Ser viejo durante la pandemia. La historia de mi padre

  • Norma Cuéllar
Durante este encierro, los adultos mayores sufren estrés, miedo o ansiedad

Después de la muerte de mi madre, mi padre cayó en una espiral de depresión. Primero estuvo solo un tiempo y luego comprendió que tenía que refugiarse en la protección de sus hijos. Así inició un peregrinar por nuestras casas hasta que se ubicó en Puebla. Aquí parece que la vida comenzaba a acomodarse para él, pero en marzo de 2020, cuando México entró en cuarentena, todo se le volvió a derrumbar.

Desde ese mes, se cancelaron las clases de yoga a las que asistía cuatro días a la semana. La Casa del Abuelo de San Pedro Cholula cerró sus puertas, como todas las escuelas del país. La diferencia es que las escuelas privadas y públicas, para niños y jóvenes, comenzaron a ofrecer clases a distancia por internet o por televisión.

Los abuelos, simplemente, se quedaron sin sus sesiones, ya no hubo yoga ni manualidades ni dibujo ni clases de tejido. Todos fueron confinados a sus casas. Ni siquiera se dio aviso de nueva apertura. Los viejecitos se quedaron sin el servicio médico y los alimentos del comedor, donde la comida corrida era muy barata.  

Mi padre nunca pudo comprender la era de la digitalización, todos los teléfonos celulares y laptop que le dimos han corrido con la misma suerte. Los tiene apagados en algún lugar de su armario.

Sin saber utilizar plataformas, de internet ni Youtube, se quedó encerrado, sentado en la sala, leyendo libros y mirando la televisión, contando los minutos, las horas, los días de encierro. Mientras todos comenzamos a salir con cubre bocas a hacer las compras, a efectuar trámites o trabajar, mi padre se quedó en casa. Casi siete meses confinado. Aunque no se dio por derrotado y continuó saliendo a dar paseos por toda la calle, donde mis vecinos amablemente dialogan con él y lo observan en su paso lento, pero obstinado.

El encierro ha significado un enorme retroceso dentro del proceso de adaptación por el que estaba atravesando. Y si no fuera porque su instructora de yoga accedió a darle unas clases privadas dos veces a la semana, sus días serían casi todos iguales.

Desde que comenzó la pandemia por Covid 19, todos los integrantes de la casa cuidamos del viejo. Lavado de manos riguroso, no nos exponemos a ningún contagio para cuidar que no vaya a enfermar. Cuando abrieron los restaurantes en Puebla, con aforo de 30 por ciento por ahí del mes de octubre, lo comenzamos a sacar. Pero muy pocas veces.

Las visitas de rutina al médico fueron canceladas. Primero porque afortunadamente su salud no es excelente, pero ha estado bastante bien y segundo, porque tenemos miedo que ir al hospital por un examen de rutina pueda convertirse en un contagio innecesario.

Hace poco supe de la muerte de dos ancianos no por Covid 19. Uno interrumpió su tratamiento de cáncer y el otro no pudo someterse a una operación por complicaciones derivadas de la diabetes. Investigadores y universidades han comenzado a hablar de muertes por “efecto indirecto” y se refiere al gran impacto que la pandemia está teniendo en otras causas de muerte: personas que no buscan atención médica, sistemas de salud que han excedido su capacidad, falta de acceso a tratamientos o reducciones de los recursos.

La sobre carga de los sistemas de salud ha obligado a enfermos crónicos de padecimientos cardiovasculares, diabetes y otros a esperar la entrega de sus tratamientos. Y es que la atención a los enfermos por Covid 19 se convirtió en una prioridad para los hospitales.

Mi padre, pese a todo, es un ser afortunado. Tiene una familia que le llama por teléfono y lo cuida a la distancia. Pero muchos otros viejos no han corrido con esa suerte. 

Otros abuelos que trabajaban como empacadores en las tiendas, un fenómeno que comenzó a ser visible en los últimos años, fueron retirados de sus empleos por considerar que son un sector altamente vulnerable ante el Covid 19. Muchos de ellos comenzaron a ser una carga económica para las familias. 

Algunos amigos me contaron que intentan distribuir la carga del cuidado de sus viejos entre todos los hermanos y todos los integrantes de las familias. Ello para distribuir los gastos y hacer más llevadera sus vidas en medio de una pandemia que no sabemos cuándo terminará.

Para el Coneval, los jóvenes y los adultos mayores de más de 65 años han sido el sector más afectado por el cierre de empresas, la paralización de actividades productivas y la poca generación del empleo.

Durante este encierro, los adultos mayores (como eufemísticamente le encanta a los gobiernos llamarlos) son los proclives a sufrir estrés, miedo o ansiedad, por el distanciamiento social y la incertidumbre frente a la pandemia.

Mi padre fue un hombre de su tiempo. Un trabajador incansable y un proveedor callado. Si algún día estuvo cansado nunca lo supimos. Hoy casi no habla, es muy reservado. Poco expresa sobre la pandemia, creo que no la  pasa tan mal, a pesar de no saber cuándo volverá a la Casa del abuelo para ver a sus amigos.

En un país donde muy pocos abuelos tienen acceso a jubilación y una vejez digna, es preocupante la forma como llevan la pandemia, sobre todo los que trabajaban de lunes a viernes empacando cosas y se sentían útiles o los que viven en la indigencia. El saldo de lo que vive este sector altamente vulnerable no lo sabremos sino hasta el año que entra cuando conozcamos las estadísticas de muertes, desempleo y enfermedades mentales. En fin, hasta aquí. Si quiere contarme algo, póngase en contacto conmigo. Me interesa mucho su opinión norcudi@gmail.com

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