Dos tacos de bistec de garbanzo: la fábrica de la experiencia

  • Arturo Romero Contreras
La experiencia, sí: lo que se toca, se ve, se huele y luego lo que se piensa

I. La fábrica de la experiencia sensible

La experiencia es el más cuidadoso de todos los productos diseñados. La experiencia, sí: lo que se toca, se ve, se huele y luego lo que se piensa. Diseñar la experiencia hasta el último detalle, en eso consiste hoy el mercado. Las mercancías son, finalmente, objetos inmanentes a nuestra experiencia. Es aquí donde termina toda fenomenología. Hoy podemos hablar de la sutil fábrica de la experiencia a partir de mercancías tan elementales como un sobre de café capuchino en polvo. ¿Qué tiene éste? ¿Leche? ¿Café? Estamos seguros de que no es así. La “leche” será algún derivado de aquella, liofilizado, procesado para durar, mezclado con otros polvos para darle consistencia, un antiaglutinante para que la taza que nos preparemos quede tersa, de una tersura que no es la de la leche, sino algo “mejorado”, nunca antes degustado. Por café tenemos algo parecido, un porcentaje de café pasado por máquinas y procesos que lo dejan irreconocible. Parece que eso bastaría, pero no. El sobre incluye otros 20 ingredientes. Azúcar, maltodextrina, aceite vegetal hidrogenado, fosfato dipotásico, cloruro de sodio, citrato de sodio y, como si todo esto no fuera suficientemente enigmático, se agregan un “saborizante artificial” y “aromatizante”. No bastan el aroma del café, ni lo cremoso de la leche, todo debe producirse con precisión del alquimista. El objetivo es producir la experiencia de un café idealizado. El sabor, claro, es espantoso comparado con un café capuchino común y corriente. Y sin embargo, lo consumimos. Lo hacemos porque podemos producir en casa el acontecimiento de tomar una taza de capuchino. No importa realmente si eso sabe muy remotamente a café. Lo sorprendente es ver nacer en una taza de agua, son tan sólo un sobre, una bebida espumosa, azucarada y con aroma a café. La transformación de plomo en oro es una cosa muy pobre comparada con la transformación de agua en café.

Toda la industria alimenticia es eso: la producción exacta de experiencias. No hay nada que haya resistido su (intento de) síntesis química: color, olor, sabor, textura. Comemos chorizo sin carne, café sin café, pan sin gluten. Sí, es verdad, comemos la cosa sin la cosa, pero más allá de ello, tenemos un verdadero encuentro con cosas fantásticas, con invenciones que toman control de la piel, de las papilas gustativas, del olfato. A los alimentos podemos quitarles todos los componentes y dejar solamente su esqueleto, un vago recuerdo de su aroma o su color. Los podemos también adicionar con vitaminas y minerales inútiles o hacer las combinaciones más insólitas, hasta que los nombres dejan de tener sentido: queso de garbanzo, leche de almendra, carne de soya, hamburguesa de germinado de alfalfa, filete de berenjena, huevos de pistache…

No es azar que la comida, durante siglos un asunto de tradición y de familias, se haya convertido, finalmente, en cosa de autores. Pechugas de pollo autografiadas por marinarlas en líquidos insólitos. Cocinas que incluyen nitrógeno líquido y otros procesos “moleculares” en la preparación de alimentos y que acercan al chef a los descubrimientos de Niels Bohr y Erwin Schrödinger. Pero algo debemos entender en cuanto a la cocina contemporánea. Ella produce experiencias que se basan no solamente en la fantasía de los consumidores. La cocina sabe de ciencia, es decir, sabe de papilas gustativas, de rangos de olfacción, de dopamina, de umbrales de sensibilidad. Podemos estar seguros de que las cantidades ingentes de azúcar que consumimos no se deben a la publicidad, sino a sus efectos sobre el cerebro. El viejo diseño iba dirigido a suplantar las cosas de los sentidos, a imitar el mundo. Hoy, con las neurociencias, podemos ir directamente a los sitios genéricos de experiencia y producir ésta exactamente ahí.

