La minga indígena: desafío al poder constituido

  • Marcela Cabezas
Qué sigue a la ejemplar marcha de los pueblos indígenas y campesinos colombianos

Mucho se informó y desinformó acerca de la travesía de la minga indígena para llegar a la capital del país, Bogotá. Colombia es un país con un sistema político centralizado y la casa del ejecutivo se ubica en la gran metrópoli a la usanza del presidencialismo tradicional. De allí que, poco sabe el centro de la periferia y poco conoce ésta de la gobernanza de aquella que no responde a las necesidades neurálgicas de un pueblo expuesto hoy al exterminio ¡otra vez!

Una gran inquietud merodea hoy en los pasillos, qué se sucede posterior a la ejemplar marcha cívica encabezada por nuestros pueblos indígenas y campesinos recientemente.  Tras el alboroto algo queda claro, pervive la visión del indígena como una minoría social y política tras más de quinientos años de conquista española y el presidente continúa ocultándose tras el banquillo presidencial frente a la creciente crisis política y social del país cafetero.

La minga indígena es una práctica ancestral de los pueblos indígenas de los Andes, obedece a una organización social autónoma en el territorio y tiene como objetivo lograr un propósito en común. En la búsqueda de dicho propósito se comparte en comunidad ya que no distingue de edad ni sexo, y es también una fiesta comunitaria que adquiere vida y sentido propio; de allí que ésta no empieza ni termina en marchas y protestas, sino que aquellas constituyen solo un momento de la minga (1).

Hace unos días los voceros mingueros manifestaron la intención de marchar pacíficamente en parvada desde el suroccidente colombiano hasta la capital del país, hecho que causó revuelo en las autoridades políticas debido al eminente impeachment al presidente electo, y que por ende embelesaron en la amenaza potencial de aumento de contagios de covid 19.

Teniendo la minga el propósito central de reclamar la defensa de la vida e integridad de sus comunidades que vienen siendo exterminadas no sistemáticamente como en la colonia, pero sí de a poco y a escala creciente.  Supo replicar bien el gobierno la consigna de que la manifestación estaba infiltrada por actores ilegales y que a su vez repuntaría la pandemia, que podría decirse que “el príncipe” se resguardo en su fortaleza y evadió la responsabilidad inminente para la que fue elegido.  Dicen por ahí que basta con jactarse de que Colombia posee la democracia procedimental más antigua y estable de América Latina, y ¿dónde queda entonces la democracia consustancial?

Los hechos hablan por sí solos, un país político que poco debate y toma medidas serias sobre el creciente exterminio de líderes sociales campesinos, indígenas y afrodescendientes, teniendo su mayor aumento bajo el gobierno de Duque tras múltiples denuncias e investigaciones que no avanzan, deja mucho que desear.

No es raro entonces que uno de los dilemas de los mingueros se debacle entre, “si vengo a marchar posiblemente me contagie del Covid, más si me quedo en mi territorio seguramente me asesinarán, y entre ambas opciones prefiero morir luchando”, invita a decisiones políticas urgentes. De forma que, la minga es ante todo una herramienta política de resistencia y lucha por parte de los pueblos.

Más en la vilipendiada llegada de la minga al centro del poder político, o sea la capital, se vio de todo en medio de la marcha indígena: baile, ceremonias rituales, pancartas, etc, etc., pero por ningún lado se vio al presidente. Entonces qué alcance tuvo la minga tras su amplia hondonada política y social.  Tras los hechos uno se pregunta ¿y (…)?

Bien, por un lado, la petición inicial de la minga indígena fue tener una audiencia directa con el presidente – como si tratase de un rey ¡ja! - y por el otro, ser un ejemplo nacional de protesta social pacífica en el país. Lo primero, lejos estuvo de cumplirse ya que argumentos del ejecutivo sobre que la minga estaba infiltrada por guerrillas, disidencias y demás constituyó el escudo evasor presidencial.  En cuanto a lo segundo, airosos y ejemplares se mostraron la comunidad india y campesina que desde tierras lejanas condujo su pliego petitorio en medio de un ritual histórico-cultural digno de reconocer.

Aunque fue la cámara de representantes, es decir, la cámara baja quien le abrió los micrófonos al clamor popular tras el ausentismo de Duque y su camarilla, una cosa queda clara. El gobierno central sigue “gobernando” de espalda a las realidades y complejidades de un territorio plagado de conflictos varios que van desde la desigualdad económica hasta la injusticia social; y hoy se debacle entre el dilema particular de salir a movilizarse exponiéndose a un posible contagio, o esperar apaciblemente la acechanza de la muerte dejando previo un epitafio que recé “(…) mi alma se la dejo al diablo” (2).   

Se hace urgente entonces que el gobierno de Duque haga lo que tiene que hacer: gobernar de cara a la gente, a sus necesidades y a sus realidades complejas y territoriales, y a lo sumo, que reconozca a la minga como una organización indígena y campesina milenaria con la determinación de re-afirmamiento histórico como sujetos políticos demandantes de soluciones prontas y reales que se correspondan con la cuna de la más inmutable democracia.

 

Notas

 

  1. Rozental, M. ¿Qué palabra camina la Minga?
  2. Castro, C; G (1082). Mi alma se la dejo al diablo.

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Marcela Cabezas

Magíster en Ciencias Políticas y politóloga colombiana. Catedrática y columnista en prensa independiente.