Literatura y vida

  • Fidencio Aguilar Víquez
La filosofía no me abandonó, pero ya la literatura fue inevitable ante el binomio razón-imaginación

Durante un tiempo me imaginé que una buena actividad intelectual era informarse, estudiar y conocer habitualmente temas sobre el cristianismo y la religión, la política, la cultura y los temas y autores contemporáneos. La Suma teológica de santo Tomás, las obras completas de Freud, Ortega y Gasset, Kafka, las inmortales de Nietzsche y las de Octavio Paz, siempre fueron un reto y una provocación. Tenía la esperanza de leerlas todas algún día. La falta de tiempo o el ritmo alocado de trabajo lo impidieron.

Por aquí y por allá, en cambio, he ido leyendo, sí algunos artículos de la Suma de santo Tomás, algunas obras de Ortega, sobre todo las que tienen que ver con la historia y la conciencia histórica, una que otra de Freud, las principales de Kafka, algunas de Nietzsche, sobre todo las que marcan la fabulación e interpretación de la vida y, sobre todo, diversos textos de san Agustín y sobre su pensamiento, casi la totalidad de las obras de M. F. Sciacca y, quizá más que nada, novelas y abundantes obras literarias.

El horizonte de esas veredas literarias lo encontré en Vargas Llosa, en su libro La verdad de las mentiras. En seguida de haberlo leído me di a la tarea de conseguir y leer los libros ahí reseñados. Desde El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y el contexto del gran engaño de Leopoldo II de Bélgica a toda Europa y al mundo católico para explotar inmisericordemente la extracción de marfil en El Congo a nombre del progreso y desarrollo humano de los congoleses, hasta El cuaderno dorado, de Doris Lessing.

La lectura de Vargas Llosa fue sugerente, pero la de las obras citadas que fui leyendo significaron toda una aventura llena de hallazgos; estaba yo recorriendo las principales obras literarias del siglo XX. Algunas de las que me vienen a la mente ahora son las diversas historias de Dublineses, de Joyce; o la personalidad solitaria y echada para delante de El lobo estepario, de Hesse. Trópico de Cáncer, de Miller, me llenó la imaginación de sensualidad por la vida y después me llevó a Trópico de Capricornio y otras más del neoyorkino.

La que fue para mí toda una mina de oro fue Auto de fe, de Canetti; el señor K, un poseedor de una amplia biblioteca, que incluso hablaba con los libros como si hablara con los autores mismos, representaba una cabeza sin mundo: una verdadera enciclopedia. Cuando por azares del destino, la criada, con la que se casa y ésta lo echa a la calle, la enciclopedia humana parece un mundo sin cabeza: no sabe qué hacer en la calle. Me impresionó tanto que, poco a poco, fui leyendo a este Nobel.

El extranjero de Camus ya lo había leído, aun así, lo releí. Descubrí ahora cómo puede uno no sólo llevar a cabo una acción por que sí, por un destello de luz deslumbrante, sino cómo uno puede estar lo más lejos posible de quien, naturalmente, debía ser la persona más cercana. A este también Nobel ya lo había leído previamente en otras obras no menos interesantes (ensayos, obras de teatro y novelas): El hombre rebelde, La caída, Calígula, Los justos, El malentendido, Estado de sitio. Un genio el hombre.

Lolita, de Navokov, y El cuaderno dorado, de la ya citada Lessing, también Nobel de Literatura, llenan la imaginación de sensualidad, pero dejan el corazón inquieto por el ineludible tema del amor. Más allá de las posturas ideológicas y políticas, el tema y el drama del corazón se encuentra a flor de piel: amor y desamor sacuden a las personas más allá de sus convicciones políticas y de grupo. Este elenco de novelas me llevó a proponer un seminario de posgrado sobre literatura y filosofía durante algunos años.

Por ese tiempo, también se animó un grupo de amigas y de amigos a realizar cada mes una tertulia departiendo sobre esos libros al calor de algunas viandas y bebidas espirituosas. Para entonces había yo descubierto a dos autores contemporáneos, uno de novelas policiacas: John Katzenbach (el de El psicoanalista) y Carlos Ruiz Zafón (el de La sombra del viento). No sólo fueron estas obras, sino sus colecciones. Nunca me había yo imaginado leyendo novelas policiacas ni conociendo más a Barcelona.

Todo esto de la literatura comenzó en el 2005, después de mi examen doctoral de filosofía. Estuve exhausto y, en un arrebato de fastidio, decidí que no iba yo a leer más que novelas. Don Quijote de la Mancha me animó de forma sustancial. Todo ese año, cada día, leía un capítulo, hasta finalizarlo (ese año era el cuarto centenario de la primera parte y las academias de lengua española hicieron una edición crítica bastante accesible). La filosofía no me abandonó. Sostiene Pereira, de Tabucchi, me sostuvo, pero ya la literatura fue inevitable. El binomio: razón e imaginación, salióme a la vía.

La mina de oro fue sin duda Octavio Paz. Sus Obras completas fueron una suerte de consagración. En la Benemérita Universidad cursé los créditos doctorales de literatura hispanoamericana. No sólo Cervantes, también Fernando de Rojas, las teorías de crítica literaria, José Emilio Pacheco, Juan Rulfo y José Revueltas fueron otros caminos que, como el poema Piedra de sol (de Paz), formaron “un caminar de río que se curva/ avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre”. Ese río forma ya parte de mi vida.

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).