Neoliberalismo, neopopulismo y DSI

  • Fidencio Aguilar Víquez
El Estado deberá garantizar los derechos humanos y las libertades sociales, civiles y políticas

Percibir un mundo sin matices es como querer mirar la televisión en blanco y negro y decir que es mejor que la de tecnología OLED (Organic Light Emitting Diode). El neoliberalismo, a la caída del comunismo soviético, endiosó al mercado y a la globalización económica. El resultado: mayor pobreza y desigualdad. El neopopulismo reciente, incluido el mexicano, volvió a endiosar al Estado en nombre del pueblo. La pobreza y la desigualdad no se han ido y la violencia criminal campea, mientras el Estado se cruza de brazos. Eso pasa en México.

La conciencia histórica nos permite mirar con sutileza. Aunque el oficialismo ha generado la imagen de un enemigo común —los gobiernos neoliberales y sus aliados—, ni todos los que no son simpatizantes del Morena son neoliberales ni todo lo que se construyó en las décadas previas al arribo de López Obrador a la Presidencia de la República tiene ese carácter. Cosa muy distinta es la mentalidad y la práctica que sostienen que el mercado no debe tener el control del Estado en sus fines y en su dinámica. Esa visión, empero, fracasó en el globo.

El neoliberalismo es una cosa y el proceso modernizador y democratizador es otra cosa muy distinta. Eso no parece distinguirlo el oficialismo lopezobradorista. Para éste, antes del 2018 todo era saqueo, corrupción y fraudes —precisamente querer mirar con la óptica del blanco y negro—; después de ese año, todo es nuevo: no hay saqueo, sino inversión en obras millonarias que aún no funcionan cabalmente; no hay corrupción, sino campañas negras mediáticas y digitales; ya no hay fraudes electorales, sino la “consolidación” de la 4T.

Si hacemos un poco de memoria, las reformas político-electorales propuestas por Jesús Reyes Heroles en 1977 buscaban reconocer, desde el régimen, la pluralidad político-ideológica del país. Luego de una elección, la de José López Portillo, donde no hubo candidatos de oposición (similar a la de Putin en este 2024), el sistema político dio un primer paso para superar la clandestinidad de varios movimientos políticos —que habían optado por la vía de las armas— para convocarlos al escenario de las contiendas electorales. Por algo lo hizo.

El sistema político —del nacionalismo revolucionario— había sufrido una primera gran fractura, que quiso aprovechar, en 1968, a los movimientos estudiantiles. Díaz Ordaz, el presidente represor, quiso imponer a su delfín: Emilio Martínez Manatou, pero no tuvo éxito. Terminó por imponerse el grupo de Luis Echeverría, uno de los brazos ejecutores del sangriento episodio de Tlatelolco. Este grupo le movió el tapete a Díaz Ordaz y lo hizo elegir como candidato del PRI precisamente a Echeverría. La fisura del régimen estaba hecha.

Las políticas de Echeverría y las de su sucesor, López Portillo, de 1970 a 1982, dejaron devastado al país. Crisis recurrentes, aumento de precios de un día para otro, inflación galopante, etcétera, dejaron una economía en los suelos. El siguiente presidente de la república, Miguel de la Madrid, propuso una “renovación moral” que poco funcionó. ¿Qué podía hacerse con un país en ruina económica y con una clase política incompetente? La fisura del sistema político mexicano de 1968 terminó con la fractura del régimen en 1988.

En ese año, según las cuentas del actual Presidente de la República, comenzó lo que él llama el “periodo neoliberal”. Pero si vamos a esos años, ante un proceso electoral inequitativo en favor del candidato oficial (como el que actualmente se está dando), con unas elecciones fraudulentas (el director Bartlett, de la CFE, fue el artífice porque era secretario de Gobernación) y una economía devastada, ¿qué camino le quedaba al país? Regresar al pasado inmediato —Echeverría o López Portillo— no se podía. ¿Colaborar con Salinas?

