Tlaltepexi, Tulcingo de Valle, a cuarenta años

  • Luis Hernández Montalvo

El domingo treinta y uno de agosto de 1975, llegué a la población de Tulcingo de Valle. Ya pasaba del medio día y el viaje por más de cinco horas desde la ciudad de Puebla, me había cansado.

El camino pavimentado llegaba hasta la población de Tecomatlán y el sistema de transporte era muy deficiente, el camino era demasiado agreste. El clima es bochornoso y los moscos me pican todo el cuerpo y no me dan tregua. El día primero de septiembre debo presentarme a la Escuela Primaria Federal Bonifacio Valle.

Tengo hambre y mis recursos económicos no rebasan los ciento cincuenta pesos, por lo que tendré que gastar con cierta racionalidad. Busco una fonda y pido la comida corrida; aquí pregunto por algún hotel económico. Me indican que el hotel más económico es el del señor Camerino. Treinta o cuarenta pesos la noche, voy y me instalo. El hotel está ubicado frente al jardín del pueblo.

Salgo al jardín para tratar de reconocer el lugar, el calor es intenso y mis brazos están hinchados por los piquetes de moscos.

Apenas doy unos pasos frente a la iglesia y me encuentro con un rostro conocido. Se trata de Bernabé, un compañero de la Escuela Normal Rural de Tenería, en el estado de México. Salen sus padres, don Chucho Rojas me recibe con un saludo cálido, me presenta a sus hijas, una niñas sonrientes que les da gusto conocer a un compañero de su hermano.

Tengo una gran incertidumbre. Me asignan un grupo y el primer día de clases, conozco a varios compañeros, en su mayoría jóvenes, me dan la bienvenida, uno de ellos, me invita a quedarme en un cuarto que rentaba, sobre el piso de tierra y en un petate, dormí en mis primeras noches por estos rumbos de la mixteca poblana. Los primeros dos días me invita a comer; luego, me recomendará en una fonda para que me fíen los alimentos en tanto recibo mi primer salario. Será hasta el mes de noviembre cuando pague mis deudas. Una tarde que descansaba con la lectura del Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, me calló un alacrán en el pecho, del brinco que di, el pobre animal escapó entre los objetos regados. ¿Cómo agradecerle al maestro Aureliano por su hospitalidad?

En los primeros días y en las semanas que transcurrieron, las invitaciones a dar serenata –sobre todo a las guapas maestras de la población-, eran muy constantes. El médico del Centro de Salud, ponía las botellas de Whuisky y la directora hacía corajes porque la desvelábamos. Doña Clara Córdova nunca tuvo simpatía por nuestra presencia en lo que consideraba un espacio patrimonial y un día, a finales de octubre, nos dio nuestra adscripción provisional a la población de Tlaltepexi y con ello, nuestra primera novatada.

Nos dijeron que la población estaba a menos de una hora de la cabecera municipal. Eran las cinco de la tarde y decidimos iniciar el camino de inmediato con el profesor Felipe Arellano López, también, egresado de la Normal Rural de Tenería. Después de una hora de camino, estábamos en plena montaña, apenas un camino de terracería guiaba nuestros pasos y tal vez, por un instante, sentimos temor. Sobre nuestros hombros, llevábamos una maleta con nuestras cosas personales, unos libros de Celestín Freinet y nuestros apuntes sobre técnicas de enseñanza.

Recorrimos cerros y barrancas durante más de ocho horas. Pasaba de la una de la mañana cuando llegamos a la rivera del rio de una población que dormía y solo se escuchaban los ladridos de los perros, el canto de los grillos y las ranas o el sonido del agua que refrescaba nuestros pies. Nos quitamos los zapatos y atravesamos el rio; por nuestras cabezas revoloteaban los murciélagos. Por unos minutos permanecimos sentados en las piedras, estábamos muy cansados y con bastante hambre. Decidimos continuar nuestro camino.

