La lecciones de Trump

  • Arturo Romero Contreras
El descontento y el malestar fueron capitalizados por Trump. Tarde o temprano se verá el fraude.

La madre de la violencia es la impotencia. Pero la violencia no es más que un señuelo, el ejecicio directo de la fuerza cuando la relación de poder ha subyugado a un sujeto hata el punto de borrar su agencia. Agente es quien tiene un decir sobre su destino. Nadie puede negar que el sello más propio de esta época es la fatalidad: el sentimiento y la conciencia generalizada de que nada puede ser cambiado.  O incluso peor: que nada debe ser cambiado. El apóstol de esta certeza contemporánea puede rastrearse hasta Winston Churchill quien decía: "la democracia es el peor de los sistemas políticos ... con excepción de todos los demás". Con ese dicho no defendía la democracia, sino una versión estrecha de ella para oponerla, ideológicamente, a los enemigos de Inglaterra. Desde luego que criticar la democracia para oponerle otra cosa es signo evidente de regresión y constituye la puerta al gran peligro del autoritarismo. Pero lo que paradójicamente prohibía Churchill, es que se discutiera lo que debe entenderse por democracia, así como sus límites, respecto a lo que ella promete y lo que ella puede. La frase de Churchill terminó significando entonces: "esta democracia que tenemos es lo peor que nos ha pasado, excepto que cualquier variación respecto a ella sería todavía peor, por lo tanto, conformémonos con ella". Digo que esta frase constituye la forma del juicio ético-político contemporáneo porque puede aplicarse a todos los ámbitos: "el capitalismo es el más injusto de los sistemas, excepto por todos los demás", "nuestra industria cultural es la forma más degradada de la ‘cultura’, excepto por todas las demás", etc. Se trata de una doble imposibilidad. Por un lado, los ciudadanos han sido marginados de la vida política hasta reducir su poder de participación al voto. Primero, porque el poder político se ha encumbrado en una partidocracia. Segundo, porque las decisiones que conciernen al mundo no se toman ya solamente en la esfera política, sino en la económica, que hoy representa el triunfo del individuo y de la privatización. Por el otro, además de la impotencia real, se ha impuesto el mencionado juicio de imposibilidad moral.

Lo que exige un modelo así, es una policía moral, es decir, una policía que censure todo alejamiento del modelo imperante y una industria cultural que celebre este remedo de libertad como LA libertad por excelencia. La policía ético-política es sutil. Por un lado permite que todo se diga, no hay censura directa. Pero en cuanto una opinión se conecta con una posición de poder, entonces se sueltan los perros. Puede haber una izquierda que parlotee, pero no un Snowden, por ejemplo. Quien critica al gobierno en un tema clave, es acusado inmediatamente de anarquista o de terrorista. Quien critica a la academia es acusado de bárbaro, etc. Esto ha producido una sensación generalizada de culpa, pues quien interioriza esta policía y masculla otras posibilidades debe sentirse inmediatamente como un grave pecador. La consecuencia evidente es el sentimiento y la convicción de que a) no se puede hacer nada, pero b) si se pudiera no se debería, porque sería peor.

Pues fue esta actitud la que poco a poco pavimentó el camino para la emergencia del gran farsante, aquel que, diciendo lo moralmente "indecible", pasaría como el héroe de la verdad: Rico Mc. Trump. No se malentienda, no es que Trump pretenda discutir lo que deban y puedan ser la democracia, el Estado y el mercado, o que ofrezca una alternativa. Todo lo contrario, aceptando la prohibición imperante, se arroja en los brazos de la tentación más fácil: evitar todo razonamiento, intentando generar la ilusión de poder. Su protofascismo comparte con el fascismo esta fantasía: de un poder absoluto que finalmente podrá intervenir en este mundo que nos condena a la pasividad, el sufrimiento y la impotencia más radical. 

