Los peligros de las neurociencias y la libertad de las neuronas

  • Arturo Romero Contreras
El cerebro. ¿Un objeto? Pensamiento, ¿configuración neuronal? Procesos automatizados. Libre albedrío

Las neurociencias son fascinantes. Nos muestras la delicada arquitectura y el sofisticado funcionamiento de un órgano sui generis del cual hacemos depender toda nuestra personalidad, nuestro pensamiento, nuestros estados de ánimo. El resto del cuerpo sobra un poco, porque, criaturas intelectuales, no podemos sino sorprendernos de que toda nuestra actividad más importante tenga lugar en un pedazo arrugado de grasa y neuronas.

Pero detrás de la fascinación y los impactantes avances, se esconde una convicción muy dudosa: que ese pedazo de grasa y neuronas (lo cual no es malo en sí mismo) puede, a la postre, ser conocido y controlado como cualquier otra cosa. El problema no es que todo lo que somos (culturalmente, si se quiere) esté en el cerebro, sino que la idea que se tiene de él proviene de un modelo muy endeble de ciencia, donde no hay sino objetos cognoscibles actuando bajo mecanismos causales simples que pueden ser manipulados para crear cualquier estado imaginable. Parodiando a Laplace: el estado actual del cerebro no es más que el efecto de su estado anterior y la causa de lo que ha de seguirle, de modo que conociendo el valor de todas las instancias y las variables involucradas en un momento presente, el futuro y el pasado estarían presentes ante nuestros ojos.    

 

Llévese adelante el juicio siguiente: si nuestros pensamientos, nuestro lenguaje, nuestros estados anímicos, etc., no son sino configuraciones neuronales, y si las configuraciones neuronales no son más que estados de una materia regida por leyes causales, entonces, todo nuestro mundo no es más que una gran cosa a la espera de ser conocida y controlada. Se puede decir que el “error” de la neurofisiología no consiste en hacer de la mente una materia, sino en hacer de la materia un concepto tan trivial.

 

En un horizonte que hoy suena de ciencia ficción, pero que de derecho no tiene nada de imposible, el conocimiento no sería ya un proceso de enseñanza-aprendizaje, sino un conjunto de datos que podrían ser bajados (downloaded) a un cerebro. La educación se haría directamente sobre las conexiones neuronales, sin necesidad de un maestro. Los estados de ánimo se podrían inducir y lograr lo que todas las religiones y libros de autoayuda han buscado desesperadamente: la felicidad en la palma de la mano. Si el trabajo manual logró robotizarse y el trabajo intelectual logró formalizarse y luego instrumentarse en computadoras que realizaran sus procesos gracias a la cibernética, no habría ya nada en el hombre que no pudiera ser suplido por una máquina o un proceso automatizado. Los crímenes se evitarían porque habríamos encontrado las conexiones que llevan a delinquir, elegiríamos a las personas perfectas para el puesto perfecto (¡mejor que cualquier República de  Platón o que el comunismo!). Intervendríamos nuestros cerebros a voluntad para elegir aumentar nuestra inteligencia, nuestra memoria, para modificar nuestra personalidad. El cerebro sería, en el límite, una tabula rasa dispuesta a todo tipo de modificaciones según nuestra voluntad.

 

Pero ahora, ¿de dónde viene esa voluntad? Ella, anclada también en el cerebro, ¿no podría ser igualmente modificada para no querer nada de eso? ¿Modificar el cerebro para que no deseara ser más inteligente?  Cosa curiosa, porque se habla mucho del cerebro a propósito de sus capacidades, pero poco a propósito de la voluntad. Excepto en un punto especialmente polémico. Muchos neurocientíficos han llegado a cuestionar el libre albedrío. Se dice: todo lo que pensamos y decimos, tiene un correlato estricto (isomórfico) con configuraciones neuronales. Es decir, que de derecho, lo que subjetivamente experimentamos como libertad, en realidad se gesta en un sistema causal (del cual no somos conscientes), por tanto, la libertad es una ilusión. En algunos experimentos se ha determinado que es posible inducir respuestas corporales o incluso cognitivas y producir, a posteriori, un sentimiento de haber decidido realmente. También se ha mostrado que cuando alguien manda conscientemente la señal de realizar un movimiento, por ejemplo, levantar un brazo, el impulso para hacerlo realmente le precede, de modo que el control que sentimos es puramente subjetivo, pero no “real” en la última instancia.

