Émula de la llama

  • Octavio Paz
Una lección breve y rápida sobre poesía mexicana.

 

Pura, encendida rosa,

émula de la llama…

Francisco de Rioja

 

Desde que Pedro Henríquez Ureña señaló que las notas distintivas de la sensibilidad mexicana eran la mesura, la melancolía, el amor a los tonos neutros, las opiniones sobre el carácter de nuestra poesía tienden casi con unanimidad a repetir, subrayar o enriquecer estas afirmaciones. El introvertido mexicano ha creado una poesía sobria, inteligente y afilada, que huye del resplandor tanto como del grito y que, lejos del discurso y de la confesión, se recata, cuando se entrega, en la confidencia. Una poesía que al sollozo prefiere el suspiro, al arrebato la sonrisa, a la sombra nocturna y a la luz mediana los tintes del crepúsculo. Ni sentimental ni sensitiva: sensible. Nuestra poesía, casi siempre académica, clásica en sus cimas, rigurosa y contenida, es una réplica a una geografía volcánica e indomada; representa el antípoda de una historia violenta y sanguinaria y de una política obscura y pintoresca; constituye el silencioso reproche a una pintura que, no contenta con declarar en los muros públicos, irrumpe en las luchas diarias y en lo que no es posible distinguir todavía, al cabo de tantos años, la paja con que se nutren ciertos críticos del país y extranjeros del polvo de la propaganda equívoca. En suma, si fuese verdadera la imagen que nos ofrecen los críticos, nuestra poesía sería la otra cara, la de la vigilia, de un pueblo que, si bien es callado y cortés, triste y resignado, también es violento y terrible, un pueblo que grita y mata cuando se emborracha o se enamora, aunque el resto del día permanezca hermético y velado, y que ha hecho, ciego y vidente a un tiempo, una revolución ayuna de teorías que no podemos calificar de universal sino de todo lo contrario: de intuitiva y obscura, cargada de pasiones más que de ideas, de impulsos más que de propósitos, explosión, más que revolución, de una conciencia reprimida.

México, uno de los pocos países que aún poseen eso que llaman color local, rico de antigüedad legendaria si pobre de historia moderna, parece que se siente avergonzado de estos dones, signos de su miseria y de su pureza, de su incurable incapacidad para vestir el uniforme gris de la civilización contemporánea. El mexicano necesita de la fiesta, de la Revolución o de cualquier otro excitante para revelarse tal cual es; su cortesía y su mesura no son más que la máscara con que su conciencia de sí, su desconfianza vital, cubren el rostro magnífico y atroz. México tiene vergüenza de ser y sólo en las grandes ocasiones arroja la careta, como esos adolescentes apasionados y taciturnos, siempre silenciosos y reservados, que de pronto asombran a las personas mayores con una acción inesperada. La historia nos enseña que la convulsión es nuestra forma de crecimiento. Bomba de tiempo, la sensibilidad mexicana parece complacerse en retrasar el reloj que ha de marcar el estallido final, la final revelación de lo que somos. Ese día, esa noche, subirá al cielo un árbol de fuegos de artificio y una columna de sangre. Mientras tanto, nos hundimos en nosotros mismos, preferimos el silencio al diálogo, la crítica a la creación, la ironía a la acción. El odio y el amor se abrazan en cada uno de nosotros y sus rostros se funden hasta volverse uno solo, indecible e indescriptible. Durante años hemos sentido hacia España un amor encarnizado, que nuestro orgullo encontraba culpable, y que nos ha llevado a negarnos, negándola; y hemos hecho algo parecido con nuestro pasado indígena. Nos despedazamos a nosotros mismos con un extraño gusto por la destrucción y devoramos nuestros corazones con júbilo sagrado. En nuestras manos gotea un ácido que corroe todo lo que tocan. Vivimos enamorados de la nada pero nuestro nihilismo no tiene nada de intelectual: no nace de la razón sino del instinto y, por tanto, es irrefutable. Jamás han sido expresadas por el arte o el pensamiento estas obscuridades y luces de nuestra alma.

