caracterizarlos rasgos del todo incompatibles con lo que se entiende por un talante democrático o con un perfil ideal de responsabilidad política: los gatos son veleidosos, displicentes, engreídos, soberbios, voluntaristas y volubles; lo que sin duda llevaría a considerar que, precisamente, de lo que se trata es de que los partidos políticos se comprometan a postular a candidatos que se parezcan lo menos posible a los gatos, y más bien se definan por su rectitud, su probidad, su claridad y altura de miras, así como por su sentido de responsabilidad y compromiso para sus conciudadanos.

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