En la esquinita de la cama

  • Alejandra Fonseca
Ese maltrato emocional que la persigue, para matar o morir.

Dijeron que los domingos eran días para descansar. Pero ella sabe que son los miércoles, porque son los días que se despierta contenta de que puede quedarse en casa, acostada en la esquinita de su enorme cama, en la penumbra. Desde que abre los ojos a las cinco de la mañana, sabe que puede llorar sin que nadie la moleste ni la distraiga, sin que tenga que abrir la puerta o responder el teléfono, sin que nadie la vea y pregunte por su palidez y sus ojos hinchados. Acurrucarse en posición fetal en la oscuridad, en silencio y soledad para abrigarse en el vientre de la vida, sintiéndose incondicionalmente querida y apreciada. Poder llorar a sus anchas el vacío que siente el resto de la semana, por miedo a salir al mundo, por miedo al infierno que representan “los otros”. Pero sobre todo, por el miedo a dejar salir el dolor que lleva dentro y no poder soportarlo; miedo al miedo de sentir que no puede controlar este dolor que ya la rebasa... Angustia y ansiedad que se han convertido en constantes ataques de pánico que llegan al saber que no tiene con qué resistir ni enfrentar lo que lleva ahogando, vivo y vibrante, adentro, sin ser capaz de entrar, ni siquiera imaginar, la vida después.

Tiene flashazos de memoria, imágenes cortadas, escenas fragmentadas sin secuencia ni lógica, de ella, cuando niña, totalmente apanicada en la esquina solitaria de un cuarto vacío con paredes de un blanco cegador, y un monstruo, con rostro y cuerpo de mujer, que la arrincona, gritándole ensordecedora e invariable, y ella atrapada sin salida, resistiendo la ignominia. No sabe qué dice ni a qué se refiere, no sabe si el fantasma le recrimina y la acusa con gritos de un hecho real o si es su mente, con ese maltrato emocional que la persigue, para matar o morir.

Nunca antes había buscado tanto a su Ser Interior; nunca antes lo había llamado por su nombre en voz alta, ni desear encontrarlo como ahora, y decirle que es lo único que quiere en este mundo, porque sabe que si no lo encuentra, ella se perderá en este insoportable dolor que terminará con su vida por propia voluntad y propia mano, cuando todavía no es su tiempo de partir.

De paso, en algún video que vio por internet, taladró su mente escuchar a una mujer adulta confesar que, un día, cuando adolescente y sentirse sucia, llegó al límite al recordar el aliento de su violador en su nunca de niña, y decir: “Dios, si me quitas este dolor, te prometo, ¡te juro! que dedicaré mi vida a ayudar a la gente a salir de este dolor como el que estoy sintiendo”.   

Era su momento y llegaba en miércoles, su día de descanso; en días y semanas anteriores los ataques de pánico se habían anunciado uno tras otro, día tras día, a cada momento sin pretexto y sin tomar nota. Según ella, los dejaba llegar hasta donde los podía controlar, pero desde el día anterior, por la tarde, ya no pudo… Llegó el momento en que el pánico la rebasó con la misma intensidad y fuerza que había tenido para asfixiarlo, en el límite de lo insoportable.

Lloró, lloró y lloró desatando el llanto que la niña cegada en el rincón debió haber llorado, pero que ahogó y enterró en su interior por temor a que ese llanto se la llevara; lloró como sólo a su madre había escuchado llorar ante el desfallecimiento de su padre. Lloró por sentirse culpable, atrapada y perdida en un laberinto sin fin y sin esperanza; lloró y sintió más miedo y pánico que nunca, al darse cuenta que  el monstruo es su mente; llanto y desesperación por temor de que en vez de llegar al punto de quitarse la vida, llegara el punto de tener un derrame cerebral o infarto, y que la vida permaneciera, y fuera peor de lo que había sido.

Se acostó y acomodó en posición fetal en la esquinita de la cama donde por alguna razón, en penumbra, es el único lugar del mundo donde encuentra consuelo. Tomó sus propias manos, una con otra; sintió la presencia, el calor de la cercanía, la pertenencia certera y, por fin, se sintió segura y protegida para poder echar fuera ese dolor mudo de tantos años, con un llanto estruendoso enterrado en su interior desde muy niña, y que sólo así podría salir: fundida con los únicos seres en quien puede confiar y la pueden consolar; dejándose llevar al respirar su fragancia: es por ella, a través de ella, que atraviesan caminando, tomados de las manos.

alefonse@hotmail.com    

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Alejandra Fonseca
Psicóloga, filósofa y luchadora social, egresada de la UDLAP y BUAP. Colaboradora en varias administraciones en el ayuntamiento de Puebla en causas sociales. Autora del espacio Entre panes