Su discurso violento y en general la violencia que ha prometido contra los migrantes y otras minorías hunde sus raíces en la impotencia generalizada, tanto real, como ético-política y se puede formular así: “ni puedes, ni debes”. Trump dice con su máscara de omnipotencia: puedo y debo, sólo que en vez de incidir sobre el núcleo mismo del problema, lo oculta y finalmente lo pisotea. Trump no ha hecho sino capitalizar ese malestar flotante, contante y sonante, de las clases populares, ese malestar con la democracia y con los medios y, de un golpe, se ha apropiado de ellos para constituirse en el acontecimiento de la época. Hegel dice en su Fenomenología del Espíritu:

“Pero tal como sucede en el niño, que tras una larga y silenciosa alimentación, la primera respiración rompe aquel proceso paulatino y meramente acumulativo -un salto cualitativo- y ahora el niño ha nacido, así madura el espíritu que se forma a sí mismo lenta y silenciosamente hacia la nueva forma, disuelve pedazo a pedazo el edificio de su mundo precedente; su vacilación se muestra sólo a partir de síntomas aislados; […] el presentimiento indeterminado de algo desconocido [es] indicio de que algo diferente está en ciernes. Este desmoronamiento progresivo que no cambia la fisonomía del todo, es interrumpido por una aurora que, como un rayo, ilumina de un golpe la forma del nuevo mundo”   

 

No podemos compartir el triunfalismo hegeliano, pero sí la lección de que los grandes cambios cualitativos se gestan de manera lenta y silenciosa en un mundo que parece avanzar paulatinamente en una dirección determinada. Antes de que sucedan los grandes acontecimientos de la historia, hay un magma todavía indeterminado, silencioso y ambiguo, pero donde los síntomas del malestar brotan de manera esporádica y de manera aparentemente desconectada. Este magma había ya mostrado sus síntomas: inconformidad con el sistema electoral y la democracia representativa, inconformidad con el gobierno, inconformidad con el nivel de vida, en abierta precarización, lo mismo que el trabajo. Estas “regiones” diferentes, pero conectadas, de las que supuraba descontento y odio, fueron finalmente reunidas por Trump. Trump fungió como el gran lector (absolutamente falaz) de la época y como quien ofreció la “gran síntesis” y la “gran solución” (sí, hay que temblar ante esta palabra: “solución”, porque sabemos todo lo que se oculta detrás de ella): make America great again.

 

Pero ¿qué pasa con “nosotros”, los no-Trump? Es claro que amamos odiar a Trump. No hay otra figura más despreciable en el escenario mundial, por lo que resulta fácil concentrar en él la derrota política planetaria. Pero esto fue lo que ocultó sistemáticamente aquello que Hillary siempre representó: un Washington dispuesto a hacer de la guerra la regla de su política exterior, la intervención en contra de cualquier régimen enemigo, la alianza entre el Estado y los grandes consorcios económicos, una política de seguridad basada en el recorte de derechos civiles, etc. Ella representó siempre el statu quo y su candidatura pedía que todo siguiera por la misma línea. Ella quería presentar los síntomas de malestar y descontento como hechos dispersos y finalmente como meras “desviaciones” y “excepciones”. Si logramos ver por encima de nuestro asco reconoceremos que Trump ofreció dos caras: por un lado la denuncia de este sistema representado por Hillary (económico, político y electoral, fundamentalmente), y por el otro, el avance de una “alternativa” (salirse del TLCAN, medidas proteccionstas, baja de impuestos), lo que no es evidentemente ninguna alternativa. Pero dichas medidas superficiales y simplistas sólo triunfaron porque supieron interpelar el descontento y reconocerlo. Al final, claro, Trump no hizo sino servirse de las pasiones más elementales. Tucídides decía en su Historia de la Guerra del Peloponeso (hecho que agradezco a un alumno recordármelo) que tres cosas mueven a los hombres: el temor (en Trump: a los migrantes, esa bola de violadores y criminales), la ambición (en Trump: to make America great again) y el interés (en Trump: la promesa de una riqueza venidera gracias a la baja de impuestos y empleos bien remunerados, pero sólo para los verdaderos americanos).