 

Los ejemplos de las neurociencias son sin duda interesantes, pero todavía bastante humildes. A propósito se pueden plantear muchas preguntas y ofrecer algunos comentarios. El primero es: el hecho de que el cerebro sea el correlato de estados mentales, no quiere decir que un estado mental sea traducible, punto a punto (biyectivamente) a una configuración neuronal. Por ejemplo, en el síndrome general de adaptación, cuando nos ponemos “nerviosos” por alguna evaluación, se activa un proceso que evolutivamente ha sido seleccionado para afrontar situaciones de riesgo físico: hay sudor, temblor, ganas de orinar, ansiedad, etc. El proceso es desencadenado por una evaluación cognitiva de la situación como riesgosa, pero el proceso involucra al cuerpo en muchos niveles. Cuando sentimos ansiedad, no es tan sólo un estado mental en el sentido de una configuración fija, sino un proceso de juicio, activación corporal y retroalimentación entre el cuerpo y el cerebro. Lo interesante es precisamente esta interacción cerebro-resto del cuerpo.

 

Hasta ahora hemos logrado establecer correlaciones entre estados mentales y configuraciones neuronales (y algunas relaciones causales más o menos simples), pero estamos muy lejos de comprender procesos y qué implica la relación del cerebro con el resto del cuerpo. Pero dejemos estos problemas de lado y supongamos una correlación psicofísica estricta: a todo estado mental corresponde unívoca, absolutamente (diríamos que hay una función biyectiva o un mapeo isomórfico) una configuración neuronal. Decimos que la depresión, por ejemplo, no es nada más que un desajuste en las cantidades de neurotransmisores. Los antidepresivos actúan sobre el mecanismo de recaptura de la serotonina, dejándola más tiempo disponible, de modo que se incrementan sus niveles. Pero pasar de la correlación depresión-niveles de serotonina a decir que la depresión no es nada más que un desajuste de serotonina no es riesgoso, sino una simple falacia. La depresión se caracteriza no sólo por andar tristón por la vida (o tristísimo para su caso), se trata de un estado que involucra pensamientos, personalidad, posición en la sociedad, el estado de esa sociedad (las oportunidades que se ofrecen, las agresiones, la exclusión), etc. Que no basta aumentar la serotonina para curar la depresión se obvia en la dependencia (y no me refiero a adicción, que es otra cosa completamente distinta) que han generado en el “mundo desarrollado” los antidepresivos y el pasmoso incremento planetario en su consumo.

 

Pero dejemos también ese problema. Al científico le gusta a veces jugar al tonto. Es bueno, forma parte del modo en que se puede avanzar en la ciencia (y en la filosofía también, por cierto). Sólo que hay modos de jugar a tonto o al muertito y lo peor es cuando uno deja de comprender que se trata de una estrategia y acaba por identificarse con ello. El científico se hace el tonto, por ejemplo, al decir que la alegría no es nada más que la presencia de un neurotransmisor. Digo que se hace el tonto, porque cuando regresa a casa le dice a su esposo que le hizo muy feliz que se acordara de su cumpleaños. Cualquiera sabe que son esas pequeñas grandes tonterías las que nos alegran. Así, la pregunta no es si la alegría tiene asociado un neurotransmisor, sino por qué y cómo es que lo que sucede en un cerebro, se transmite a otro cerebro por medio de la palabra (o del silencio, que, más que los hechos, dice más que mil palabras). En el fondo, en tanto sociedad, lo que importa no son los cerebros aislados, sino su forma de comunicarse, lo que implica el lenguaje. Y si se ha mapeado en el cerebro ese homúnculo de sensaciones (es decir, sabemos qué partes del cuerpo se representan en qué parte del cerebro) y sabemos de diferentes áreas de procesamiento (la visión en la parte occipital, la memoria en el hipocampo, la previsión en la corteza prefrontal, etc.), no tenemos ni idea de cómo operan los verbos o las preposiciones en el órgano en cuestión; podemos detectar que alguien lee, pero no sabemos cómo disparen las neuronas al leer a Kafka o a Osho.