Pero el “arte” se ha extendido también al ámbito por excelencia de la fábrica de experiencias: las producciones audiovisuales. El ejemplo más logrado son los juegos de video, que ya también reciben premios por su trama, su concepto, su banda sonora, sus efectos, su nivel de “inmersión”, etc. El juego de video permite ponerse el traje de un buzo, de un robot o de un asesino y sumergirse en un universo virtual hasta perder todo contacto con la trivial vida cotidiana. El menú no tiene límites: juegos de acción en primera o tercera persona; competencia contra la computadora o contra otros jugadores en línea; gráficas sofisticadas de inmersión o decididamente “retro”; juegos de rol, shooters, solución de enigmas; juegos con armas o con hechizos; juegos incluso simples y estúpidos de juntar diamantes, hacer filas de dulces, o tocar la pantalla tan rápido como sea posible. No hay sabor, género o personalidad que pueda quedar excluida de los juegos. Todos ellos, lejos de volver “entretenido” un momento, lo suplantan. Suplantan la identidad cotidiana por un momento. Se ha discutido si los juegos tuercen la mente de los jugadores quienes, al volver al “mundo real”, pierden toda capacidad de discernimiento. Lo que se puede argumentar es que el “mundo real”, ese que vivimos todos los días, es tan fabricado que efectivamente falta el criterio objetivo para poderlo discernir de los juegos. Se cree que siempre jugamos juegos de video para escapar de la realidad. Lo cierto es que, quien hace del juego su adicción, más bien intentaría hacer cosas en el mundo para escapar de su ludopatía. No es evidente si el juego es un sitio de refugio fantástico o un sitio infernal donde emerge lo peor de nosotros y que usualmente reprimimos en la vida diaria. No es claro tampoco que el mundo real sea menos violento que el mundo de los videojuegos. Aparentemente, matar cientos de personas con una metralleta, viendo la sangre saltar, es más violento que las anodinas vidas que llevamos. Pero, detrás del vidrio despulido de la existencia cotidiana, hay una violencia silenciosa: violencia económica, violencia de género, violencia racista y fascista. Ahí está el miedo de perder la vida, de perder a la familia, de perder el patrimonio, de perder lo que queda de dignidad. Este miedo pesado, constante, sonante, que se filtra en cada fibra de la vida, cada segundo, ¿es menos violento que esa bacanal asesina del juego de video? Por lo demás, la violencia de los videojuegos tiene realmente lugar en el crimen, organizado y desorganizado, por parte de Estados occidentales o islámicos, etc. Y es que esas guerras muy reales, tienen también un componente de producción. Desde la Guerra del Golfo, los conflictos bélicos comenzaron a vivirse como reality shows: bombardeos en tiempo real, imágenes de la zona de conflicto, caza de los “criminales más buscados”: un Big Brother-world-conflict. Este modo de vivir las nuevas guerras no solamente alcanza a los espectadores. También los soldados, quienes operan tanques y aviones por medio de computadoras, o la infantería, que utiliza visores nocturnos y cascos inteligentes, tienen ya una experiencia tecnológicamente mediada con los enemigos que matan. Quienes soltaron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki no tuvieron contacto alguno con sus víctimas. Desde una distancia enorme y apretando unos cuantos botones, pudieron devastar dos ciudades enteras. No hay que pensar que podemos “retornar” al despreciable e idealizado contacto “cuerpo a cuerpo”. Estamos en un punto de no-retorno y la construcción de la experiencia se extiende desde la guerra hasta el entretenimiento y la comida.

Ahora, este mundo construido, posee un secreto. Un secreto evidente, es verdad, pero al que no ponemos atención. Es el hecho de que hay quienes ven, entienden y deciden sobre el mundo abstracto de fórmulas y técnicas y quienes solamente utilizan la “interfaz”, el “front end”. Todos usamos computadoras, pero muy pocos entienden de sistemas operativos y muchos menos de programación. Usamos celulares inteligentes, pero no inteligimos nada sobre su hardware, que nos parece un verdadero misterio. Las conexiones ocultas de cañería y electricidad ya creaban una relación “mágica” entre los usuarios y la palanca del excusado o el apagador. Tras levantarse del baño, todo desaparecería “mágicamente”. Lo mismo el apagador, que nos hizo dioses sobre un metro cuadrado: ¡hágase la luz … en mi cuarto de baño! Las computadoras, lo que incluye no solo nuestras laptops, sino también los sistemas que regulan los semáforos, los rayos X, las tomografías, o los automóviles, supone una división fundamental de nuestra época: aquella entre quienes entienden la técnica y quienes la usan, entre los diseñadores-programadores y los “usuarios finales”. Ingenieros, químicos y físicos son puestos al servicio de la producción de experiencias sobre las cuales no saben nada. Ellos crean según diseño. Por otro lado, están los usuarios, que no entienden nada de la química de lo que devoran, ni de los circuitos que los taran. Simplemente están ahí, prendidos de un gadget (comestible o con pantalla LCD), creyendo estar en relación con un objeto, cuando en verdad solamente tienen una figura de papel o de luces.

