Zonas en un desierto conceptual

  • Arturo Romero Contreras
La tarea de la filosofía. Las aportaciones de Kant con la crítica. El mundo desorientado, la premisa

La muerte está de un lado, la vida del otro. Nombramos a los muertos en la ofrenda y contamos en estadísticas a los vivos. Pero este borde nunca ha bastado. La literatura ha creado al vampiro, un muerto viviente. Las religiones han convertido la vida inmediata en una muerte que sólo adviene a una vida segunda tras la conversión. El desaparecido es también una figura entre la vida y la muerte, a la vez sin altar y sin lugar a la mesa. Se dirá que se trata de metáforas, pero no, se trata de términos donde se juega todo. Los estados biológicos que concebimos como vida y como muerte han recibido también sus nombres por alguna conveniencia conceptual y no al revés. Sabemos sin embargo que no nos damos por satisfechos con estar vivos, de ahí que hoy citemos tanto la distinción griega entre la vida biológica (bios) y la vida política (zoé), entre la mera vida y ese plus (la vida justa, la vida feliz, la vida auténtica) que la hace digna de ser vivida. Finalmente, como los estructuralistas reconocieron, el lenguaje mismo es, en su estructura y funcionamiento, una insistencia entre la vida y la muerte: mi palabra es indiferente a que esté yo vivo o no (Ella me sobrevivirá), de la misma forma que al lenguaje no le importa si lo que representa existe o no. Aunque se equivocaron en creer que esta era la única función del lenguaje. Si es verdad que éste constituye un sistema de “signos”, ellos no están hechos meramente para “reemplazar” (significar) el mundo, sino para operar como un sistema de indicadores de tráfico, como indicaciones de dirección y sistemas de mapas, cuya función es permitir rutas y trayectos con los cuales navegar el mundo. Ni representarlo, ni (re)producirlo meramente. 

Si generalizamos el ejemplo anterior será fácil ver que todo lo que importa realmente se juega en los bordes, que deciden, que parten y reparten. Estar dentro o estar fuera: de una clase, de una nación, de una categoría. Estar arriba o abajo: en la estructura de los seres (por ejemplo, arriba los racionales, abajo los irracionales), en la cadena productiva (ser propietario o proletario). Estar a la derecha o a la izquierda: del padre, del espectro político, en una cadena significante, en una cifra. Todas estas líneas, y las divisiones y distribuciones que implican, deciden nacionalidades, acceso a presupuestos, tratos y maltratos, “ayudas humanitarias”, persecuciones, derechos y obligaciones.

Pero ya incluso el tiempo mismo es un juego de límites. Cuando hablamos del tiempo como articulación de presente, pasado y futuro, lo relevante no es la secuencia, sino el hecho de que el tiempo mismo se divida, que se hable de él en al menos tres dimensiones. Si Agustín se preguntaba cómo es posible la duración, es decir, cómo se zurcen los tiempos, había que preguntarse antes por qué éste se diferencia en sí mismo. La maravilla del tiempo no es su continuidad, sino que se divida, que exista ese umbra-punto de inflexión donde el futuro se transforma en pasado.  El presente no es lo que permanece. Es más bien un punto singular, un punto de quiebre y transformación. Recordar, actuar, percibir, todo eso que llamamos “actos mentales” o cogitaciones son en realidad operaciones de puntos que crean inflexiones en la vida.

Pero el tiempo que más importa es de los umbrales: llegar (demasiado) temprano o (demasiado) tarde. Estar a punto de… Cuando decimos “ya casi”, cuando apelamos a la víspera, cuando señalamos un acontecimiento inédito; cuando decimos “no más” (que puede ser el “ya basta” de un movimiento social, o el hartazgo de una vida crónica). La filosofía ha amado siempre los sustantivos y los verbos, porque los ha hecho coincidir con el objeto y el sujeto, con las cosas y con la acción, pero los adverbios, son transversales a esta relación: pronto, ya, siempre, a menudo, antes, son puntos de orientación, difusos en el plano, pero precisos en la vida (en sus efectos, digamos). Así se indican la agonía, la inminencia, el aburrimiento, la espera, todo aquello que constituye la rítmica y la dinámica de la vida. Su cualidad consiste en hacer jugar límites difusos, que terminan por constituirse en regiones. Usualmente decimos: de este lado está lo actual, de este otro, lo inexistente; me puedo “parar” o colocar en esas zonas donde los fenómenos se pueden discernir con toda claridad (zonas con regiones claras y distintas). Pero hay también regiones de indiscernibilidad, donde el terreno es sinuoso o se encuentra desenfocado y donde es preciso tomar decisiones.