 

Hay en todo esto un gran problema de órdenes de descripción. Cuando digo “estoy triste”, no puedo decir que la tristeza es un conjunto de procesos neuronales. Puedo decir, solamente, que existe esa correlación, pero justamente en el cerebro no existe la tristeza, sino sólo en su descripción subjetiva. En las neuronas puedo hablar de sinapsis, dendritas, redes, corteza, pero no de tristeza. Ahora, la motivación para estudiar las neuronas no proviene de las neuronas, sino de esos estados subjetivos que llamamos, por ejemplo, curiosidad o sufrimiento.

 

Con esto llegamos al punto central. Aceptemos por un momento la hipótesis de que no existe el libre albedrío. Por libre albedrío se entiende una acción no determinada por algo fuera de (o extraño a) sí misma. Soy libre si decido algo por mí mismo, sin ser forzado por nada ni nadie. Conduzcamos ahora un experimento mental. El cerebro, suponemos, es un sistema estrictamente causal-determinista y además no hay nada como niveles de organización, sino que la tristeza, el enojo, un pensamiento o una mala idea, no son más que relaciones neuronales (dejemos de lado si son estados, si son redes, si son procesos). El neurólogo gusta de tomar ejemplos simplones, pero para ir hasta el fondo del asunto, hay que considerarlo a él como un resultado de esa misma causalidad que atribuye al cerebro.

Así diremos: el científico que investiga el cerebro, no es más que el resultado de un mecanismo causal del cerebro. Todo: sus hipótesis, sus preocupaciones, su conocimiento, su método todo es resultado de mecanismos causales de su cerebro. Ahora, el objeto de la investigación es conocer las neuronas, pero son las mismas neuronas la causa de esa investigación. Por lo tanto, las neuronas se conocen a sí mismas. Ahora, si son las neuronas lo que conoce y lo conocido, entonces no hay nada exterior a ellas, las neuronas se determinan a sí mismas. Pero si ellas se determinan a sí mismas, entonces llegamos a la definición del libre albedrío: no ser determinado por nada más. Así, ¡hemos llegado a concluir que las neuronas son absolutamente libres! Pero resulta que en la neuronas sólo cabe el lenguaje de neuronas y relaciones, de estados y procesos, nada de “libertad”, que es un mero concepto y que sólo entendemos desde la conciencia.

 

El embrollo es mayúsculo. Pues esta libertad de las neuronas no la perciben las neuronas (porque ellas disparan, pero no comprenden), sino la conciencia. La conciencia comprende la relación entre el cerebro y ella misma. Pero resulta que esa conciencia sobre la relación mente-cerebro, no es más que un estado neuronal, pero que sólo se reconoce conscientemente, etc. ¡Estamos atrapados en un círculo! A final de cuentas hemos aterrizado en muy viejos problemas filosóficos. El neurocientífico que se comprende a sí mismo no puede evadirse de la filosofía, sin fallar, al mismo tiempo, a ésta y a la ciencia misma.   

 

PD. Este artículo lo estoy mandando justo después de enterarme de la matanza en Monterrey. No quiero apresurar el análisis y decir banalidades. Sólo agrego un breve comentario. La peor estrategia para tratar de entender este hecho es, sin duda, la “psicologista”, es decir, tratar de “hurgar” en la mente del chico para terminar diciendo que la “causa verdadera” de su acto fue una “depresión” o el “bulling”. Sin duda que ambas cosas pueden fungir como desencadenantes, pero la existencia misma de la depresión y del bulling son fenómenos de una sociedad y una época, con sus respectivas condicionantes. Como lo denunció desde hace ya casi dos años el Tribunal Permanente de los Pueblos (una versión del Tribunal Russell, ese juicio de conciencia  contra los Estados, llevada en esta ocasión en México), los jóvenes constituyen un foco rojo en este país: falta de oportunidades de trabajo, precarización laboral, falta de perspectivas profesionales, falta de políticas de inclusión, falta de promoción del deporte, falta de inversión en educación, falta de tiempo de los padres para criar a sus hijos, abandono, desaparición de espacios públicos, toma de las calles por grupos criminales y, asociado a ello, el creciente sentimiento (justificado por lo demás) de impotencia, puede encontrar en la detonación de un arma y en la violenta posibilidad de quitar la vida, un instante, absolutamente ilusorio claro, de poder arrebatado. 

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.