La toma mundial del Capitolio

  • Arturo Romero Contreras
Trump sigue imponiendo sus intereses por medios para o extralegales a conveniencia

La historia del bully que asciende para luego caer estrepitosamente es un tema clásico en la narrativa que nos fascina. Pero este no es el caso de Trump. La toma del Capitolio no representó su “suicidio político”. Trump estaba muerto para la política institucional desde que el número de votos en términos del Colegio Electoral lo favorecían. Su estrategia de impugnación fue ya patética. Mirar a Giuliani era parte de una farsa. Trump solamente continuó una estrategia que ha utilizado a todo lo largo de su vida: avanzar sus intereses por medios para o extralegales cuando la institución no le favorece. Lo hizo para evadir impuestos. Lo hizo para golpear enemigos políticos. Lo hizo para impugnar la elección. Y lo hará ahora de la forma más violenta posible. El caldo de cultivo idóneo es aquel donde las instituciones usuales han perdido su legitimidad. Nadie clamará por su respeto. Nadie las defenderá seriamente. 

 

¿Qué significa la toma del Capitolio? Como buen republicano conservador Trump apoyó la posesión de armas por parte de ciudadanos, primer artículo del catecismo de la Asociación Nacional del Rifle. Esas armas son las que se encuentran en posesión de las llamadas “milicias” (es decir, pandillas) supremacistas blancas que apoyan a Trump. Estas armas tienen un poder real de fuego, pero también un poder simbólico: les permiten identificarse con las milicias de los confederados, levantándose en nombre de la América esclavista, pero ahora no contra la población negra, sino contra los “extranjeros”. La toma del Capitolio constituye el mayor aporte que Trump pudo hacer a estos grupos. Les dio el regalo de la legitimidad: una elección robada. Y les dio una agenda: luchar por todos los medios (especialmente violentos) contra del gobierno de Biden. Toda su agenda, sus acciones, sus opiniones serán motivo de respuesta “urgente”, que seguramente veremos en la forma de violencia callejera contra población negra, latina, LGBTT+, “extranjera” en general, mujeres… No importa si Trump se queda como su cabeza. No tiene la madera para ello. Salpica con comentarios que incitan, pero no tiene la capacidad ni el interés para organizar gente. Siempre dependió de la estructura del Partido Republicano. Sin embargo, no lo necesita. Esos grupos han sido bendecidos. Tienen un discurso de legitimación y tienen una agenda (borrosa y sobre todo negativa, de estorbar a un gobierno, pero a fin de cuentas permite congregar gente). 

 

Se ha dicho que sobreviene una guerra civil. Esto es impreciso. Trump ha reactivado la vieja Guerra Civil. El político de clases desfavorecidas gusta de empoderar a sus bases por medio de identificaciones con figuras poderosas de la historia. Les endulza el oído diciendo que ellos descienden de reyes o héroes. Los movimientos sociales necesitan también revivir algún poder antiguo del pasado. Como recuerda Marx en su 18 Brumario de Luis Bonaparte, Lutero mojaba su pluma en una imaginaria tinta de Pablo de Tarso, los revolucionarios franceses se envolvían en republicanas togas romanas y Luis Bonaparte se adornaba con el apellido de su tío, para defender una monarquía improbable. 

 

La política no puede constituirse sin la cita, sin la referencia a otro tiempo, lo que produce una densidad que la existencia, siempre en riesgo de desintegrarse en su puntualidad, no posee de suyo. Pero hoy la variante es muy peculiar. No se trata del mero retorno de los muertos vivientes, sino del retorno de los espectros de los derrotados. No, no hablo de los aplastados, de los condenados de la tierra. Hoy retornan por la derecha quienes fueron vencidos para bien. El asalto al Capitolio debe instruirnos sobre ello. Lo tomaron los Confederados. Los poseedores de esclavos derrotados en 1865. Desde luego, se trata de un disfraz (el poseedor de esclavos) tomado por los verdaderos esclavos del capitalismo, clases desposeídas que han recibido los escupitajos de las élites. Sabemos que la base de apoyo de Trump proviene de los sectores más dañados por las políticas sociales y económicas mundiales de las últimas décadas. 

 

El Capitolio lo tomaron lo más impotentes que, en un delirio alimentado por Trump, se identificaron con un grupo derrotado y ahora vuelven para el segundo round. La razón no es difícil de comprender. Se trata de retroceder a la coyuntura que decidió la cara contemporánea del mundo, se trata de ir al punto de bifurcación de la historia. Los Confederados perdieron la guerra y E.U. surgió de ahí. Los neoconfederados quieren retornar en su máquina del tiempo a ese punto crítico para tomar el otro brazo. Si en la ficción nos preguntamos ¿qué hubiera pasado si los otros hubieran ganado? Ellos lo hacen de facto. ¿Qué pasaría si esa guerra no hubiera nunca terminado? ¿Qué pasaría si estuviéramos todavía en el siglo XIX? 

