8 de marzo: día internacional de la mujer

  • Arturo Romero Contreras
La lucha a favor de las mujeres forma parte de este llamado universal de la justicia

1857: tiene lugar la convención de derechos de las mujeres en Nueva York, con miras a una reivindicación de derechos políticos. 1909: se celebra por primera vez el día de las mujeres, también en Nueva York, bajo la bandera del Partido Socialista de América. 1911: se incendia la fábrica de camisas Triangle Waist que causó la muerte de 123 mujeres trabajadoras. A partir de ahí se moviliza el Sindicato Internacional de Mujeres Trabajadoras Textiles, a quien se debe en buena medida el establecimiento de la fecha que hoy conmemora a las mujeres y que llama la atención en todo mundo sobre la dominación que sobre ellas se ejerce. Estos son sólo algunos hechos, dentro de la amplia e internacional lucha feminista, que vino a asentar el 8 de marzo como día internacional de la mujer. Los motivos asociados a las fechas serán claros: se trata de luchas políticas que denuncian la situación de las mujeres en el hogar (desarrollando una crítica de la familia como sistema de reproducción de la fuerza de trabajo, pero también mostrando el trabajo de casa como invisible en el las consideraciones de la economía), en el “mercado” laboral (restricciones en el acceso al empleo, sueldos menores a los hombres, discriminación) y en la política (demandas de participación, como el derecho al sufragio, la posibilidad de contender como candidatas, así como el acceso equitativo al poder).

El movimiento feminista puede entenderse como parte de las luchas de liberación desatadas por la ilustración y que seguirían diferentes derroteros. No se trata de perder la especificidad del movimiento feminista (con sus innumerables variantes y vertientes) diluyéndola entre los movimientos modernos de liberación, ni de limitar la lucha al ámbito socioeconómico contemporáneo. Ello implicaría hacerse ciego a sistemas sociales mucho más viejos (como el patriarcado), que han hecho de la dominación de las mujeres su norma. Sin embargo, es en el contexto de las luchas de liberación que la pugna feminista adquiere su cenit porque es en ese contexto donde se coloca como una lucha universal. No se trata aquí de banalizar o perder la singularidad del movimiento feminista (o movimientos feministas, que siempre son en plural), sino todo lo contrario, de reconocerlo como uno de los sitios desde donde se impugna la falsa totalidad, la falsa inclusión, pero desde donde se apela, también a una justicia sin más.

Numerosos discursos han dirigido álgidos ataques a la ilustración, porque ella habría sido solamente “burguesa”, o “eurocéntrica”, o “patriarcal”, etc. Lo cierto es que un clamor por la libertad nacido del burgués, del europeo o del hombre (el sexo masculino), va más allá de su ser-burgués, su ser-europeo o su ser-hombre, al punto de que puede y debe ser dirigido contra ellos por haberse quedado a medio camino en su demanda de universalidad. Uno de los discursos dominantes hoy es aquel que privilegia al “otro” y lo opone a la “mismidad”. La justicia estaría, según esto, del lado de lo otro, porque “respeta la diferencia”, mientras que la mismidad privilegia la homogeneidad. Pero la injusticia no proviene de lo “mismo” o de lo “otro”, sino de la fijeza, de la necedad que privilegia unilateralmente uno sobre el otro. Veamos esto más de cerca.

En lenguaje políticamente correcto nos dice que marquemos la diferencia de género en el lenguaje: “los y las estudiantes”, por ejemplo. El primer supuesto es que el lenguaje es el sitio privilegiado de la diferencia de género y del ejercicio del poder que le subyace. Pero es dudoso que el cambio lingüístico pueda penetrar en la estructuras de dominación laboral, económica, social y política. De hecho, hoy los gobiernos y organismos internacionales han convertido la “genderización” lingüística en su principal hipocresía. Pero eso no quiere decir que dicha marca en la lengua sea inútil. Por el contrario, si logra incomodar es porque hace ver una diferencia real y asimétrica entre los géneros que el término masculino (supuestamente neutro) oculta. Pero, dicha práctica debe ser entendida como una intervención política y estratégica, no como una regla. Como regla, insiste en el momento de la diferencia, pero sólo porque ésta supone una dominación. Por ello, sólo si la marca lingüística se vincula con este último, si lo hace visible, resulta efectiva; pero en cuanto se torna automatismo, pierde todo su valor. Es decir, distinguir los géneros sin involucrar su justificación política, carece de sentido.

Toda lucha política de liberación marca la diferencia, pero tiene como horizonte la igualad, que en términos ya concretos se realiza como equidad. En otras palabras: insistir en la diferencia de género y quererla absolutizar, pasa por alto el momento de la igualdad, el hecho de que el lenguaje debería poder ser neutro, poder hablar a todos, sin diferencia de género, pero también de edad, proveniencia, etc. Si la palabra “hombre”, tomado como especie resulta ser la misma que “hombre” tomado como género masculino, no se sigue inmediatamente que haya una relación de dominación. Se trata de un gesto político. Es por ello que la estrategia política de marcar la diferencia entre “los” y “las” debe ser constantemente evaluada para medir su efectividad. La igualdad no es identidad. Bien entendida, la igualdad no significa la homogeneidad en cuanto al ser, es decir, reducir la especie a generalidades. Significa más bien igualdad de derechos, obligaciones frente a una ley que no discrimine y su realidad entendida como equidad.

Quien demanda reconocimiento, lo hace en su calidad de otro, pero sobre el fondo de una igualdad política y económica ideal. En el Contrato Social dice Rousseau que no hay ley de mayorías que valga, si no se presupone un acuerdo unánime. Éste es la voluntad popular. La pregunta es claro, ¿qué quiere la voluntad popular? Aquí residen, por cierto, todos los malentendidos con el ginebrino. La voluntad popular no quiere nada concreto. ¿Pero entonces, no se trata de un nuevo mito (como el del estado de naturaleza), una buena ficción pero absolutamente lejana a toda “Realpolitik”? La voluntad popular, dice Rousseau, es el darse de cada individuo, absolutamente, a la humanidad, sin perder por ello su individualidad. Si lo hiciera, quedaría disuelto y entonces no podría haber acuerdo alguno, pues éste requiere que las partes involucradas subsistan. La voluntad popular no es una entelequia anónima que disuelve las particularidades; para darse absolutamente, uno debe de subsistir.

Ahora podríamos aducir: ¿no es el “hombre”, como dice Foucault, un invento, un concepto cuyo fin no sólo se encuentra próximo, sino que ha tenido ya lugar?;  ¿no es el “hombre” una noción burguesa y hoy parte del mundo liberal-capitalista que tanto criticamos? Rousseau no da definiciones de hombre, incluso en el famoso “estado de naturaleza” la especie es muy inestable en tanto que ella, a diferencia de otros animales, puede hacer las cosas siempre de un modo diferente. Así, queda asentado que desde el “inicio” del hombre no se puede decir nada concreto que no pueda cambiar en el curso del tiempo. Por “hombre” debe entenderse, más bien, la universalidad real que la especie conquista por el artificio de la política. La voluntad popular no quiere nada concreto, pero sí quiere que todo lo concreto se realice sobre el horizonte de una humanidad posible, cuyo único imperativo es éste: “que sea para todos”. Que el mundo real sea para todos, sin distinción alguna.

Un feminicidio no es un asesinato cualquiera. Tampoco lo es “meramente” de una mujer. Se trata de un crimen contra una mujer por ser mujer. Pero dicho crimen no sólo vulnera la idea de humanidad por el hecho de dar muerte, sino porque afirma que la mujer debe morir por ser mujer. Esto significa una afrenta y una violencia indecible contra la humanidad en su conjunto. Que una mujer gane menos dinero que un hombre realizando el mismo trabajo es una violencia contra las mujeres, pero es una violencia contra todo el género y contra cualquiera que se llene la boca con la palabra “justicia”. Que una mujer sea forzada a tener relaciones sexuales, que sea discriminada en el trabajo, que se le fuerce a quedarse en casa o en cualquier lugar, que se le prohíba estudiar o responderle a su marido, todo ello es violencia de género, pero también violencia sin más, y no sólo debe ser visible a quien tiene perspectiva de género, sino a quien tiene la más mínima “perspectiva” de justicia social.

Por ello, no se trata de un asunto de mujeres. Nadie osa decir que la pobreza sea un asunto de los pobres y que a ellos les correspondería resolverlo. Por las mismas razones, nadie puede osar decir que la violencia (política, laboral, familiar y de todo tipo) contra la mujeres, la desigualdad (en el acceso al poder y la riqueza) hombre-mujer (es lo mismo ya que dicha desigualdad se dirija ahora contra homosexuales, lesbianas, bisexuales, transexuales, etc.- aquí la lista no puede ser nunca exhaustiva por principio) y la discriminación (sea abierta, velada, estructural o incidental) sea un asunto de mujeres. Es un asunto de justicia sin más, pero con el agravante de la historia concreta y particular de las mujeres

Este fondo que llamamos voluntad popular puede identificarse con la idea de humanidad en tanto universalidad concreta. La abstracción opera sobre la homogeneidad, pero lo concreto se dirige a hacer composible (es decir, que puede cohabitar) la multiplicidad humana, la cual forma el cuerpo social, incluso más allá de los Estados y las comunidades político-sociales concretas. Desde luego que ese acuerdo universal no ha tenido nunca lugar en el tiempo explícito, pero tampoco existe desde el origen de los tiempos. Eso quiere decir: nunca tuvo lugar tal momento mítico del acuerdo de todos con todos. Pero al mismo tiempo, ese momento mítico se puede invocar concretamente sólo a partir de una época de la historia (concretamente después de la Revolución Francesa) y sólo en ciertos regímenes políticos que decidan asumirlo. Por eso, todo régimen que no apele a la universalidad reside en intereses particulares y privados.La lucha contra la dominación de las mujeres, en todos los ámbitos, sentidos y contextos forma parte de este llamado universal de la justicia, de ese “para todos”, único contenido radical de la política y herencia irrenunciable de cierta modernidad.

¡Ni una más!

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.