La educación humanista como proceso contracultural

  • Juan Martín López Calva
Es tan importante hoy, que puede definirse en gran medida como un desafío ético

Que seamos seres frágiles, imperfectos, inacabados, llenos de contradicciones, solo determinados a medias, con capacidad de sobreponernos a las dificultades, de superar esas mismas contradicciones, de elegir el bien, es lo que nos hace humanos, y también lo que atrae al espectador de alguna serie como Historias del bucle (Prime Video), en que en un mundo distópico cobran valor la soledad y la pérdida –recurrente en varios episodios–, la amistad y el amor frustrados, o las aspiraciones no conseguidas.
Por eso, a las puertas del neohumanismo reivindico la imperfección y la fragilidad del ser humano, y como efecto, más que como causa, la religión y la ética, como constructos humanos para buscar y comprender nuestra propia debilidad y, a pesar de nuestras incoherencias, vivir y convivir en paz.

Luis Suárez Mariño. El efecto ser humano. En: Ethic, 26, febrero de 2024.

El artículo del que tomo el epígrafe de hoy, plantea una pregunta muy relevante: “¿quién quiere ser inmortal cuando la propia esencia del hombre es precisamente la conciencia de su propia finitud y la angustia que la acompaña?” Una pregunta lógica y muy razonable si exploramos un poco nuestra naturaleza como homo sapiens-demens y sin embargo, poco planteada e incluso más bien evadida en nuestros tiempos ególatras del antropoceno negativo.

Porque precisamente hoy lo que se nos vende es la aspiración a ser inmortales, a vivir cada vez más tiempo, con más intensidad, con más bienes materiales, con más satisfacciones sensoriales fugaces, con más y más…que como nos dice el mero sentido común, no es necesariamente mejor.

La cultura actual aspira a la inmortalidad a través de muchos mecanismos físicos, intelectuales y simbólicos que prometen a todos la posibilidad de no perecer, a pesar de que como dice Morin, los seres humanos “…vivimos de muerte y morimos de vida”. En lo físico, el mercado, los medios, las redes sociales y los llamados “influencers” nos venden “productos milagro”, dietas, tratamientos o cirugías estéticas para retrasar o supuestamente evitar el envejecimiento, rutinas de ejercicio físico y gimnasios para construirnos un cuerpo envidiable y poderoso. En lo intelectual o mental se nos ofrecen tutoriales de meditación, yoga y otras técnicas o consejos para expandir la consciencia y conservarnos mentalmente en un ánimo positivo -que hasta de manera absurda se llama a veces “positivismo”- que nos evite el dolor y la frustración, etc.

En lo material, el mundo del mercado nos brinda posibilidades de adquirir experiencias de poder, dominio, seguridad y superioridad frente a los demás si compramos determinadas marcas de ropa, si tenemos una o varias casas de lujo, si nos ponemos determinado perfume o accedemos a comidas o bebidas exclusivas o incluso poder comprar personas que nos brinden compañía o hasta sexo por módicos precios. Es así que podemos hacernos de cosas que nos hagan sentir fuertes, inmortales, realizados y también deshacernos de cosas o de personas que consideremos que estorban u obstaculizan nuestros sueños de vida perfecta e indolora.

En lo espiritual también hay un mercado que vende visiones religiosas o pseudo-religiosas que nos prometen felicidad completa, ausencia de problemas y frustraciones, cumplimiento mágico de nuestros deseos si creemos en dioses a la medida de nuestros tiempos que exigen complacencia, comodidad, ausencia de límites y de sufrimiento.

Desgraciada o afortunadamente la vida real no es así y los seres humanos somos, como dice bien el autor de la reflexión de la que como hoy la cita, frágiles, imperfectos, inacabados, llenos de contradicciones y sólo determinados a medias. Seres con posibilidades de sobreponernos a las dificultades y superar esas contradicciones, pero no de ser ilimitados, ni perfectos, ni acabados, ni de evadir nuestra fragilidad constitutiva.

Somos capaces de elegir el bien, que como dice Suárez, es lo que nos hace humanos pero también de construir realidades distópicas como muchas de la actualidad en el mundo, en la que se entronizan la soledad, la pérdida, la amistad rota o los amores frustrados, pero aún en esas condiciones y estructuras, tenemos la posibilidad de retomar el rumbo y reconstruirnos porque somos seres capaces de resiliencia y de antifragilidad, es decir, de resistir con flexibilidad las tormentas de la vida y de recuperar la vida que teníamos antes de ellas o incluso de modificarnos para salir fortalecidos y mejores de las crisis.

Pero estas posibilidades de elegir el bien, lo que nos hace humanos y de revertir el daño o reconstruir las estructuras y sistemas mal diseñados que conducen hacia la deshumanización solamente se actualizan, se hacen posibles, si partimos del reconocimiento de nuestra propia fragilidad, de nuestra imperfección, de nuestras contradicciones y frustraciones, porque podemos mejorar solamente a partir de la realidad de lo que somos y no de los espejismos que nos construimos o nos imponen desde fuera para evadir esa realidad que nos define.

Por ello es tan importante una educación humanista hoy, que puede definirse en gran medida como un desafío ético, es decir, como una tarea que implica romper esas corazas, esas armaduras de soberbia, poder, autosuficiencia, aires de inmortalidad e invulnerabilidad a la que aspiran los hombres y mujeres de nuestros tiempos de crisis civilizatoria.

De allí que la educación humanista que busque estar a la altura de nuestros tiempos tendrá que ser una ardua tarea de deconstrucción de esa especie de segunda naturaleza humana -como la llama en un artículo antiguo Marcuse- superpuesta por la sociedad capitalista global y reconstrucción o reconfiguración de una nueva forma de autoconcebirnos como humanidad, una forma sana de pensarnos y asumirnos como seres humanos que es necesariamente contracultural porque niega los postulados de significados y valores desde los que vive la sociedad actual en la mayor parte del mundo.

Se trata de aportar desde la educación a la renovación de la educación que parta de la reivindicación de la imperfección y la fragilidad del ser humano con las consecuentes contradicciones, limitaciones, frustraciones e inacabamientos que esta realidad limitada, aunque abierta a lo ilimitado y deseosa de eternidad, trae consigo.

A partir de este punto de partida y de este doble movimiento de deconstrucción y reconstrucción del ser humano, se puede empezar la tarea creativa y al mismo tiempo curativa de regeneración de la ciudadanía nacional y planetaria, considerando como dice el epígrafe, la ética y la religión -o la espiritualidad en el sentido más amplio- como puntos de llegada, como efecto, más que como causa -o como proceso recursivo en el que la causa genera el efecto y el efecto a su vez regenera la causa- y como constructos humanos para “…buscar y comprender nuestra propia debilidad y, a pesar de todas nuestras incoherencias, vivir y convivir en paz…”

           

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).