Es innecesario extenderse en la consideración de la paradoja que parece constituir una literatura restringida, académica hasta cuando es romántica, frente a un país que nunca ha podido vestir con entera corrección el traje de la civilización racionalista. Después de Henríquez Ureña, Luis G. Urbina, Alfonso Reyes, Antonio Castro Leal y Xavier Villaurrutia, que coinciden en atribuir parecida tonalidad a la poesía mexicana, no parece arriesgado sostener que el espacio de tiempo en que vive no es el del amanecer, como la poesía popular española, ni el del mediodía, como la barroca, ni el de la medianoche del romanticismo sino el del crepúsculo. Poesía de crepúsculo, entre azul y buenas noches, de luz tímida, gris y con resplandores suntuosos y melancólicos. La angustia del crepúsculo, minuto de conciencia antes del vértigo, de lucidez frente a la sombra creciente, es una de las notas salientes de nuestra poesía. Y con la angustia, su luz: melodiosos y velados resplandores que, más que recordar el día que muere, anticipan a la noche naciente. Mas no sólo la luz y la angustia del crepúsculo: también el ruido, que no es el soñoliento del alba, en el que los gallos preludian la gloria de la mañana; ni el misterioso de la noche, poblado no de silencio sino de rumores silenciosos; ni, en fin, el de la plenitud del mediodía que, así como ciega con su luz, crea el silencio a fuerza de saturarse de las diversas músicas que vibran en el aire; sino un ruido muriente, murmullo, susurro mejor que murmullo, soplo, suspiro del día.

Poesía de crepúsculo: angustia, lucidez, resplandor velado, suspiro. Todo eso es la poesía mexicana: Othón y Díaz Mirón, López Velarde y Urbina, González Martínez y Pellicer, Goristiza y Villaurrutia. Al mezclar nombres tan diversos nos damos cuenta inmediatamente de que el tono crepuscular no define a toda la poesía mexicana, aunque sí constituye una línea, una atmósfera de cierta porción suya, pero antes de proferir cualquier juicio y atrevernos a condenar la opinión que intenta reducir la poesía a un solo tono –por otra parte, melódico y rico de matices, fugas y transiciones-, examinemos a algunos de nuestros poetas y, si esto es posible, determinemos su hora, su momento. Cada poesía se instala en una porción del día, en un instante irrepetible y pleno que, si no es infinito, sí puede ser eterno.

La hora de Díaz Mirón no es la hora íntima y crepuscular que se ha convenido en identificar con nuestra sensibilidad. Al contrario, es el mediodía pleno, lujoso, dorado, caliente, majestuoso e insoportable. El mediodía no poda al árbol de la mañana de sus gritos y esplendores visuales sino que los absorbe y los concentra en una sola luz amarilla y en un solo estruendo parecido al silencio. El poeta veracruzano convirtió el sol de su corazón en un diamante que ciega. Hay ejemplos abundantes en Lascas: Idilio, A ella, Beatus ille, Dentro de una esmeralda. Y sin embargo, el mejor poema de Díaz Mirón, los tercetos de El fantasma, es un nocturno, tan lejos del crepúsculo como del mediodía. Mediodía y medianoche: ¿no se trata de una versión en negro de la misma hora de plenitud, pues si una absorbe toda la luz, la otra funde todas las tinieblas?

Othón, el seco, el desgarrado Othón, sí posee la lucidez, la angustia, el resplandor herido del sol en el crepúsculo. He aquí, en tres versos, su cielo desolador:

 

Asoladora atmósfera candente

do se incrustan las águilas serenas

como clavos que se hunden lentamente.

 

Su corazón es como un águila herida, semejante al sol cuado se hunde, vencido y fiero, en la sombra. Pero su voz no es un suspiro, ni una queja. Tampoco sus paisajes tienen la luz suave del crepúsculo: son demasiado violentos, acusados y crueles. Su pudor no se vela sino que se muestra en una desnudez austera. No hay medias tintas en Othón. ¿Será porque el crepúsculo del norte es más violento, más viril y neto, menos complaciente que el del Valle de México? Luz y sombra, su hora inicia el crepúsculo y marca, no la unión, sino la enemistad de los contrarios: las cinco de la tarde.

A Luis G. Urbina le convienen todas las características que se han señalado como distintivas de la poesía mexicana. Voluptuoso y triste, suspirante y melancólico, su sensualidad perezosa lo lleva, tanto como su sentimentalismo, a la luz vacilante del día que muere, no sabemos si para gozar mejor o para recrearse con la idea de la muerte. Su poesía, en la que abundan los cielos aterciopelados, los oros y las púrpuras expirantes, es como la plata de los volcanes al atardecer: ni demasiado brillante ni demasiado opaca. Monótono y apasionado como una confidencia, es rico de matices y pobre de colores. No es nuestro mejor poeta, pero sí es uno de nuestros más queridos poetas. Su poesía es una graciosa y triste colina, que todos contemplamos con amor y a la que subimos con cierta nostálgica facilidad. Pero otros abismos y otras cimas nos tientan.

