Secretos y culpas de vida
- Román Sánchez Zamora
El ilustre Gran Comendador del Ejército, Herminio, fue reconocido en el pueblo.
Desde ese día se fue a vivir en esa casona, a orillas del pueblo.
Salía muy poco, además era un hombre mayor, pero su porte siempre impecable, cuando salía de civil, o de militar con todas sus insignias, medallas y esa botonadura dorada, lo hacía ver más importante que el presidente municipal que siempre lo ponía a su lado.
Al pasar a la secundaría, mi papá dijo que necesitaba un buen ejemplo para mi vida. En dos años tendría yo que partir del pueblo para seguir mis estudios y me llevaron con él para asistirlo, mi papá era un hombre respetado en el pueblo.
Siempre le dije mi general, desde que le tomé la mano al saludarle ese día que me llevaron a su casa.
Un tipo generoso, me comentó que yo le recordaba a él de joven, por ser discreto y cumplir a cabalidad todas sus órdenes, me dijo que parecía yo militar y me sentí profundamente agraciado.
Seguí trabajando para él, aun estando en la ciudad. Llegaba los viernes en la noche y me quedaba en su rancho los fines de semana y muy temprano lunes siempre regresaba a la escuela; a casa de mis padres solo iba los sábados en la tarde-noche.
Un sobre amarillo cada semana a la misma persona.
-Juan, esa persona sufre, perdió una pierna; ante la novatez de un muchacho que nunca dijo lo que hizo, desde entonces siempre he visto por él, era un tipo que seguro habría sido mejor militar que yo.
-Él nunca dijo quién fue, y no podría saberlo si las luces estaban frente a él y la metralla de un joven novato y borracho.
“Agradezco tu honradez”, me dijo la última vez que charlamos.