 

En 1945 surgió lo que acostumbramos llamar el orden mundial. Entre el estado de bienestar y los neoliberalismos se traza el arco de una organización social mundial fincada en la economía y que prometía poner fin a la guerra. Lo sabemos, la economía es salvaje, una segunda naturaleza, que vence, como dice Dupuy, la (mala) violencia con (buena) violencia. Es la promesa no del fin de la violencia, sino de su regulación. El “monopolio legítimo sobre la violencia” que debe tener el Estado según Weber representa bien dicha promesa. Esto es lo que rigió de 1945 hasta la toma de posesión de Trump en 2017 y que Hardt y Negri llamaron el orden mundial. Éste tenía a E.U. como cabeza militar (la dimensión monárquica), a los grandes monopolios como cabeza económica (la dimensión oligárquica) y a la sociedad civil como la cabeza popular (la dimensión democrática). Trump no se alejó del carácter bélico de E.U., sino de su liderazgo internacional como cabeza de la OTAN. No combatió lo grandes monopolios, pero sí aquellos surgidos en el “libre mercado”, para favorecer a los nacionales. Y tampoco suprimió el mundo de las redes sociales, pero sí buscó apropiárselo, desautorizando a los medios que lo criticaban y poniendo en cuestión el juego de los medios que constituía algo sagrado para la sociedad norteamericana.  

 

Cayó el orden mundial, no el capitalismo. Cayó su versión liberal, pro-democrática (en su versión partidista, claro está), multicultural (pero para nada internacionalista, mucho menos igualitaria) y neoliberal (entendiendo por ello la problemática relación entre una ideología, una teoría económica y una economía de hecho). Frente a este derrumbe y sin expectativas de avanzada, el mundo entero miró a los muertos, al pasado. Pero como hemos dicho, los muertos se miran por muchos motivos. No se invocó la figura heroica de un antepasado para ensayar un orden nuevo. Por el contrario, es como si las derrotas históricas no hubiesen ocurrido. El confederado trumpista dice: perdimos la primera batalla, pero la Guerra Civil no ha terminado. Lo vemos en todo el mundo. El español más desposeído se siente de la realeza y sentencia: la conquista continúa, la liberación de la indiada fue un mal episodio, pero tranquilos, que ya volvemos con la civilización. Ocurrió a propósito de un comentario del presidente mexicano sobre España y su obligación a pedir perdón por las masacres indígenas. La respuesta fue clara: nobleza y desposeídos se sintieron ofendidos, lo que sólo se explica por su completa identificación con el imperio perdido. En Alemania no es distinto: la derecha en ascenso no tiene nada de nueva, sino que se entiende como la revancha de los fascistas derrotados en el 45. Y así por todo el planeta. El pasado no está a salvo. No hay nada ganado. Las más mínimas conquistas se pueden revertir. 

 

Súbitamente: las guerras de independencia de América, Asia y África se reactivan. Los poderosos derrotados proclaman: ¿no lo ven?: su liberación ha traído el mal y el desorden. Es tiempo de que volvamos a tomar las riendas y para ello es preciso retomar las guerras interrumpidas. Sí, las independencias, pero también la Guerra Civil estadounidense, pero también las luchas fascistas. Retornar al punto de inflexión para cambiarlo. Es el tiempo de la revancha. El terreno es el capital-liberalismo desautorizado (que no derrotado de facto, claro está). Y el justificante es la falta de alternativas, incluso de utopías alocadas.  

 

Cuando no hay alternativas a futuro, todos miran hacia atrás. Los más progresistas miran los años gloriosos de proyectos fallidos del pasado y buscan una auténtica restauración. Se preguntan: ¿qué pasaría si los gobiernos con corte social del siglo XX no se hubieran “pervertido”? Lo más conservadores buscan reavivar alguna lucha para poder desplegar su violencia y su resentimiento y, desde luego, recuperar poder político. Lo vemos ahora y lo veremos en todo mundo: conflictos pasados y modelos acabados se reavivan. El futuro es brumoso en política: nadie sabe a qué nuevo lugar ir; y claro en materia social y climática: la catástrofe. Pero si no penetramos políticamente en el futuro, aunque sea con la timidez de la fantasía, pronto estaremos asediados por los fantasmas de todas las guerras que creíamos terminadas y nos veremos en batallas, eso sí muy reales, luchando simultáneamente en múltiples épocas del pasado. 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.