¿Cuál es la hora de González Martínez? Este poeta, tan distinto de Urbina, tiene cierto parentesco con él: también prefiere los tonos velados, pero no por sensualidad, sino por orgullo y pudor. Su poesía está llena de advertencias y avisos y –excepto en las ocasiones en que desciende al sermón- su índice esboza un gesto amistoso, lleno de simpatía; su queja nunca es un grito, ni siquiera un suspiro: más bien es una sonrisa estoica; su angustia es púdica y su sensualidad siempre prevé el castigo no tanto de Dios como del tiempo. Afirma la vanidad del placer y del conocimiento, no sólo por lo que tienen de inmorales, sino por lo que poseen de instantáneos, de efímeros. Lejos de horrorizarle la insaciable voracidad del tiempo, se abandona a su río de ruinas y nos advierte que todo es perecedero. Su obra está llena de jardines que la sombra empieza a anegar, jardines románticos y vetustos, un poco descuidados, con estatuas nobles y desiertos zócalos, verdeantes por la lluvia y el tiempo, con calzadas silenciosas, propicias al recuerdo y a la meditación; quizá no posea la trágica intensidad de Othón, pero tiene cierta constancia clásica, que la hace un río navegable, fluido siempre y al que siempre acudimos, no para contemplarnos o naufragar sino para meditar. Si la poesía de Othón es la de las cinco de la tarde, toda sombra y resplandor nítidos, crueles y enemigos, y la de Urbina la de las seis, nácar lujoso y mugiente, la de González Martínez es la de las siete: nos anuncia la noche.

López Velarde era un «payo», un provinciano y un gran poeta, que encontró los acentos más originales de nuestra poesía. Siendo tan de México, es difícil encontrar su hora, su tiempo. Su espacio es claro: su pueblo, de cielo cruel y tierra colorada; o la ciudad de México, gris y rojiza, empolvada, sórdida y milagrosa. ¿En qué hora situarlo: al atardecer, en la calle de Madero, ruinas del paseo de Plateros, o en un burdel postvillista, con olfato y angustia, pecador y creyente?; ¿o en una iglesia, permanente crepúsculo, llorando ante la Virgen, espantado de sí mismo, que contempla a la imagen con cierta sarracena codicia? Sacrílego e ingenuo, López Velarde crea una atmósfera de alcoba e iglesia, en la que no podemos distinguir si la luz es de la lámpara votiva o de la mesa de noche, y entre cuyas sombras es difícil adivinar si, sobre el lujo de un canapé o la dureza de una tarima, gesticula la muerte o el placer.

La poesía del humanista Alfonso Reyes es pudorosa y medida, pero estas cualidades no nacen, como en otros poetas, de la represión de una sensibilidad extremosa, sino que fluyen naturalmente de un temperamento equilibrado. Una poesía que, si aspira a las cimas de Mallarmé, no se rehúsa a las llanuras del habla viva y a los arroyuelos y bosquecillos de la poesía tradicional. Poesía de sobremesa y de siesta sensual, luminosa, de ojos entrecerrados y nostálgicos cuando sueña en la soledad de la estancia, de vivos ojos abiertos cuando departe y reparte la sal de la gracia y el pan de la cordialidad a los invitados. Ni llama ni hielo: brasa, tibia atmósfera, melancolía sin amargura. Más que nostálgica, añorante, más que angustiada, lúcida; más que sensual, voluptuosa; más que voluptuosa, epicúrea, en el más alto de los sentidos de la palabra. Pensamiento y ternura. Alfonso Reyes: con un ojo mira al cielo y con el otro hace guiños a la tierra. Su hora: ¿las tres o las cuatro de la tarde?

Pellicer es el poeta de la mañana, no del amanecer. Con él no nace el mundo; con él brilla. Apenas roza las cosas, las cambia, las metamorfosea: el caimán es un perro aplastado. Sopla sobre la creación y la ordena en un vuelo, en un arrebato mágico. Es el poeta del entusiasmo y del milagro, como otros lo son del asombro o de la angustia. Todo lo que toca resplandece. Sin duda es el más poeta de su generación: el que posee mayor aliento, mayor aire, mayor soplo creador. Todo lo que nombra ¡vuela! Pero a su vuelo le falta cierta fuerza de gravedad y a veces las corrientes celestes lo hacen encallar en nubes, estrellas y planetas. Como su hora, la de la mañana, toda júbilo e invitación al viaje, su obra es una promesa y una esperanza: la de la luz plena, la del pleno poeta que un día -¿dentro de cuántos siglos, años, días?- nacerá en México. Y así como la mañana es el anticipo, la profecía del mediodía, Pellicer es la prefigura del gran poeta que espera América.

