- Sociedad
¿Cómo pudo pasarnos esto? Tarde o temprano lo acabamos preguntando
Isa va a su trabajo en Mayorazgo a las 6.50 de la mañana. Ha tomado el Bicentenario en Ciudad Universitaria luego de dejar a su hija en Psicología. Amanece apenas y todavía se siente el fresco que ha dejado el rocío de la madrugada. El camión tiene que tomar el atajo al que obliga la obra de repavimentación en Margaritas, que ya lleva seis meses insufribles para ese vecindario. El camión se detiene en la esquina de la prolongación de la 5 Sur para que suban cuatro muchachos, ninguno pasa de los 17 años. Los cuatro sacan pistolas, pequeñitas. Isa piensa por un momento que son de juguete. Pero ella es a la primera que le arrebatan la bolsa, ni tiempo tiene de aferrarse a ella. No hay sonidos en un momento así, sólo unas voces frías que dan órdenes que no necesitan escucharse. Los asaltantes van por los celulares, las carteras, los bolsos estudiantiles. La mayor parte del pasaje es de jóvenes rumbo al Complejo Cultural Universitario, van en la prepa Lázaro Cárdenas a la que el terremoto ha desalojado de su vieja casona en la 4 Oriente. “Ya te vi que tiraste el celular”, grita el ratero que limpia de pertenencias a los pasajeros.
Los asaltantes bajan en la esquina siguiente. Tan tranquilos. Tres nuevos pasajeros no se cuestionan porqué los cuatro muchachos pegan la carrera en sentido contrario. Suben y pagan su boleto. Isa alcanza a observar que al único que no le quitaron sus pertenencias ni el dinero del pasaje es al chofer del Bicentenario.
El 29 de abril en un barrio de Iztapalapa, a las 9 de la noche, un grupo de sicarios acribilla a mansalva a cuatro jóvenes que platican en una esquina. Es un pleito por el control del narco en el sur de la ciudad de México, los del Cártel de Tlahuac y Los Rodolfos, dirá la policía. El video que lo documenta lo dice todo: la vida no vale nada. José Miguel “N”, de 31 años, Hugo Ascencio “N”m de 24, Enrique “N”, de 23 y Gabriel “N”, también de 23. A todos les dan el tiro de gracia. Los matones logran huir.
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Busco en internet la respuesta a la frase “Porcentaje de jóvenes muertos por la violencia en México”. En el 2015 la cifra ya era aterradora:
Con 95.6 muertes por cada 100 mil adolescentes de 15 a 19 años de edad, México se convirtió este año en el país con la tasa más alta de mortalidad infantil y adolescente, de acuerdo con el Mapa da Violencia 2015 que el sociólogo y educador Julio Jacobo Waiselfisz produce desde 1998.Con tasas de 55.8 y de 54.9 muertes por cada 100 adolescentes, El Salvador y Brasil ocuparon, respectivamente, el segundo y tercer casillero de un comparativo de 85 países contenido en este estudio editado por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso). Entre los países industrializados y de mayores ingresos, Austria, Japón, Reino Unido y Bélgica reportaron una tasa de 0.2 muertes por 100 mil adolescentes de 15 a 19 años, dice el estudio http://www.mapadaviolencia.org.br/pdf2015/mapaViolencia2015_adolescentes..
Y luego las estadísticas frías de los asesinatos en el 2017, el año más violento en las últimas décadas de la vida en México. Al cierre del año, México sumó 29.168 homicidios intencionales.
¿Cómo pudo pasarnos esto? Tarde o temprano los mexicanos acabamos preguntándonoslo. No es fácil encontrar una respuesta.
Me entero en esta mañana de los albañiles mexicanos que la escritora Alma Guillermo Prieto ha recibido en España el premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2018. La revista Nexos lo celebra con un recuento de crónicas publicadas por ella en la revista en los últimos treinta años. Leo su magnífica crónica Morir en Medellín, escrita en 1991 y que narra la vida cotidiana en la ciudad colombiana que se ganó con rigor el apelativo de la capital mundial de la droga, una ciudad que en 1980 tuvo 730 muertes violentas y en 1990 contó 5,300 asesinatos. “¿Cómo pudo pasarnos esto?”, se preguntaban entonces los antioqueños. Alma fue a los cerros habitados por los paisas, 800 mil personas asomadas a una ciudad moderna que simplemente los ignoraba. Encuentro en el relato de Alma la visión de un muchacho hermano de un sicario muerto por otros muchachos sicarios en las empinadas calles de los barrios pobres del Medellín del capo Pablo Escobar Gaviria, hijo de una mujer llamada Violeta con la que ha recorrido el vecindario.
Platiqué un poco con el hijo que les queda, un jovencito taciturno llamado Jorge Mario, que fuma cantidades de mariguana pero que evita el basuco (*). Era apenas mediodía, pero parecía ya tan drogado como los muchachos que estaban enfrente de la casa del chofer, quienes jugaban con sus carrujos entre los dedos mientras esperaban ver el milagro. Le pregunté a Jorge Mario qué quería hacer con su vida “Yo soy un vago”, contestó. “¿De qué le sirve a uno hacer planes si, igual, nada le resulta? A todos los pelados de por aquí los están matando. Nos vamos a morir todos. No hay caso”. Luego se fue a sentar en una piedra, a contemplar la ciudad a sus pies.
Isa baja en la esquina de la 11 Sur y Cúmulo de Virgo. Ha perdido con el bolso robado 40 pesos, medio kilo de carne para unas chalupas que freirá en la mañana y su tarjeta del Metrobús. La vida sigue en la ciudad de Puebla con la parsimonia con la que el camión Bicentenario se aleja del sitio del asalto. La encuentro minutos más tarde. Miro en sus ojos la pregunta: ¿Cómo fue que llegamos a esto?