La Novela

  • Ignacio Esquivel Valdez
El encuentro con un extraño profesor de literatura lleva al testigo a un descubrimiento inesperado.

Seis con diez de la tarde, de nada sirvió apurarme para llegar puntual. Un último intento con este timbre escandaloso y me voy. Al terminar de gritar el aparato, la puerta de la casa se abre con timidez y por ella sale el profesor que impartirá el curso de apreciación literaria. Llega al portón y disculpándose me invita a pasar. La casa es de dos pisos con cantera labrada en los bordes de las ventanas y la herrería que parecen ser tallos y hojas, como muchas de las casonas de la Condesa. Atravesamos el patio y al fondo veo un jardín con el pasto pálido y los arbustos secos.

 

            Al entrar a la casa el ambiente huele a aire encerrado. Una alfombra enrollada es el único objeto en el vestíbulo. La sala tiene sillones de madera con el barniz opaco y el tapiz desgastado y sin color, no dudo que esté lleno de polvo. Algunas sillas del comedor están volteadas sobre otras más, pues les hace falta una pata. Me pide que me siente en la sala y que esperemos otros diez minutos por si llegan más participantes, mientras él termina un asunto. Con cortesía fingida me dice: “Estás en tu casa, con confianza prepárate un café, en la estufa hay un recipiente para calentar agua”. Lo dice gritando mientras se aleja, entra a un cuarto y cierra la puerta.

 

            En la cocina hay trastes sucios en el fregadero, una licuadora desarmada en la mesa, y la alacena entreabierta muestra latas y cajas vacías. Tomo el recipiente de la estufa que al menos parece estar limpio y lo lleno con agua del garrafón. No encuentro la forma de encender la estufa, probablemente se prenda con cerillos y como no traigo pienso en pedirle a mi anfitrión. Me acerco al cuarto donde se metió y al levantar la mano para tocar la puerta, unos gritos provenientes del interior me lo impiden. Pareciera estar regañando a alguien que sumisamente guarda silencio. Vuelvo al vestíbulo y me quedo sentado, los gritos continúan y me siento un poco intimidado. No puedo saber si los diez minutos de espera han transcurrido. Al tratar de averiguarlo, me doy cuenta que el reloj de la pared en la sala mar las once y cuarto, peor el segundero está inmóvil.

 

            Los gritos cesan y decido aprovechar para acercarme y decir que volveré en otra ocasión. Una situación como esta es incómoda para cualquiera, pero siento tanta necesidad por salirme de aquí que no me importa interrumpir. Al llegar a la puerta se abre un poco, me asomo y a primera vista no hay nadie, sólo un librero que ocupa toda la pared, lleno de ejemplares encuadernados en piel. Abro más la puerta y veo al profesor de espaldas sentado frente a un escritorio con la vista fija en un manuscrito. Me paso y como no voltea, creo que no me escucha. Le toco el hombro y no reacciona, sigue mirando las hojas y después de unos segundos me muestra el título: “Autobiografía”.

 

            Cuando pregunto qué pasaba, me dice mirando al techo: “Como todas las personas yo sueño en las noches, pero he tenido un cierto tipo de ellos muy especiales, llenos de detalle, consistencia y continuidad que me pareció buena idea escribirlos. Al revisar los manuscritos me di cuenta que una novela se estaba escribiendo sola, mi creatividad subconsciente era portentosa, pero mi asombro fue todavía mayor al ver que después de escribir, el sueño se cumplía. Una experiencia, una posesión, una relación se materializaban desde el sueño a la realidad pasando por la pluma, era un prodigio y mi fascinación por este fenómeno me hizo olvidarme de mi trabajo regular, mi vida personal y hasta descuidé mi patrimonio. Vivir mi derivada de los sueños me hizo descuidar mi vida real hasta hace dos días en que tuve el último sueño y no había tenido el valor de escribirlo. Era el final preciso, el pináculo de una obra maestra, tan perfecto que no tuve más remedio que plasmarlo hoy en el papel y reprocharme airadamente no haberlo hecho antes”.

 

            El profesor comenzó a llorar con sollozos discretos, pero con lágrimas tan abundantes que colocó sus manos en el rostro y me permitió ver el final de la novela: “La pluma cayó de sus ya laxos dedos después de haber completado su más caro anhelo que no lo cubriría de la gloria literaria, sino de una benévola y satisfactoria muerte.”

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas