7 y 19-S: atisbos de una comunidad (II)

  • Arturo Romero Contreras
Las elecciones sustituyen la emergencia. Catástrofe natural dio paso a la social y política

Los días de emergencia nacional han casi terminado: el deslumbrante rescate de sobrevivientes bajo edificios desplomados, la gente saliendo a borbotones a prestar su ayuda, la solidaridad nacional, van dejando paso a la tristeza, el duelo, los (plenamente justificados) reproches al gobierno y a un ánimo sombrío. Pero lo lamentable es que las elecciones venideras de 2018 comienzan a absorber los espacios noticiosos hasta hacer del sismo un mero recuerdo. Vayamos a contrapelo de los tiempos electorales, sin ignorarlos, y sigamos meditando sobre lo que ocurrió en septiembre.

El sismo dejó ver la profunda solidaridad de la que es capaz esta sociedad, pero también hizo ver la miseria, muchas veces centenaria, de los poblados afectados por él, hizo visible el oportunismo electorero de los partidos políticos y también los más deleznables comportamientos de empresas e instituciones privadas que, no dispuestas a pérdida económica alguna, obligaron a sus empleados a ir a trabajar en edificios que no contaban con dictámenes oficiales referentes a su seguridad. Nada de eso forma parte de la catástrofe natural, sino de la catástrofe social y política que se cierne sobre este país. La pregunta que se nos plantea entonces es: ¿y ahora qué? Ahora que las instituciones, bien o mal, se encarguen de los damnificados, de la construcción y reconstrucción de viviendas, de las reparaciones y los ajustes institucionales, vuelven las preguntas del día antes del sismo: la pobreza, la corrupción, el sistema político. ¿Qué haremos con esta desbordante solidaridad que poco a poco se irá diluyendo entre los días? ¿Será ella capaz de forjar una fuerza civil renovada en este momento, cuando se acercan las elecciones de 2018, en las que comenzará el cínico parloteo de los políticos?  

Propongo que lo más urgente ahora es meditar sobre lo que el sismo será para la conciencia social y política de esta sociedad. Se nos viene el día siguiente, en el que todo puede precipitarse en un nuevo olvido, ese en el que se sume al país una y otra vez. Y propongo que para ello meditemos sobre lo que significa “el día después” y su tránsito o no en una institución, formal o informal.

Lo que vimos surgir entre las calles no tuvo nada que ver con instituciones formales, pero el clamor popular no pide, ni puede vivir en las calles, haciéndose cargo de cada detalle de la vida en común. Las instituciones deben andar y cumplir sus funciones colectivas. No podemos permanecer en la flor y el canto de la marcha y la solidaridad esporádica, porque el cansancio se apodera del trabajador en huelga y del que marcha todos los días. Al protestar deja de trabajar y lo que quiere es cambiar la estructura de aquello que llama trabajo y de lo que depende su existencia. El trabajo diario no puede ser remplazado por el éxtasis del acontecimiento. Chesterton escribe en su libro Ortodoxia que siempre quiso escribir una novela con el siguiente argumento: un hombre parte de Londres en su avioneta en busca de la aventura y lo novedoso; pero tras una tormenta pierde el rumbo y debe aterrizar de emergencia. El aterrizaje forzoso tiene lugar en Londres, sólo que él no lo sabe. Convencido de haber encontrado un lugar ignoto, todo lo que observa le sorprende y le fascina. Ha redescubierto su mundo pero visto desde “fuera”. Es bajo esa condición que su mundo tedioso se le aparece ahora bajo una luz inédita y seductora. Finalmente, ¿no es eso lo que pretende una revolución? Por un lado, transformar las condiciones materiales, por el otro, las condiciones espirituales que producen y reproducen un mundo particular y una interpretación particular sobre éste. Pero lo más sorprendente y doloroso que puede confrontar un movimiento revolucionario es atestiguar todos los problemas que el viejo régimen “resolvía”. O mejor dicho, que la revolución nunca es total y que muchas veces no solamente no disuelve viejos problemas del ancien régime, sino que produce otros para los que no tiene solución. No hay ni antagonismo único, ni problema central, ni olvido fundamental, sino siempre una constelación de ellos. 

Hay que ser honestos y reconocer lo que el siglo XX tuvo de fallido en cuanto a las revoluciones concierne. La revolución comunista no suprimió el dominio que ejercía la dimensión económica sobre la vida. La proletarización masiva ejecutada por la Unión Soviética en aras de una rápida industrialización acabó por instalar a la economía como el vínculo social primordial. El descontento de la izquierda occidental respecto a los avatares de la Unión Soviética no tardó en prometer otros ámbitos para la revolución: la sexualidad, la figura de autoridad, la filosofía occidental moderna. Pero la liberación sexual no trajo el reino de un goce ilimitado, sino innumerables figuras de nueva insatisfacción. La humillación de las figuras de autoridad, por su parte, fueran curas, maestros o políticos, no trajo mayor participación democrática, ni autogobiernos en todos los sectores sociales, sino que simplemente permitió que las figuras de poder adoptaran una máscara más amable, pero sin que se tocaran las relaciones de explotación. La crítica al Estado y a toda institución no ayudó al surgimiento de proyectos anarquistas y autogestivos, sino que preparó el terreno ideológico para el neoliberalismo, que se apoderaría de varias funciones sociales del Estado (aunque sus funciones represivas, de espionaje, control social y colusión con los capitales más bien se exacerbó) para entregarle a la sociedad más independencia, pero no en calidad de ciudadanos, sino de capitalistas, con el resultado que ya conocemos. Y las grandes críticas a la metafísica, propias de la filosofía del siglo XX, no sólo fueron muy dóciles con el statu quo, sino que, sin saberlo, acabaron pareciéndose peligrosamente a él; mientras más radical la crítica, más alejada del mundo y más indiferente a sus problemas concretos, pues aquella, la crítica, se movería en una historia secreta del ser, de la filosofía, de occidente, de la metafísica o de la razón, que debería explicarlo todo en principio, pero no explicaba nada en concreto.

En este contexto, podemos asegurar que la crítica más contraproducente ha sido aquella dirigida contra el concepto de institución. Aprendimos a enamorarnos de la imagen de la revolución, pero con ello la privamos del verdadero embrollo que trae consigo. En filosofía, en los medios de comunicación, en películas y series, se celebra la revolución, la rebeldía, el desafío de la autoridad, la provocación, la irrupción de lo nuevo, los acontecimientos. Pero todos: filósofos, guionistas y comentaristas, terminan de hablar demasiado pronto: nunca dicen nada sobre la mañana siguiente. Como lo ha repetido en muchos sitios Slavoj Žižek: lo más difícil de una revolución comienza cuando triunfa. Es fácil encontrar un “significante vacío”, es decir, un nombre para el enemigo común que unifique a diferentes luchas y facciones, pero qué deba ser un movimiento después del triunfo es una cuestión abierta.

Así, aplaudimos la Revolución Francesa cuando nos cuenta la historia de los descalzonados tomando heroicamente la Bastilla, pero despreciamos la figura de Robespierre. La toma de la Bastilla fue fácil, si se compara con la situación de Francia después del triunfo: toda la Europa conservadora apuntando con sus cañones hacia aquella y los reaccionarios (los enemigos internos) esperando el momento oportuno para el contragolpe que les devolviera el poder. Francia osciló durante las décadas venideras entre República e Imperio. Había que hacer leyes y había, sobre todo, que usar la educación para transformar a los pobladores en hombres, es decir, elevarlos desde sus preocupaciones personales y locales, hasta la dignidad de un sujeto histórico universal, llamado ciudadano. Todo esto requirió guerra, terror y persecuciones. Se olvida que la Declaración de los Derechos del Hombre y las instituciones liberales que hoy defendemos (con violencia por cierto) no se ganaron por la paz. La Revolución Rusa, mucho menos aplaudida en occidente por las razones que ya conocemos, también tuvo que pasar del heroico levantamiento, mostrado en toda su gloria en el cine de Eisenstein, a las guerras intestinas por el poder, motivadas a su vez por la necesidad de tomar decisiones concretas sobre cómo debía construirse el socialismo. La Revolución Mexicana, más antigua que la Rusa, cuenta también con un periodo glorioso de levantamiento. Los muralistas mexicanos plasmaron este momento en los muros de las instituciones de gobierno: Madero, Zapata, Pancho Villa. Pero el motivo declarado de la  Revolución, a saber, expulsar al dictador Porfirio Díaz, no requirió más de un año. Lo más cruento y decisivo, estaba por venir: fueron las luchas entre facciones y proyectos. La época más sangrienta termina cuando en México se da el paso hacia la construcción de una nación y un régimen político: el gobierno abandona su impronta militar para volverse plenamente civil, se crean las instituciones nacionalistas y populares, los sindicatos y el partido que gobernaría por 70 años. ¿Es que ha habido revoluciones sin dictaduras que le sigan, para estabilizar y concretar los regímenes que de ahí emergen? Que se entienda: no se trata de una apología de la violencia, pero sí de una llamada de atención a una condena simplista de la violencia, fuera de todo contexto.

Frente a las seducciones de la figura revolucionaria abstracta, esa que emerge, que cuestiona, que irrumpe, etc., hoy la pregunta que se nos impone es aquella por el “día siguiente”. Cuando los ánimos se calman, cuando las esperanzas piden resultados y cuando la solidaridad de las trincheras se diluye, hay que dar paso a la engorrosa tarea de planear, dirigir e institucionalizar. En suma, hay que dar el paso hacia la normalidad, otra normalidad. Normalidad sin normalización, desde luego. Pero es que si hemos aplaudido y celebrado de mil maneras la irrupción, es decir, el desafío a la normalidad, esta última no puede aparecernos sino como trivial y espantosamente aburrida. Y sin embargo, es una nueva normalidad lo que toda revolución reclama. No se pide vivir para siempre entre trincheras, gozar de la perpetua excepción (menos ahora, que el Estado intenta cercenar libertades civiles invocando permanentemente un estado de excepción), sino porque haya, todos los días, pan en la mesa y que éste se pueda disfrutar y compartir. Quien no puede gozar en la cotidianeidad debe vivir en un estado constante de frustración. Para volver a Chesterton: el revolucionario debe amar suficientemente el mundo como para cambiarlo. Cuando su ímpetu proviene del desprecio y el resentimiento, no puede esperar salir del cerco de reproducción de la dominación.

¿Qué pasa el día después del sismo? ¿Qué pasa con la solidaridad de la gente, con su capacidad de autoorganización? ¿Qué sucede con el coraje civil de cara a la incompetencia y el oportunismo de los políticos oficiales? Pues bien, propongo, esto es precisamente lo que debemos pensar tras el sismo.

@arturoromerofil

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.