El problema de todo ello reside no solamente en que hay quienes saben (que en realidad no saben casi nada, excepto armar estas arañas tecnológicas) y quienes usan (que más bien consumen -recordemos que la ingeniería inversa, lo que permite desensamblar una tecnología para conocerla y modificarla, esa encarnación materialista de la deconstrucción, es un delito- y no entienden nada de nada). El problema está en que no hay quien entienda la relación entre ambas partes. Es como si la división planetaria del trabajo nos dejara escindidos, sin posibilidad privilegiada desde dónde comprender el “todo disyunto”, el conjunto articulado-desarticulado del mundo. Ni siquiera el gran empresario que pide los diseños según estudios de mercado, entiende algo sobre las pequeñas bestias que produce. No le interesa. Su interés es el interés económico y éste siempre se mide a corto plazo. Se cree que la producción de experiencias es tan libre y creativa, que debemos dejar de temer al futuro y entregarnos al libre flujo de las invenciones. Pero esta posición es ciega a la base material que le condiciona. Los que sueñan con codificar nuestras mentes y descargarlas en un gran servidor pasan por alto que los servidores son pedazos de materia que deben existir en un entorno material propicio (la tierra, por ejemplo) y que alguien debe construirlos y darles mantenimiento. Pero volviendo a la experiencia de la comida. Cuando suplantamos una cosa por otra, no vemos el déficit que ello produce. La dieta occidental se ha sofisticado en sabores, olores y texturas, pero se ha empobrecido nutricionalmente. Del otro lado de la ecuación, se falla en reconocer que el colorante que reemplaza el vivo rojo de la manzana en una bebida es algo, una sustancia concreta, que produce efectos concretos en el cuerpo. Usualmente cáncer. Lo mismo el azúcar: produce experiencia de dulzor, pero, más allá de esta experiencia vivida, su exceso se transforma silenciosamente en grasa o sobrepuja la producción de insulina, lo que conduce en muchos casos a la diabetes. Poco a poco se “descubre” que todo este mundo de la libre producción de sensaciones y experiencias en general lleva aparejados “efectos secundarios”. En el límite, en la manipulación neurológica, corremos el riesgo de estropear la estructura misma subjetiva que nos da forma, la inteligencia que discierne, el deseo que nos anima. Quizá lo haremos a pesar de todo. ¿Por qué no, si podemos?  Sólo que no podremos decir que no estábamos advertidos.

II. La fábrica conceptual

Del mismo modo que las sensaciones son cuidadosamente construidas en el laboratorio antes de que las consumamos como “propiedades” de las mercancías, la comprensión es una manufactura. No se trata solamente de que los medios masivos de comunicación, incluida su versión contemporánea de redes sociales y plataformas de entretenimiento, “vendan” imágenes del mundo. Es el caso, sin duda, pero es más bien la estructura y complejidad del mundo lo que obliga a desconfiar del sano sentido común. Tomemos el ejemplo del dinero. Lo que los mortales entendemos cotidianamente del dinero tiene que ver con la quincena, el gasto de la canasta básica y, quizá, un poco de ahorro. Trabajar, ganar dinero, por ello, gastarlo. Eso es todo. Pero esta simplicidad no tiene nada que ver con los mecanismos que operan en los bancos, los fondos de ahorro, los fondos de inversión y el mundo bursátil. Variables como el índice de precios y cotizaciones, la inflación, la stagflation, el crecimiento del PIB, la cotización de la divisa nacional, etc., son temas cotidianos del cual tenemos en promedio una comprensión de término medio y vago. Por razones de formación y de tiempo es imposible que los ciudadanos tengamos una comprensión siquiera intermedia de la economía. Ni siquiera los economistas profesionales tienen una comprensión suficiente de su campo de estudio. Confundidos con el carácter, dicen, puramente científico de su profesión, se dejan hipnotizar por fórmulas de macroeconomía, sin detenerse un segundo en los supuestos de sus modelos, especialmente su sancta sacntorum: el equilibrio y la transparencia de los mercados.