La hora de Gorostiza es la de la madrugada. (Nos referimos a Canciones para cantar en las barcas. Su segundo libro posee un esplendor abstracto: mediodía cruel de la inteligencia, mediodía fuera del tiempo.) Madrugada de luz suave y amarga, un poco fría y húmeda, siempre tierna y deliciosa. Nos levantamos tarde y por eso somos poco sensibles a esta hora pura y afilada. La hora de la poesía naciente y del mundo naciente; el mar pierde en solemnidad lo que gana en inocencia y somos como un vaho en la soledad de la Tierra:

 

A veces siento ganas de llorar

pero las suple el mar.

 

Si Pellicer es el presentimiento de un gran poeta futuro, Gorostiza es la más alta realización, en México y en América, de una vieja y niña sensibilidad, la más secreta y permanente de nuestro idioma.

Xavier Villaurrutia es un poeta nocturno. Su hora no es la del crepúsculo, ni tampoco la medianoche romántica (por la que suspira y a la que aspira, pero para la que le sobra inteligencia y le faltan abandono, pureza y destino). Es un poeta desvelado, un poeta insomne, lúcido, sin sueño, sin revelación pero con sueños, con fantasmas. Esos fantasmas que surgen cuando ya han dado las doce y vemos avanzar las manecillas implacables que marcan la una, las dos, las tres, las cuatro… Espera con angustia el nuevo día, con la boca y el paladar secos, los párpados dolorosamente abiertos contemplando la aridez de una alcoba o de un espíritu. Solitario y dramático, asiste a una función sin espectadores, a un monólogo en el que se juzga y condena. Y al condenarse al hastío y al infierno del aburrimiento y la esterilidad, logra arrancar, difícil y penosamente, de esas rocas impías, extrañas chispas eléctricas: sus poemas. Xavier Villaurrutia, rico de sensibilidad y pobre de fantasía, inclinado sobre unas cuantas imágenes como sobre una constelación fatídica, ha escrito unos cuantos poemas que, por su perfección, se me antojan como un grupo de estatuas nocturnas, a solas con la noche y la muerte. Esos poemas poseen la dureza de las piedras preciosas y su luz fría; la angustia, la soledad, el peso y el paso de las horas han cristalizado en estas construcciones a un tiempo heladas e incandescentes. Y así, una vez más, la transmutación poética se nos revela como una alquimia superior, cuya materia prima es el tiempo.

No, el crepúsculo no define a todos los poetas mexicanos. Cada uno tiene su hora, su espacio y su luz propia. Pero en todos ellos vive la misma poesía, porque la poesía es, como quería Baudelaire que fuera Dios, lo único común a los poetas. Lo otro, la hora, la atmósfera, la sensibilidad particular, el acento, son las inevitables, necesarias, adherencias de la persona y la circunstancia. Émula de la llama, la poesía cambia de color y de formas pero a todos, lectores y poetas, a los que la gozan y a los que la sufren, nos devora. Fénix de nuestras humanas cenizas, vuela hacia un cielo desconocido: la huella de su vuelo, el poema, es la nostalgia o el presentimiento de ese cielo.

 

México, 1942

 

[«Émula de la llama» se publicó en Las peras del olmo, Universidad Nacional Autónoma de México, 1957. Incorporada a Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Obras completas. Edición del autor, tomo 4, Círculo de lectores/Fondo de Cultura Económica, 1ª. Ed. Barcelona 1991, 2ª. Ed. México 1994, 4ª reimpresión 2006, pp. 53-59]

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Octavio Paz

Poeta y ensayista. Premio Nobel de Literatura en 1990. Premio Cervantes en 1981. Nació el 31 de marzo de 1914 en la ciudad de México y murió el 19 de abril de 1998 en esa misma ciudad. Su obra es vasta y multiforme que ha merecido la atención de los estudiosos en el ámbito nacional e internacional. Lo tomamos en algunos de sus fragmentos a manera de homenaje a este pensador de nuestro tiempo.