Rosita

  • Ignacio Esquivel Valdez
Famosa historia. Famosa canción. La historia antes de los tres tiros de Hipólito.

Cuatro luces iluminan tu cara, ahora serena. Las llamas ondean con tristeza y funden la cera que resbala como esas lágrimas que yo mismo no puedo derramar. En medio de un monótono murmullo te recuerdo.

                Fue una tarde de sábado cuando nos conocimos. Era el día de tu santo y yo acababa de llegar de San Luis Potosí. Al presentarnos tu padre, yo prendado de esa linda cara morena. Desde entonces fui tu inseparable compañía a todos lados, sin que nadie reparara en ello, ni siquiera en los bailes. Nadie más que yo tenía el privilegio de enredarme en tu brazo deleitándome con la suavidad de tu piel, y de seguro hasta las envidias se despertaron cuando pude rozar tus hombros apenas descubiertos en los que si alguien se atrevió a poner un ojo, yo me encargué de impedirlo.

                A pesar de que había otros, yo era el elegido para ir al mercado, al catecismo o a cualquier mandado. Los ratos en que nos apartábamos eran para verte afanosa en tus quehaceres, siempre de buenas, con una sonrisa apenas dibujada, pero eterna, pues hasta dormida parecías tenerla.

                La noche que te llevaron gallo te levantaste sin subir la luz del quinqué. Discretamente asomaste tus traviesos ojos por la ventana para ver de quién se trataba. Pobre del valiente autor de la serenata, en verdad me dio lástima, no cantaba mal, pero además de soportar el frío, tu papá lo corrió pistola en mano, mientras yo era quien te abrazaba dentro de la casa.

                Recuerdo que un domingo al salir de misa pasamos por unas flores que tu mamá encargó. Una loca idea pasó por mi mente, yo mismo quise darte unas rosas que hicieran honor a tu nombre, las más coloridas, las más frescas y fragantes, sin embargo mi torpeza y una espina hicieron que el ramo llegara al suelo. Diste disculpas en mi nombre y mi intento de galantería se convirtió en vergüenza, empero, se desvaneció al escuchar tus delicadas carcajadas que contagiaron al vendedor.

                Ahora, mi Rosita, en medio de las cuatro luces, sigues siendo la alegría hecha mujer, ni siquiera las tres cobardes muestras de despecho que lanzó el Hipólito te hicieron perder esa expresión tan tuya, sigues sonriendo como cuando te veía dormida.

Seguiremos juntos, es el consuelo que tengo, ya no para impedir que el sol intente verte o que el viento quiera acariciarte. Por ser tu fiel rebozo, Rosita, de mortaja te serviré.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas