El héroe discreto de Vargas Llosa
- Fidencio Aguilar Víquez
A la memoria de mi mamá,
doña Obdulia Víquez,
en este aniversario de su partida.
Un camionero, bueno, el dueño de una compañía de camiones en Piura, Perú, y un dueño de una compañía de seguros en Lima, también Perú, protagonizan esta historia que corre paralela y, casi al final, o más bien, al final, se cruza para dar pauta a una suerte de reconciliación con la vida, con el azar y con el destino. Es cierto, se trata de una especie de heroísmo sin la cualidad esencial de éste: el sacrificio supremo y sublime, en grado extremo, de entregar la vida.
Por el contrario, el drama mismo de la vida, con que se teje la vida cotidiana de cada ser humano, es de lo que está hecha esta historia de personas comunes y corrientes. Así son, por un lado, Felícito Yanaqué, el camionero, a quien su padre le había dicho poco antes de morir en medio de la pobreza: “No te dejes pisotear por nadie, hijo”, y por el otro lado, Ismael Carrera, quien, a punto de morir, escucha que sus dos hijos esperan su deceso para hacerse de la herencia de una manera pragmática y sin la mínima consideración a su moribundo padre, cosa que indigna sobremanera a éste y le inyecta ansias de vivir para dar una lección a los bribones vástagos.
Al camionero, un buen día, le llega una carta anónima que, a nombre de un grupo mafioso, le pide dinero a cambio de protección; firma una arañita. Yanaqué, que es el apellido del camionero, publica en un diario local su negativa y se vuelve un hombre popular que concita la admiración y solidaridad de los piuranos. Y este es el hecho que prácticamente motiva esta primera historia.
La otra historia, la del dueño de la aseguradora, tampoco tiene desperdicio; recuperado de su infarto, Carrera, que era viudo, decide casarse con su sirvienta Armida para que su fortuna no la malgasten sus ingratos hijos (a quienes ha dado parte de la misma en vida) y, desde luego, viene todo el enredo y el drama, acentuados ambos por la repentina muerte del viejito recién casado cuando ha regresado de su luna de miel.
Desde luego, no contaré toda la historia (no sé por qué algunos se molestan por contar historias de otros, quizá ahorrándoles la lectura misma, no lo sé), sólo diré algunas de mis impresiones y algunos momentos que me llamaron la atención, es decir, algún subrayado que hice a lo largo de la lectura.
El primer subrayado que hice son las palabras de un sacerdote que aparece en la historia; se trata del padre José O’Donovan, amigo de Rigoberto, el brazo derecho del dueño de la compañía de seguros, y quien tiene un hijo adolescente que dice ver a una persona que le dice cosas (un tal Edilberto Torres). Como todo está extraño con Fonchito, el adolescente, Rigoberto y su esposa deciden solicitar la ayuda del clérigo. En la plática, luego de haber platicado con el chico, el sacerdote les dice a los padres:
Los seres humanos, cada persona, somos abismos llenos de sombras. Algunos hombres, algunas mujeres, tienen una sensibilidad más intensa que otros, sientes y perciben cosas que a los demás nos pasan desapercibidas. ¿Podría ser un puro producto de su imaginación? Sí, tal vez. Pero podría ser también otra cosa a la que no me atrevo a ponerle nombre, Rigoberto. Tu hijo vive esta experiencia con tanta fuerza, con tanta autenticidad, que me resisto a creer que se trate de algo puramente imaginario. Y no quiero ni voy a decir más que eso. (Vargas Llosa, 2013: 176)
La historia del camionero se complica cuando se descubre, y esto lo hace el oficial de la policía que anda rondando a la secretaria de aquél, que detrás de la extorsión se encuentra la amante y el hijo de Yanaqué, que a su vez se han enredado y se han vuelto amantes. Doble golpe para el camionero. Estas son sus palabras:
-No me digas que no te diste cuenta de lo más obvio y evidente, Lituma –el sargento comprendió que su jefe hablaba muy en serio, con absoluta convicción. Lo hacía mirando al cielo, pestañeando sin tregua por la resolana, exaltado y feliz-. No me digas que no te diste cuenta que la Mabelita del potito triste nunca estuvo secuestrada. Que es cómplice de los chantajistas y se prestó a la farsa del secuestro para ablandar al pobre don Felícito, al que también ella querrá desplumar. No me digas que no te diste cuenta que, gracias a la metida de pata de esos conchas de su madre, el caso está prácticamente resuelto, Lituma. Rascachucha ya puede dormir tranquilo y dejar de jodernos la paciencia. La camita está tendida y ahora sólo nos falta caerles encima y empujársela hasta la garganta. (Vargas Llosa, 2013: 189).
En el primer párrafo que he citado se encuentra la sensibilidad del adolescente, que rebasa los límites de la vida ordinaria y se coloca en un mundo invisible pero no por ello menos real: el de las aspiraciones, los deseos, las inspiraciones y los valores. Que dejemos de verlos por interés o pragmatismo no significa que no existan, pero se requiere sensibilidad.
En el segundo párrafo se encuentra la lógica, la genialidad si se quiere, de lo que significa investigar, buscar, encontrar. En este caso es experiencia y habilidad para leer los contextos e inferir conclusiones. Es la mentalidad del estratega y, en sus proporciones, del político: leer las circunstancias y saber moverse en ellas.
Esto es lo que, a grandes rasgos, me deja la lectura de este libro de Vargas Llosa. Otro libro suyo, La verdad de las mentiras (2007), me acercó hace algunos años al mundo de la literatura, y me llevó a interesarme también en la obra de Octavio Paz. Hace poco más de un año que he comenzado a leer a nuestro Nobel de literatura y me he encontrado con todo un mundo nuevo: el de la poesía. Sin ésta difícilmente nos humanizaríamos, ¿de qué otra forma?
Este año se cumple el centenario del nacimiento de Paz, igual que el de José Revueltas; sin duda surgirán muchos homenajes (el oficialismo nacional o local sin duda hará lo suyo); nosotros no podemos hacerles sino el homenaje más digno: el de leerlos, porque con ello nos nutriremos de esa sensibilidad que hace a los hombres y mujeres auténticos seres humanos, capaces de dialogar y de comunicarse.
Esa es la misión de la literatura, sin duda; y no querría terminar esta comunicación sin citar lo que para Vargas Llosa es la tarea de la literatura:
<<(...) Su misión es agitar, inquietar, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos: su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora, aun cuando para ello deba emplear las armas más hirientes y nocivas. Es preciso que todos lo comprendan de una vez: mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura, la violencia es una prueba de amor>>. (Armas Marcelo, 2010: 16).
Desde luego, no reniego de la filosofía, claro que no, siempre hay que ser riguroso en el pensamiento, pero siempre hace falta la pasión, y sin literatura no hay pasión. Rigor y pasión son un buen binomio. ¿Se imagina, amable lector o lectora, analizar con rigor y pasión los asuntos públicos, la cosa pública, las instituciones de interés público y los temas de actualidad? ¿Con lógica e imaginación?
Referencias bibliográficas:
Armas Marcelo, Juan José (2010): Vargas Llosa. El vicio de escribir, 1a. ed., Temas de hoy, 1991; De bolsillo, 1a. ed., México.
Vargas Llosa, Mario (2007): La verdad de las mentiras, Santillana, 2002, Punto de lectura, Madrid, 1a. ed. abril 2007, 2a. ed. septiembre 2007, 438pp.
Vargas Llosa, Mario (2013): El héroe discreto, Alfaguara, Santillana, México, 1a. ed. Junio, 383pp.
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Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).