El escriba, su muerte y el ego
- Román Sánchez Zamora
Algunos aspiran a ser escribas, otros solo llegan a ser dictadores, otros más viven muy bien, por vivir en los bolsillos e intereses de esos dictadores, los hay por encargo, por interés o porque nacieron para la sumisión perpetua.
Más allá de Fernández de Lizardi es preguntarse para quién es la obra, para jóvenes que buscan aprobar una materia, para estudiosos de la filología, para los analistas desde la hermenéutica, quizá su poética o solo la crítica de contar las páginas y pensar que le genialidad se mide por gramaje.
El ego mata, hiere, impulsa, sobaja a la bestia, al genio que su genio lo bajó por las pasiones que debió controlar hace tiempo.
El escriba busca, sin miramientos, sin contemplaciones al poder enmudecer, entristecer, envalentonar, el despertar al científico que existe en el más burdo de los infortunados.
Su ego se encuentra satisfecho y crecido cuando ve sus letras publicadas y en tiempos de lecturas simples, quien se le opone le agradece, mira, discute, trata de convencer, más allá de la filología, del motivo de sus letras e intención final, pero ya es ganancia.
Los invitados a su mesa de discusión son selectos, quienes puedan entender, no cualquiera es parte de esas mesas de burdos poderosos e ignorantes que solo blasfeman a la razón que salen de sus labios, rescoldo de placeres simples.
La ira entonces del escriba se turba y busca más letras para modificar obras hechas, publicadas, pero jamás concluidas.
La muerte del escriba está cuando es reconocido y se transforma en piedra, en diploma o nombre de un aula, su ego esta satisfecho pero su alma muere todos los días, se ahoga en su vómito, en su amor más grande.
Un escriba cuando muere es cuando más habla, sueña, enamora, ilusiona y promete.