Año nuevo, nuevo inicio

  • Jorge Luis Navarro

Fin de año. 2014 un año desastroso, en muchos sentidos. Pero en realidad, no ha dado mucho más de lo que hemos sembrado: una sociedad basada en la mentira, en la corrupción y la impunidad  como escudo, en el abuso  y el cinismo de los actores políticos, en la indiferencia y la resignación social, no puede durar cien años. Asistimos a los signos de una descomposición en la que los mundillos de la política, de la “industria del entretenimiento” y el crimen organizado, (¿debemos incluir la industria de la construcción?) nos descubren sus contubernios y sus pactos de aprovechamiento recíproco. Esta podredumbre casi legitima la irrupción de la violencia y del anarquismo como vía para… quién sabe dónde.

Los últimos días del año han sido de propósitos y de predicciones, oficio de pitonisas de la tv. El ritual de año nuevo revela en parte la necesidad de algo que rompa la monotonía del tiempo, del simple y rotundo “nada nuevo bajo el sol”. Los más entusiastas promotores del ecologismo y la feligresía de la madre naturaleza, podrían fijarse en la indiferencia y monotonía de los ciclos naturales, para los que la peripecia humana, el llanto de un niño, la angustia del hombre solo, la ternura de una mamá, una caricia, una mirada, no significan absolutamente nada; todo se disuelve en el tiempo que “lo devora todo”, como agudamente lo intuyeron los griegos.

Se oculta en el rito social del año nuevo el deseo de la novedad, de un nuevo inicio, de que la vida, que tiende a reducirse a la “ya visto”, nos done novedad y sobre todo renovación. Como aquel viejo del Evangelio; ¿cómo puede un hombre nacer siendo viejo?

No nos podemos resignar a que la decadencia, la tendencia a la decrepitud, la extrañeza y enemistad entre los hombres, la corrupción y la violencia que campean en nuestros lares, la prepotencia de los poderosos, los influyentes acostumbrados a vivir del privilegio, la injusticia inveterada, se resuelvan con un “nada nuevo bajo el sol”. Deseamos un cambio, no una maniobra más, no multiplicar comisionados, sino la irrupción de algo nuevo, de algo que nos renueve. Quizá deseamos un imposible.

Aunque los propósitos de año nuevo y las predicciones parecen encerrar este deseo, irremediablemente lo traicionan, porque lo identifican con el poder y el control, con lo que ya sabemos. El deseo se traduce en proceso, en estrategia y la vida se reduce a mecanismo, poder y control. Así como crudamente lo han descrito Deleuze y Guatari: “Ya no existe ni hombre ni naturaleza, únicamente el proceso que los produce a uno dentro del otro y acopla las máquinas. En todas partes, máquinas productoras o deseantes, las máquinas esquizofrénicas, toda la vida genérica: yo y no-yo, exterior e interior ya no quieren decir nada.”

Deleuze y Guatari parecen ironizar nuestros más caros deseos para el año nuevo (iniciar la dieta, hacer ejercicio, conseguir un abdomen de “lavadero”, ahorrar para comprar un coche, estudiar una maestría) mostrando que todo esto no es otra cosa que poner a punto la “máquina deseante” que somos para acoplarnos mejor al sistema. El fittnes, la nutrición, el chequeo médico, el manejo del stress, las previsiones para el retiro, la ergonomía del diseño, todo semeja una afinación de maquinarias y sus acoplamientos. Finalmente vivimos dominados por infinidad de reglas que nos ofrecen orden y seguridad pero exigen un equilibrio cuasi milimétrico insostenible. Reglas que son como las instrucciones para el uso.

Lo paradójico es que el cambio o la novedad nos incomodan. Hasta el ocio y el descanso se planifican y se ponen bajo control: los contratiempos nos desquician. Para el alma burguesa la comodidad es un valor que no se negocia fácilmente.

La novedad, la fuente de la novedad en el mundo, no consiste en cambiar las reglas, ni está en la naturaleza, con todas sus maravillas, que serían nada sin la conciencia maravillada del ser humano. ¿Qué serían esos fulgurantes amaneceres del desierto o el sol ocultándose tras los volcanes en un haz de tonalidades rojo-naranja, sin la mirada conmovida de uno? La tierra habrá cumplido millones y millones de veces sus ciclos de rotación y traslación. Ni ella ni el Sol “saben” de atardeceres. Los provocan y no los miran. Pero aquel burócrata, agobiado y somnoliento, de regreso a su habitáculo, que llaman casa, recostada la cabeza sobre el cristal del “micro”, es asaltado por un estallido de colores y tonalidades en los que el ocaso, ocioso, se entretiene por las tardes, y experimenta un leve sobresalto, como una taquicardia casi imperceptible. Es la novedad. Nunca hubo un atardecer así, para él. Es posible que ese día abrace a su mujer con un poco más más de ternura. Creo que la ternura, la delicadeza de la palabra, del contacto, del beso, no el puro choque de los cuerpos, es una forma de novedad, no existe la ternura de rutina: en el beso rutinario, o la bendición que las mamás dan a los hijos, se suele colar una particularidad que la hace diferente, en la voz, en la mirada, en la manera como abraza. Los adultos, no sólo los niños, tenemos enorme necesidad de ternura; ella sola puede hacer que cada día todo sea nuevo.

La novedad se introduce en el mundo como un “nuevo inicio”, con cada hombre que nace. Esta es una de las más potentes intuiciones de Hannah Arendt. Lo que sustrae lo humano a la ley de la decadencia, se encuentra en la misma condición humana: “El lapso de vida del hombre en su carrera hacia la muerte llevaría inevitablemente a todo lo humano a la ruina y la destrucción si no fuera por la facultad, inherente a la acción, de interrumpirlo y comenzar algo nuevo”. (La condición humana)

La Arendt de esta manera ha encontrado que esta capacidad de novedad es una de sus características más notorias del hombre, que además lo vuelven irreductible a ningún proceso natural. Ya que  “los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar”. [Cfr. La condición humana, p. 265]

Arendt ha encontrado en San Agustín, la novedad como clave de lo humano. El hiponiense siguiendo una larga tradición de exégesis bíblica, distingue en los orígenes de la creación una diferencia en la palabra creadora de Dios, quien ha llamado a la existencia al seres de la naturaleza con un “hágase” [Hágase la luz…], en cambio en la creación del hombre el verbo creador es enteramente personal: hagamos. Esta diferencia permite afirmar a Agustín que mientras las cosas se remiten a un principio, en el caso del hombre, hay un comienzo. “Para que hubiere un comienzo (initium) fue creado el hombre”. Con el hombre se instaura un comienzo, pero no sólo con el primero, sino con cada uno. Por eso cada persona es irreductible a sus condiciones anteriores.

Un nuevo inicio, un comienzo, es la auténtica novedad en el mundo, porque con cada hombre se establece una iniciativa (initium), la posibilidad de introducir un nuevo curso de acción.

La vida cambia más que por el cambio de circunstancias, por la capacidad de comenzar de nuevo. Lo más extraño del discurso paulino sobre el “hombre viejo” y el “hombre nuevo”, es que aconteciera un cambio real en la vida de las personas, una nueva alegría de vivir, una nueva esperanza aún en las condiciones más duras, una nueva disponibilidad para afrontar las circunstancias.

 

 

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