Otra imagen del General

  • Miguel Ángel Sánchez de Armas

Este miércoles 18 se cumplen 77 años de la expropiación petrolera, después de la Revolución la gesta más importante en la conformación del país que hoy llamamos México.

Adolfo Gilly ha dicho y nos lo recuerda (La Jornada, 18 de marzo) que fue “un rayo en cielo sereno”. Difiero. Creo que lo sucedido aquella noche del viernes 18 de marzo de 1938 fue la descarga anunciada e inevitable de un cielo que se comenzó a encapotar cuando el General fue comandante militar en las Huastecas a mediados de los veinte. La reforma agraria y el ejido, la legalización del Partido Comunista, el asilo a los republicanos españoles, la construcción de escuelas, la defensa de los trabajadores, la consolidación del sistema político que a la fecha nos rige, fueron la concentración de nubarrones que llevaron a la tormenta que puso a México al borde del conflicto armado con Estados Unidos e Inglaterra. Un episodio que nunca antes se había dado en el mundo moderno y que nunca después se repitió: la recuperación de manos extranjeras de un recurso natural por parte de un país inerme.

Cárdenas fue sin duda un estadista. Y tomó decisiones de Estado que no se han vuelto a igualar. Creo que sólo él pudo dar el paso de la expropiación: incluso dirigentes de la izquierda nacionalista como Lombardo Toledano reculaban ante la sola posibilidad de una medida así. Esto confirma que el hombre es inseparable de su obra.

Hoy, en memoria del General, cuya ausencia resulta dolorosa en el México contemporáneo, comparto con mis lectores una viñeta de su personalidad, tal como la escribí hace unos años:

En una comida en la casa de Fernando Benítez en Coyoacán hacia finales de los ochenta, hablábamos del general Cárdenas. Fernando preparaba una nueva versión de un libro sobre el divisionario de Jiquilpan para Océano y durante algunos meses nos habíamos reunido periódicamente, yo para escucharle y aprender, él para agobiarme con obsesivos detalles editoriales y constantes cambios a su texto.

En esa oportunidad habló de la personalidad del General, seca como un pergamino, impenetrable en su vida íntima, sólo abierta a lo público y a lo político. Se preguntaba por qué alguien tan generoso y desprendido, paternal con los débiles, campeón de los necesitados, hubiera decidido blindar su emotividad y escudarse tras un hieratismo desesperante para sus biógrafos. En alguno de sus libros Benítez escribió esta reflexión, no recuerdo ahora si fue el mismo que yo edité. Parece que el apodo “La esfinge de Jiquilpan” que a don Lázaro le acomodaron se debió tanto a lo impávido de su personalidad, como por que se le percibía como un oráculo de nuestra política.

Creo que todos los estudiosos del cardenismo han observado esta característica del General, y que es particularmente evidente en sus Apuntes. Más que autobiografía son una cronología precisa y fría de hechos que en su momento tuvieron en vilo a la nación, o desapasionadas narrativas de momentos que otros hombres en semejante circunstancia hubieran consignado con pluma de fuego y arrebato patriótico. Como aquél en donde asienta: “Al regresar de Zacatepec nos paramos a las 21 horas en la desviación del camino que va a Palmira, entre los kilómetros 79 y 80 de la carretera Cuernavaca – Acapulco, y llamé fuera del auto al general Francisco Múgica, secretario de Comunicaciones, y le hice conocer mi decisión de decretar la expropiación de los bienes de las compañías petroleras…”. Es decir, tomó la decisión política más trascendente en la historia moderna de México y la registra con la frialdad de quien ha llegado a la conclusión de cambiar el color de su casa. ¡Carajo! En contraste, cuando nuestro embajador en Washington, Castillo Nájera, lo supo, exclamó: “¡Ah chingao, si hay expropiación hay cañonazos!

Pero he descubierto que si uno es lector cuidadoso encuentra en la obra de Cárdenas y en testimonios de quienes le conocieron ranuras que permiten atisbar más allá de su blindaje. Parecería, a partir de estos observatorios, que era una persona que protegía su timidez con un manto de hosquedad, que tenía una veta romántica y que sufrió de inseguridad. De niño escribe en su diario: “Siento que para algo he nacido”, y le aflige no tener certeza de cuál será su camino. Durante la carrera militar que lo llevó por el país, refugió su soledad en el regazo de numerosas jóvenes, al grado que en una carta su amigo más cercano, Múgica, le reclama amistosamente su “anarquía amorosa” y le insta a ponerle remedio. La que sería su esposa, Amalia Solórzano, recuerda en sus memorias que poco después de conocerlo hizo investigaciones para saber si el serio y apuesto joven que atrapó su corazón era casado, enterándose de que no, “pero tenía una muchacha en un rancho vecino”. El 18 de marzo de 1938, después de anunciar la expropiación al país, el General llegó a su casa y a esa hora, pasada la medianoche, pidió que se despertara a su hijo, Cuauhtémoc, y se hizo retratar con él. ¿Cuántas lecturas tiene este hecho? Y en un pasaje de un tomo en el que se recogen sus discursos y documentos confirmé mi sospecha de que en aquel hombre impenetrable habitaba un espíritu de sensibilidad no sólo política, sino poética.

El pasaje es:

“El indígena está acostumbrado al olvido en que se le ha tenido; cultiva campos que no compensan su esfuerzo; mueve telares que no lo visten; construye obras que no mejoran sus condiciones de vida; derroca dictaduras para que nuevos explotadores se sucedan…”

Compárese con estas líneas de Hombres de Inglaterra, del gran poeta clásico inglés Percy Bisshe Shelley, escritas en 1819:

“The seed ye sow another reaps; / The wealth ye find another keeps; / The robe ye weaves another wears; / The arms you forge another bears.”

(“La semilla que cultivan otro cosecha; / La riqueza que producen otro acapara; / El vestido que hilan otro usa; / Las armas que forjan otro porta”.)

¿Comparación forzada? Creo que no. Este hallazgo me reconforta. Que Shelley fue un poeta político y revolucionario además de romántico, es sabido: se conoce la carga subversiva que puede tener la poesía. Pero que un político mexicano de la era de los broncos lo leyera y apreciara al grado de incorporarlo en sus textos, es otra cosa. Mi respeto y mi aprecio por el General crecieron a partir de este hallazgo.

En el mismo año de la expropiación, otro poeta, Archibald MacLeish, explicó esta hermandad: “Hay una muy buena razón por la que la relación de la poesía con la revolución política debiera interesar a nuestra generación. La poesía, para la mayoría, representa la intensa vida personal del espíritu único. La revolución política representa la intensa vida pública de una sociedad con la cual el espíritu único debe, pero no debe, hacer su paz. La relación entre ambas contiene un conflicto que nuestra generación entiende: el conflicto entre la vida personal de un hombre, y la vida impersonal de muchos hombres.”

Quiero pensar que el General también leyó a MacLeish.

(La semana próxima aparecerá la primera de cuatro entregas dedicadas a una reflexión sobre el cardenismo).

 

 

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