Muchas veces se dice que esta condición nuestra sólo la capta el arte y que la ciencia constituye el esfuerzo (vano, por cierto) por revertir o trascender esta condición. Por la ciencia actual está lejos del sueño de predicción absoluta: tanto el que invocan científicos trasnochados, como el que critican filósofos ignorantes. La ciencia por excelencia es hoy la estadística. La estadística no traza líneas divisorias, sino que ofrece espacios de probabilidad, con sus correspondientes márgenes de error. Quien conozca un poco de estadística sabe que ella se construye sobre la base de constantes decisiones. ¿Qué margen de error es aceptable? ¿Qué grado de correlación es legítimo para la física, para la biología o para la psicología? El ejemplo más patente de la situación en la que se ve envuelto el estadístico permanentemente es la siguiente: decidir entre el error tipo “a” y tipo “b”. Lo que está en cuestión es decidir ¿qué es más grave: contar un caso como positivo, cuando es negativo, o como negativo, cuando es positivo? Los efectos son graves en la medicina: un falso positivo de HIV o no diagnosticar la infección cuando ella está presente.

Ésta es la realidad de nuestros paisajes conceptuales: de la manera más genérica parece suficiente dividir entre lo positivo y lo negativo: cortar con una navaja el mundo y partir y repartir a los seres y sus cualidades de manera clara, distinta y unívoca y, si es posible, en dos áreas. Pero al desplazarse a través de y al emplear los conceptos y la lógica (los valores de verdad, que suelen ser dos: falso y verdadero), las fronteras ofrecen un carácter más problemático. ¿Cuántos granos hacen falta para crear un “montón”’ Que “mañana llueva” ¿es verdadero o falso? Si ni acepto, ni niego una proposición, sino que rechazo el campo completo de opciones ¿me comporto lógicamente o soy un necio? Chesterton decía que un loco es aquel que ha perdido todo menos la lógica. La lógica tradicional, entiéndase. Porque el necio no es quien no se conduce de acuerdo a la lógica, sino de acuerdo a una sola lógica, que no es capaz de cambiar de contexto, ni de escala. Y he ahí otro sitio donde operan los bordes complejos: entre los contextos y las escalas. El contexto es el borde que transfigura las significaciones. “Mirad la pobreza”, qué distinto cuando esta frase se pronuncia en una manifestación y cuando emerge de entre las líneas de un discurso oficial. Pero, como venimos diciendo, los bordes no son siempre claros, por ello el conflicto, el diferendo, no pueden ser erradicados: ellos habitan en las zonas grises, en las fronteras sinuosas, en los bordes borrosos.

Es cierto: se puede vivir en la claridad y distinción de los conceptos y los dos valores de verdad, siempre y cuando uno decida escoger artificialmente su terreno y delimitarlo a conveniencia. Pero el mundo está lleno de agujeros, de zonas grises, de fronteras movedizas, de bordes extravagantes, de pliegues (paradojas, autoreferencias), de excepciones (zonas y umbrales donde una función o una regla deja de cumplirse), de valores adicionales (lógica polivalente), sin que ello haga inútil el mundo de líneas simples. La complejidad de las líneas se tiende entre la mirada estratégica y las exigencias que se nos imponen desde ahí.

Ahora vayamos a la filosofía, ¿qué significa todo este aparente revoltijo conceptual que habla de todo y de nada? La filosofía puede seguir discutiendo sobre el ser y no-ser, sobre la existencia, sobre la vida, sobre Dios y el mundo, pero ya no podrá hacerlo como hasta ahora, es decir, creyendo saber y creyendo dominar qué significa el “no” del no-ser; la “oposición” entre la verdad y la certeza; lo “lógico” como supuesta delimitación y articulación a priori y segura de todo lo que puede ser dicho. El arriba y el abajo, el adentro y el afuera, lo originario y lo derivado: nada puede ser ya seguro. Es por ello que nuestra época puede ser identificada por su profunda desorientación conceptual y metafísica. Podemos criticar la visión acartonada y académica de la filosofía e invocar la vida, la belleza y el arte. Pero cuando hacemos esto, pretendemos conocer con toda claridad y fuera de toda duda dónde se juega la “verdadera vida”, actitud a partir de la cual administramos nuestro desdén.