Por esta razón nuestra experiencia cotidiana del dinero se mueve sobre un sentido común fundamentalmente errado o superficial. Tan sólo los contratos que firmamos con los bancos para ingenuamente asegurar nuestro fondo de ahorro para el retiro incluyen cláusulas ininteligibles. Súmese a ello el comportamiento discrecional de los bancos y las instituciones bursátiles y la corrupción y podemos declararnos absolutamente ignorantes de la esfera donde se decide el destino del planeta. Esta es una razón principal para desconfiar de toda fenomenología de la cotidianeidad. Seguro: todos los días, en nosotros mismos, se construye el sentido del mundo circundante, pero éste se hace en otro sitio. Por ejemplo, en la bolsa de valores ya no se trata solamente de brokers que llaman por teléfono como degenerados. Oscuros algoritmos toman decisiones sobre la venta y compra de activos en fracciones de segundo. Es probable que el comportamiento agregado, el resultado de tales algoritmos esté fuera de la comprensión incluso de los programadores y economistas más letrados.

Pensemos :¿qué parte del mundo no opera a partir de grandes estructuras que rebasan toda medida del sentido común? El autobús en el que nos movemos es un misterio de la ingeniería, junto con todos los coches que circulan por los caminos del mundo. Los aviones, las grúas, los teléfonos celulares, las computadoras, ¿quién tiene un conocimiento elemental de cómo funcionan? A lo que tenemos acceso, ya lo hemos dicho, es la interfaz del usuario, al “front end”. Una oteada a las tripas de un avión nos dejaría perplejos. Incluso una cafetera resulta un misterio para la mayoría. Las conexiones de luz, de gas, de electricidad, todo corre por rutas secretas a la vista. Los medicamentos que consumimos se encuentran en la misma situación. Leemos el instructivo para pacientes, pero la información técnica del Vademecum es incomprensible. Los médicos mismos, fuera de los investigadores, tienen un conocimiento bastante limitado de los efectos secundarios. ¿Cuántas veces no han salido del mercado medicamentos por “efectos secundarios desconocidos”? Al igual que el mundo químico de la alimentación, el mundo de las medicinas constituye un universo en manos de expertos (que en verdad no nos atreveríamos a llamar verdaderamente expertos), lo que permite reproducir una jerarquía y establecer un control sobre pacientes y familiares.

Hoy como nunca exigimos mayor participación política. Es natural. Nuestros sistemas electorales se han vuelto tan complicados, incluyen a tantas instancias, personas, intereses (políticos y económicos, nacionales e internacionales), mecanismos, que apenas podemos seguir su curso. Pero no pensamos que la participación se ha vuelto ya casi imposible. No sólo que una partidocracia haya tomado el poder en los grandes Estados del mundo, sino que los mecanismos en los que ella se encuentra implicada rebasan por mucho la comprensión de un ciudadano o ciudadana común. Además, una gran cantidad de temas que se deciden pasan por abogados, ingenieros y economistas, sobre lo cual la mayoría no tiene la formación técnica para opinar. Para hacer posible una democracia participativa hace falta una estructura de “cascada” donde la información técnica “descienda” hasta la competencia de los ciudadanos y ciudadanas. Hacen falta divulgadores, intérpretes, mediadores, juntas ciudadanas, consejos evaluadores, ONG, es decir, más instancias mediadoras. Toda sociedad en expansión y en creciente conexión con otras se complejiza, lo que rebasa toda capacidad individual: corporal e intelectual. Por la fragilidad del individuo es que el ciudadano debe participar en instituciones más grandes en donde pueda movilizar de manera común sus intereses, lo que incluye sociedades, sindicatos, juntas, organizaciones etc. Y debe de acceder a medios de interpretación de saberes técnicos y globales para poder comprender la complejidad rampante que nos circunda y que habitamos. Hoy, más que nunca, hace falta conocer el mundo técnico y pensarlo nuevamente a escala global. Hace falta pensar la complejidad en sentido eminente, hace falta producir la trama conceptual que conecte lo que en nuestra experiencia (ingenua) está disyunto y permanece incomprensible. Hacen falta los procedimientos práctico-conceptuales que, sin faltar a la complejidad, la vuelvan estratégicamente accesible. Hace falta rebasar tanto la dimensión tecnológico-tecnócrata como la del sentido común para hacer emerger un comprender-común que permita al individuo existir en entornos donde recobre potencia. La masa sin estructura, ni organización no tiene posibilidades de insertarse en el mundo actual. El individuo es hojarasca frente a las fuerzas reales de la economía y la política globales. Solamente con más complejidad estructurada se puede hacer frente a la complejidad ignota y tendiente al caos (en el sentido matemático del término). Al igual que en el caso de la fábrica de la experiencia sensible, hoy comenzamos a comprender algo sobre la fábrica de la complejidad conceptual del mundo y de la trivialidad cotidiana en la que nos movemos. Las preguntas están planteadas. La tarea es ardua. Pero, en cualquier caso, no podemos decir que no estamos advertidos.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.