A unos metros encontramos las escaleras del edificio de la Presidencia Auxiliar, pero de pronto vimos en la rendija de un jacal una luz que se filtraba y decidimos tocar. Nos contestó la voz de un anciano y no quiso abrir. Sin poder dar un paso más, nos quedamos sentados en las escaleras de la Presidencia, de pronto, aparece un joven con –un salón- un rifle en su mano y una anciana nos pregunta por los ladrones que quisieron asaltar a su esposo. Les decimos que nosotros tocamos la puerta de la casa, que somos los nuevos profesores del pueblo. Se disculpan y nos invitan a pasar, el dueño de la morada es don Juanito Valle. A cada uno de nosotros nos dieron un elote asado por comida y cena y un petate para descansar mientras las autoridades llegaban por nosotros.

Al día siguiente; los miembros del Comité de la Asociación de Padres de familia llegaron por nosotros, en el camino, venían felices los maestros que íbamos a reemplazar. Llegamos a la casa de don Adulfo. Su mujer nos había preparado el desayuno que consistía en un plato de arroz blanco condimentado con cominos, unos huevos duros, una salsa de cajete y unas tortillas saliendo del comal que nos pareció un banquete.

Aún no nos levantábamos de la mesa cuando escuchamos a una de las hijas de don Adulfo, lamentar el nacimiento de un becerro de dos cabezas que había muerto de inmediato, salí al patio y sobre un corral de piedras, me puse a llorar. A lo lejos corría un niño totalmente desnudo, cubierto de tierra caliza. Consideraba esto un castigo y entonces, venían a nuestro auxilio los consejos de nuestros maestros en la Normal: “Vocación, es aceptar libremente nuestro destino de profesores rurales”.

A las nueve de la mañana fuimos instalados en la casa del maestro un cuarto compartido por tres maestros y una mesa y tres catres de otates; posteriormente, fuimos presentados con el director, el profesor Mario Álvarez Tepoxteco.

A la Escuela Primaria Federal Lic. Benito Juárez, llegamos en noviembre de 1975. Posteriormente llegarían otras dos maestras pero aun así, éramos insuficientes y por esa razón, además del turno matutino, por la tarde atendíamos un grupo más, después, llegaban los adultos que no sabían leer y escribir. En algunas ocasiones, en su paso para Oaxaca, un supervisor se quedaba a escuchar nuestras clases por fuera del salón y cuando salimos, nos saludaba, se presentó y nos felicitaba.

Tlaltepexi, es una población en los límites de Oaxaca y Guerrero. En aquellos días, solo había dos calles, una de ellas comunica con la población de Xixingo. El camino de terracería llegaba hasta Tlalixtaquilla, Oaxaca.

El pueblo está ubicado a orilla del rio que nace en Xixingo, apenas un hilillo de agua, pero cuando pasa por Tlaltepexi, ya lleva un buen afluente, su agua es dura, los jabones, no hacen espuma pero su importancia para los pobladores es fundamental, sus aguas riegan los huertos y las hortalizas en donde se cultivan aguacates, mangos, mameyes, chicozapotes, maíz y frijol y en menor medida caña de azúcar, limoneros y naranjas, entre otras frutas y verduras.

Aquí comí los mangos “atenquis” –más verdes que maduros- que me llevaban mis alumnos o los conejos cazados en los campos de frijol. Las calles eran de una tierra caliza por eso, algunos niños, sobre todo los huérfanos, andaban desnudos y blancos de tierra.

Contrastaban las casas de adobe con aquellas que se construían con las varas de matorrales y lodo, en medio de corrales de piedra o tecorrales. Los fines de semana solía acompañar a la banda de música, en donde me permitían tocar la tambora y compraba el aguardiente, pero respetaban mi negativa a tomar. Solo salíamos –en mi caso- una vez por mes para ir a cobrar hasta Tulancingo, Hidalgo.

En algunas ocasiones nos acompañaban los padres de familia; pero en la mayoría de las veces, viajábamos solos, por la noche, en la madrugada, por la tarde, en plenos rayos de sol. Aquí dejamos los zapatos y los cambiamos por los huaraches que fabricaban los artesanos en Tulcingo de Valle. Las correas aún tenían los pelos de los chivos y ese era su atractivo. Estos fueron nuestros primeros pasos por el peregrinar de la docencia. (2 de septiembre de 2015). 

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