Kant es famoso por sus “Críticas” (de la razón pura, práctica y de la facultad de juzgar). La palabra crítica proviene del griego krinein, que significa separar, pero también decidir, en el sentido de discriminar, distinguir, juzgar. La crítica no pone, ni impone, sino que reconoce y expone los bordes y límites de la razón pura, de la razón práctica y de los juicios. Toda la arquitectónica kantiana hace eso: trazar los bordes: entre lo práctico y lo teórico, entre lo empírico y lo trascendental, entre lo determinante y lo reflexivo, etc. Kant se une así a la tradición filosófica que se entiende a sí misma como un arte de la división (como dice Platón en su diálogo El Sofista). Filosofar es crear conceptos que parten y reparten a los seres: consiste en dividir y separar. Pero filosofar consiste también en borrar falsas fronteras y en sobrepasar supuestos límites absolutos heredados por la tradición.

Ahora bien, ahí donde parecería que todo está ya en su sitio, que la tarea crítica ha terminado, Kant escribe un opúsculo llamado “¿Qué significa orientarse por el pensamiento?”. Es como si ahí Kant reconociera que la arquitectónica no basta, como si todas las líneas que dividen y separan los espacios exhibieran una insuficiencia, porque el mundo se presenta también de manera extravagante. Si Kant había dicho que nada puede aparecerse (ser fenómeno) para nosotros fuera de ciertas estructuras de la sensibilidad y el entendimiento, aquí debemos aceptar “manifestaciones ambiguas”, hechos para los cuales no tenemos concepto (y también, ¿por qué no?, conceptos ambiguos y extraños, a la espera de alguna aplicación). Yendo más lejos, podríamos incluso decir que hay manifestaciones ambiguas para las cuales incluso las ideas clásicas de tiempo y el espacio como estructuras de sucesión y simultaneidad de la sensibilidad, tampoco alcanzan. Es ahí donde ya no opera el entendimiento, sino el pensar, es decir, la razón. La razón, pues, no consiste en la aplicación de categorías ya hechas, sino en la producción de conceptos, pero no de manera aislada. Pensar es crear racimos de conceptos y crear este conjunto de conceptos exige nuevas divisiones, articulaciones, transgresiones, escalas y contextos, es decir, límites: sinuosos, difusos, contradictorios, complejos.

Kant comienza el texto de manera muy curiosa. Dice: cuando hemos perdido toda orientación podemos comenzar con nuevas distinciones muy simples a partir de elementos mundanos, por ejemplo, nuestro cuerpo. ¿Cuál es mi derecha y cuál es mi izquierda? Tómese esta pregunta en sentido corporal, tanto como en sentido político. A partir de ahí podemos producir un conjunto de cartas que, a veces, podemos “pegar” en un atlas, a sabiendas de que ningún mapa duplica, en sentido estricto, el mundo. Si consideramos a Kant seriamente en nuestra época, estaríamos llamados a trazar un mapa (en realidad, varios mapas) del mundo, pero ahora incorporando lagunas, lógicas paraconsistentes, probabilidades, límites borrosos, fronteras sinuosas.

Parece que con esto no decimos nada del mundo, que todo se queda en abstracciones, que hace falta el trabajo concreto de articulación de cada ciencia con los conceptos espaciales que aquí solamente invocamos. Es verdad. Y, sin embargo, ya la misma idea de “abstracción” parece sospechosa, porque supone saber lo que significa lo concreto, lo real, lo efectivo y precisamente nuestra desorientación proviene en buena medida de no saber ya qué sea eso.

Habrá que ir lentamente; pero sobre todo habrá que aceptar la doble inyunción de crear nuevos espacios conceptuales para orientarnos y de tolerar la desorientación misma como característica del mundo que no puede arrancarse de raíz.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.