¿Avance o retroceso?

  • Abraham Bonilla Rojas
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Coincidió el inicio de la campaña electoral nacional del 2015 con la lectura del libro “Violencia y política” de José Woldenberg, que contiene un buen número de artículos que en el convulso contexto de 1994, publicó en solitario o con otras personas. Por lógica, cuestiono ¿qué tanto se aprendió y evolucionó, acaso mejoró todo en nuestro país, en lo sustancial –por supuesto, formas y modos los hay nuevos- desde 1994 hasta hoy, 20 años más tarde?*

Quiero creer que no es necesario otro 94. Mas los tiempos y hechos debilitan esa esperanza. Un país convulsionado por, en esencia, casi lo mismo, no podía resultar en algo distinto. Contra mi deseo y contra mí, incluso, ocasionalmente supongo que el país –no es por que lo necesite, aclaro- si no es con otro 94, poco podrá hacer; y planteo que es contra mí porque, recordando un diálogo ficticio creado por Maurice Joly en “Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu” en el que el autor de El Príncipe le dice al francés, palabras más o palabras menos: mientras los hombres no sean ángeles, necesitan leyes. Aquel 94 Woldenberg lo pintó esperanzador, sin embargo parece que quedó en ello, en esperanza.

No comparto la idea de que nos esperan meses de tortuosas campañas. El conflicto son las campañas como se les conoce en el país, no las campañas en sí. Como republicano siempre deseo lo más apto y adecuado para la Nación, para los Poderes de la Unión y para el Estado Mexicano. Hay una no poca pobreza en este proceso. Es parte de la crisis; no solamente de los Poderes, también de la Nación y del Estado.

Lo que planteo en esta colaboración, es: el conflicto mexicano no se resuelve votando ni por la democracia. En una lógica secundando a Cicerón, jurista romano: si la democracia fuera buena, cualquier dictado emanado de ella sería el adecuado; y cuántas veces se ha visto que es, precisamente, por la concurrencia de una mayoría alrededor de “algo” que se cometen grandes atropellos. Si el conflicto de nuestro país se resolviera en las urnas, el mismo 1994 habría sido la solución: más del 70 por ciento del padrón participó en aquella elección; prácticamente ni para pensar que Zedillo ganó indebidamente. El origen del problema son los hombres y, aunque no en pocos casos son los hombres votados, no son tanto los nombres. Es decir, en efecto, la gente votada para cargos de elección popular tienen una gran responsabilidad en torno a su labor y a lo que les fue conferido; sin embargo, las instituciones persisten en el tiempo, los hombres no: el conflicto, pues, radica en la instrumentalización de las instituciones públicas del país. Podrá ser presidente el hombre más íntegro, el Congreso de la Unión tener a los representantes de mayor presencia y la Corte estar integrada por los más doctos y honrados; pero, si en las instituciones de los Poderes, están en sus áreas de sistematización –aquéllas que trascienden periodos constitucionales- personas corruptas y de bajo nivel, las esperanzas para los Poderes de la Unión, pero sobre todo para la Nación y el Estado Mexicano, son prácticamente nulas. En síntesis: una elección y trescientos cargos de representación directa y otros doscientos de indirecta, no pueden ni van a resolver el conflicto mexicano. El conflicto no se solucionará desde los mandatos, sino desde las instrumentalizaciones. Hasta aquí mi contribución.

¿Ir a votar o no ir a votar? Ni sí, ni no. Como dice un personaje: lo que les dicte su conciencia. ¿Se soluciona algo votando o no votando? Si no existen controles que permitan el sano desarrollo de la cosa pública –que no de la democracia; considero un gran error creer que todos debamos participar en todo lo público; además ¿quién o qué es “el pueblo”?- y de sus personas e instituciones, en lo absoluto. ¿Cómo aportar a la solución del conflicto, entonces? Ante todo, participando en la res pública, con los instrumentos y mecanismos existentes que a sí mismo se permitan mejorar.

Noto un gran escepticismo mutuo y recíproco entre los actores que estamos involucrados en el proceso: desde considerar al electorado como fácil de influenciar y poco determinante en sus decisiones hasta el claro menosprecio y desprecio –de la población, es lógico, se entiende que lo sienta; pero no debe perderse de vista que no son el problema las instituciones sino la sistematización de ellas- de los actores todos (me refiero a todos los “visibles” y a parte de los “no visibles”) hacia una institución tan importante para el Estado Mexicano como lo es la Cámara de Diputados y el Honorable Congreso de la Unión –se cuestionarán, con razón, que qué de honorable tiene; todo, el espíritu de la institución no siempre camina en una vía paralela al de los hombres de la institución misma- que es pilar fundamental para el Estado Mexicano y para la Nación, para todos. A nadie conviene una institución pobre y mediocre.

Hay, en el marco de este desprecio, una banalidad con respecto –o de frente a- la Cámara baja, indeseable. En efecto, parte de sus facultades consisten en gestiones presupuestarias para, yendo en un discurso aproximado a la letra de la Constitución, alcanzar el Desarrollo Nacional, el bien y la prosperidad de la Unión. Pero esta Cámara no es sólo eso; en sus manos tiene también las facultades de legislar asuntos del mayor interés para, precisamente, el bien, la prosperidad y el desarrollo que simplemente están ausentes.

Finalmente, vale la pena mencionar que la violencia tampoco conviene a nadie. Así sea una “justiciera” violencia como en 1994 o persiga los más codiciados buenos propósitos, a la violencia debe respondérsele con un rotundo “no”. La violencia solamente se alimenta así misma, (de)generando en más violencia en un alterado espiral indeseable e inconveniente para todos. Para la solución de conflictos y la construcción de acuerdos es, justamente, que existe el espacio de la cosa púbica, los instrumentos y las instituciones. Hay que aprovecharlas.

Twitter: @JAbrahamRojas

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