Algunos rasgos de nuestra época y tres preguntas para un sujeto

  • Arturo Romero Contreras
¿En qué creo? ¿Qué deseo? ¿A qué estoy dispuesto?

Comencemos con algunas ideas preliminares sobre nuestra época. Todos los hombres se inclinan por naturaleza al saber, para no saber nada de sí. Éste es el “dato” de nuestros tiempos: la insaciable pulsión de saberlo todo al tiempo de no querer saber nada de lo que aguijonea nuestro deseo. Pero no hay para nosotros objetos de conocimiento, sino objetos de deseo: agujeros negros que nos precipitan hacia ellos irremediablemente. Poco a poco se desvanece la imagen del mundo como nuestra construcción consciente. Por herramienta debemos entender aquellas cosas que nos convencen de que somos nosotros los que las usamos. Antes que nombrar las cosas las cosas del mundo, recibimos el peso del nombre propio; antes de mirar somos mirados por el ojo indeterminado de los deberes; antes de hablar somos hablados por el lenguaje, antes de usar las cosas somos utilizados por ellas, antes de producir somos producidos: ésta es la inversión en la conciencia de nuestros tiempos. Con rapidez acusamos a nuestro presente de ser frío y calculador, pero con la uña podemos levantar el esmalte de esta superficial apariencia para ver que el mundo contemporáneo tiene más de casino que de laboratorio. La adicción es un rasgo de la época, no de personalidad; las drogas no son sino el cuadro blanco sobre el cual proyectamos nuestra voluntad de adicción, que lo mismo se aferra a sustancias, pensamientos y trabajo que a mercancías.

 

Para nosotros ni la muerte, ni la eternidad ofrecen consuelo alguno: nuestro dolor proviene de un tiempo crónico, que no apunta a ningún comienzo ni a ningún final. Sobre este tiempo que no llamaremos homogéneo e indiferente, porque es más bien frenético y salta de crisis en crisis, todo está siempre en riesgo, pero no por ello promete nada diferente. Sobre este escenario crónico se despliega el espacio de nuestro nihilismo capitalista en el cual no nos importa lo que hagamos, con tal de que sea siempre más. Éste es el automatismo de potenciación que nos impulsa ciegamente: voluntad de voluntad, valorización del valor, rendimiento del rendimiento: plusvalor, incremento, romper la marca. Los sacerdotes del presente predican que este mundo es el peor de todos los mundos, con excepción de todos los demás y que por ello debemos aprender a amarlo. Igual situación apreciamos cuando el paciente visita a su doctor para manifestarle que el tratamiento no le funciona, a lo que éste le responde: ¡pues imagínese como estaría sin tomar el medicamento! Como inusitada certeza nuestros alquimistas modernos afirman que el plomo de la competencia más salvaje se debe convertir en el oro de la abundancia, si se conocen las fórmulas del libre mercado. Predican la fe en el equilibrio todopoderoso y el fruto de su vientre: la maximización. Pero como malos magos, dejan ver su mano callosa moviendo la supuesta mano invisible. Su fraude es simple: ocultan que en el mundo de la competencia absoluta ganares idéntico a que el oponente pierda, por cualquier medio. El saber práctico que nos concierne en este escenario no tiene que ver con tácticas de competencia, sino en cómo inclinar el fiel antes de que la justa comience. Productividad, eficiencia y control: esto es todo lo que el capitalismo no ofrece. La supuesta productividad queda ridiculizada por el derroche mundial de trabajo, de recursos, de conocimiento, de esfuerzo. La escandalosa eficiencia de las máquinas se ruboriza cuando se considera la ineficacia de casi todas las tecnologías: programadas para descomponerse, programadas para acoplarse a un sistema de servicio y refacciones, opacas hasta el punto de que ya no existen expertos que entiendan las cosas que tienen enfrente, produciendo más necesidades de las que solucionan. Recordemos la paradoja de Iván Ílich: el hombre de a pie puede alcanzar 10kph; el coche puede llegar a los 200 kph; en la ciudad embotellada, el promedio de velocidad en el auto es de 5kph. Los grandes cálculos de maximización se enmarcan en contextos pequeños, pero a gran escala no podrían ser más mentirosos. Consideremos tan solo la estupidez en el manejo de los recursos (contaminación, desperdicio, incapacidad para reciclar), los inútiles enredos de la economía (numerología –o vudú, como le han dicho ya- para disimular la más pedestres ambiciones), etc.

 