 

El “evento Trump” no se puede desestimar. No sólo hay que comprender las causas externas que llevaron a su victoria (el temor, la ambición y el interés), sino descubrir su “verdad”. Y esa “verdad” es fácil de leer: se trata de una protesta contra la globalización y sus consecuencias pauperizantes, contra las élites empresariales y los medios de comunicación, contra un sistema electoral y de partidos que no hace la diferencia para nadie. Sólo que claro, su respuesta, como hemos dicho, no es ninguna respuesta: la globalización y el neoliberalismo encontrarán en la reducción de impuestos a los grandes capitales (que son naturalmente transnacionales) a su mejor aliado; las medidas económicas proteccionistas le darán razón al libre comercio, pues el neoliberalismo ha destruido ya las condiciones para que tales medidas sean siquiera implementables; la crítica a los medios masivos de comunicación fue justamente el modo en que Trump se abrió camino en ellos y los utilizó como propaganda gratuita; siendo una figura de y para los medios exclusivamente, sólo los retó para ponerlos a trabajar a su servicio, no para cuestionar su lógica; finalmente, lo único que avala el triunfo de Trump es el colegio electoral y toda la estructura de Washington, a la cual deberá ser fiel para poder gobernar.

 

Pero a partir de aquí hay que dirigir la mirada a la sociedad civil y lo que ella previsiblemente hará. En tanto que Trump ha puesto nombre al descontento y ha ofrecido una “salida”, será la población que votó por él la que le exija mantenerse fiel a esa línea. Incluso una improbable moderación de Trump será inmediatamente castigada por el electorado, que desea ver el muro, que desea ver la deportación masiva, porque ello son los “prerrequisitos” para recobrar sus trabajos y su nivel de vida. Trump sólo es fuerte en tanto figura radical y son sus bases las que le exigirán en todo momento mantenerse en una actitud beligerante y protofascista. Si el discurso “políticamente correcto” proscribía la abierta discusión de los problemas sociales y políticos reales de E.U., el discurso racista no es más que la apariencia de la “sinceridad”. Sin embargo, el gesto de Trump ha dado luz verde a los sentimientos racistas, xenófobos y misóginos que siempre han existido en E.U., los ha liberado de todo sentimiento de culpa y los ha coronado como signos de autenticidad. Que el KKK salga a apoyar abiertamente a Trump sólo es posible en un espacio político donde su posición ha quedado legitimada. Probablemente la peor violencia no salga de Trump, sino de sus seguidores extremos, soltados como sus perros salvajes. Y quizá el mismo Trump se sirva estratégicamente de esta violencia no conducida, pero sí avalada por él. Es por ello que la lucha no será sólo contra un presidente y su gabinete, sino que ésta se desplegará en la sociedad de manera abierta.

 

¿Qué debe hacer entonces la sociedad prodemocrática, pero también crítica del sistema del cual Trump es un síntoma? Hay al menos 5 compromisos que debemos adoptar: 1) ser implacables con Trump sin cegarse a la lección que su triunfo nos ofrece; 2) no ceder a la tentación de pensar que Hillary y lo que ella representa era o es LA alternativa al Trumpismo y mucho menos una alternativa real de cara a la miseria mundial; 3) aventurarse a ensayar ideas de lo político que sorteen la división Trump/Hillary con miras a un “tercero”, una posición de: “ni uno, ni la otra”, lo que exige un trabajo dedicado, paciente y riguroso;  4) renovar las lecturas para mostrar la medida en que Trump no debe ser leído como una excepción, sino como la culminación de tendencias que comenzaron a configurarse desde la caída del Muro de Berlín, como el retorno y triunfo de la derecha y la obliteración de la izquierda, el encumbramiento de los medios de comunicación (ahora ampliados por las redes sociales) y la labilidad política de una población que hizo del entretenimiento el despliegue último de su deseo; 5) volver a forjar conceptos que nos permitan discernir el momento actual.

 

El descontento y el malestar fueron capitalizados por Trump. Tarde o temprano se verá el fraude que representa su posición. Pero si hay una lección que aprender es que para competir tanto con el statu quo como con sus exabruptos protofascistas o fascistas es que hay que generar una alternativa a la vez ambiciosa y prudente, capaz de ofrecer lecturas generales del malestar, pero sin pretender ofrecer grandes soluciones, las cuales sólo pueden provenir de la fantasía. Dichas “soluciones” propias de los movimientos de vocación derechista y fascista, apuntan siempre a la “verdad” de un pueblo o una sociedad, de lo que se trata es de tener en la mira, por encima de todo, a la justicia social.

   

 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.