Poco ayuda al respecto la condena generalizada que se hace de la abstracción y la teoría. La teoría está ausente ahí donde gobiernan el pensamiento automático y las fórmulas prefabricadas del sentido común. La abstracción se condena porque nos hace sentir descobijados en un mundo sin amor, la teoría, porque no llegamos a sentirla en la piel. Pero olvidamos cosas elementales, ganancias históricas que no deben perderse. La grandeza de la modernidad reside precisamente en la conquista de la abstracción; no hay más grande logro que éste: que el Estado nos trate como números, en vez de hijos-sirvientes. Nada más digno que ser llamado un ciudadano genérico, para que el Estado no deba entrometerse en nuestra vida, ni nuestra personalidad. Soportar un rótulo abstracto como “ciudadano” y tener que arreglarse la personalidad en cualquier sitio menos en el Estado: ésta es la definición mínima de libertad que se debe pedir. Pero esto no durará mucho tiempo; las multitudes piden a gritos ya por todo el planeta regresar a la vieja y maloliente casa de su infancia: nacionalismos, ensalzamiento de las lenguas nacionales, identidades de todo tipo son elevadas a una dignidad espuria. La sociedad capitalista transforma a un sujeto en “nadie”, en una sociedad justa aspiramos a no ser cualquiera, sino como cualquiera. Para ello hace falta como nunca el coraje de contemplarse y la capacidad de sosegar y poder dirigir la atención para poder pensar claramente. Se suele celebrar la dispersión, sea en el entretenimiento, en el mercado y o en cierta filosofía. Se le toma como un signo de libertad, de supresión de las restricciones y de toda unidad impuesta. Pero la dispersión acaba en aburrimiento y sopor, y en una profunda incapacidad de hilar pensamientos y de comparar grandes patrones y estructuras. Peor aún, se acostumbra hoy mirar a toda autoridad, a toda disciplina y a todo rigor como signos de una sociedad pasada y autoritaria, que debe dejar paso a la diversión, la creatividad, la espontaneidad y la horizontalidad. Pero esta sociedad supuestamente sin jerarquías solo desbarata jerarquías formales y, lejos de ofrecer una sociedad horizontal, va dejando paso a otras maneras informales y no reconocidas del poder que se ejercen de forma silenciosa y que no puede ser sometidas a ninguna rendición de cuentas, ni crítica abierta. Por otro lado la “espontaneidad” hace imposible coordinar cualquier acción a gran escala.

 

No es que no podamos cambiar las cosas, es que no lo deseamos en lo más mínimo: pocas veces ha habido tiempos tan complacientes como el nuestro. O queremos cambiarlo todo, radicalmente, sin cambiar nada realmente. En los pudorosos 60’s nos espantaba la idea de un ojo que nos vigilara permanentemente, hoy no sabríamos qué hacer si nos dejaran de mirar. Si antes era el Estado el que vigilaba a los ciudadanos en contra de su voluntad, hoy acuden ellos, orgullosos de su exhibicionismo, a la esfera de la información para regalar su información y pregonar sus gustos y tendencias. Nadie soportaría hoy dejar de ser visto, es nuestro índice de realidad.

 

Estamos obsesionados con lo nuevo, incluso estamos convencidos de que necesitamos algo nuevo para superar esta obsesión con lo nuevo. Pero, ¿qué es lo nuevo? Lo nuevo no es aquello que nunca ha sido visto o lo inaudito, sino lo que se ve con ojos nuevos. Lo nuevo no es un elemento que nunca había estado ahí (eso se llama milagro). Lo nuevo sería la conexión entre aquello que había estado ahí ya siempre. Lo nuevo no es el elemento que no se había contado sino con el que no se contaba. Lo nuevo es lo simple que no se sabía que se sabía y con el cual acaba por saberse que no hay nada que saber en sentido estricto. No hay nada nuevo bajo el sol, excepto el sol mismo. Pero hay que detenerse un poco para darse cuenta de que lo que nos importa no es lo nuevo en sí, ni lo diferente, sino lo justo. Bien podríamos decir que todo es siempre diferente, que nada permanece, pero se trata de diferencias indiferentes, que no hacen nunca diferencia. Es falso que la rebeldía se limite a la innovación; a veces no hay nada más revolucionario que insistir en las verdades para que no perezcan, en los ideales de aquellas causas perdidas, como la justicia. Ni lo nuevo, ni lo viejo es rebelde en sí, sino sólo aquello que se orienta por la justicia.

 

Nuestro pensamiento de izquierda ha llegado al extravío de confundir capacidad de satisfacción con el conformismo, la apertura con lo indeterminado y ha hecho del fracaso la prueba misma de su éxito. Tan lejos llega nuestra complacencia que decimos que sí errar es humano, tremendo derroche de humanidad debe ser el nuestro. Uno de los rasgos más patentes que exhibe cierta intelectualidad de izquierda es el más profundo desprecio por su época, a tal punto que dirige su mirada a “el otro” más por un asco propio que por una profunda apertura. Los de corazón más tierno lo hacen acaso por culpa. Lo cierto es que no hay forma más violenta de neutralizar al vecino que enviándolo a la Siberia de la cultura; a la otredad. El crimen más viejo no es el que se cometió contra un lejano e indiferente extranjero solo por ser otro. Fue Caín contra Abel, un hermano compitiendo por el amor de Dios.

 

En este escenario, sabemos perfectamente qué hacer (el mundo marcha), pero no lo que queremos. Sabemos hacer, pero no podemos detenernos. No es que falten direcciones, es que el peso del rumbo es ya demasiado para nuestra pobre voluntad. Abundan las soluciones faltan los problemas. Pero no hemos alcanzado discernir hasta ahora entre lo que queremos y lo que podemos, entre el deseo, la potencia, la prepotencia y la impotencia. Es posible que no sepamos ya querer, o que queramos no querer ciertas cosas, mientras que en otras, quisiéramos quererlas. Mientras tanto, nos lamentamos por quererlo todo y no querer nada a la vez, admitiendo que lo que más quisiéramos, es querer. Y menos aún reflexionamos sobre la línea que separa nuestra condición, es decir aquello que consideramos insuperable, de lo que puede y debe ser cambiado.

 

En este momento resulta necesario plantear preguntas. Frente a lo que de forma escueta hemos expuesto como algunos rasgos de nuestra época, advenir como sujeto significaría dejarse interpelar por las siguientes interrogantes: a) ¿en qué creo?, b) ¿qué deseo? y c) ¿a qué estoy dispuesto?

 

@arturoromerofil

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.