La clase política mexicana decidió colaborar con Salinas. Éste quiso legitimarse en el ejercicio del poder. Hizo diversos ajustes: ajustició a sus enemigos, favoreció a sus amigos, encumbró a sus cercanos. Hizo reformas políticas para dar juego a la oposición de izquierda y de derecha, implementar sus programas sociales y reconocer a las iglesias. Se peleó, además, con antiguos líderes petroleros, magisteriales y sociales, incluso con los grupos masónicos, entonces con alguna influencia política. Quiso imponer candidato, pero éste fue asesinado.

Mucho se ha especulado sobre esto último —hasta película y serie se han hecho— para sostener la tesis de que él mismo mandó ultimar al candidato oficialista. Pero la lógica común no parece avalar esa versión. ¿Hizo todo lo que hizo para darse un tiro en el pie? ¿No es más lógico mirar a sus múltiples enemigos de diversos lados que pusieron el arma homicida en el asesino confeso? Como ya había ocurrido, no pudo imponer candidato y tuvo que resignarse con uno emergente. Éste fue presidente y metió a la cárcel al hermano de aquél.

Lo que me interesa en este recuento, es consignar cómo Salinas maniobró para buscar legitimarse. Abrió los siguientes segmentos de reformas electorales que dieron pauta a la posterior creación del Instituto Federal Electoral. Éste se creó en 1990, pero todavía dependía del Secretario de Gobernación (como el actual presidente quiso y quiere que ocurra). Fue hasta 1996, ya en la presidencia de Zedillo, que el legislativo le dio autonomía plena al IFE con su ciudadanización y con la emisión del dinero público para los partidos.

Con tales reformas, en 1997, por primera vez, el PRI perdió la mayoría calificada en el Congreso de la Unión. En el 2000, el partido hegemónico perdió la Presidencia de la República por primera vez. Las siguientes reformas político-electorales se dieron para contener la intervención del presidente en las elecciones (2007-2008) y evitar el desvío de programas sociales y dinero público en todo tipo de elecciones, así como garantizar contiendas equitativas (2013-2014). Todo ello ocurrió en el “periodo neoliberal”.

¿Pueden calificárseles como “neoliberales” a Cuauhtémoc Cárdenas, a Manuel Cloutier, a Rosario Ibarra y a muchos otros por impulsar y negociar esas reformas que ayudaron a desmontar un régimen hegemónico y crear una serie de instituciones que hicieran más equitativos y transparentes los procesos electorales? ¿Son “neoliberales” el mencionado Cárdenas, y el propio López Obrador, por haber participado y triunfado en sendos procesos electorales en los cuales resultaron ser electos jefes de gobierno de la CDMx? No, ¿verdad?

Todo ese periodo implica una lucha, una meta común justa, una resistencia (o mejor aun, una paciencia) y una visión de largo alcance. Fue la construcción de instituciones para que, al margen de quienes triunfaran, el sistema democrático se fortaleciera. Igualmente, ese fue el propósito de la rendición de cuentas y de la transparencia. Gracias al INAI, nos hemos enterado de lo que el gobierno gasta. Desde las toallas que el gobierno de Fox compraba para Los Pinos, hasta los contratos del Tren Maya para el amigo de los López Beltrán.

El actual gobierno de López Obrador ha roto la normatividad electoral vigente. Ha generado un proceso electoral inequitativo (le hacen eco los gobiernos locales donde habrá elecciones de gobernador, de congreso local y de ayuntamientos) porque ha promovido a su candidata (violando flagrantemente el artículo 134 de la Constitución). Sabe que, como no hay una sanción que le pueda imponer su “jefe jerárquico superior”, puede violar la ley sin consecuencias políticas o administrativas para él. Por ello, mete las manos hasta el fondo.

No hablemos ya del clima de inseguridad que vive el país entero: los abrazos a los criminales y los miles de víctimas y desaparecidos. Planteemos el discurso polarizante del mandatario federal. Habla por el pueblo, pero excluye de éste a sectores relevantes y vulnerables de la sociedad: a los partidos políticos opositores, a los cientos de miles que se han manifestado para defender la democracia y sus instituciones, a las personas buscadoras de sus seres queridos desaparecidos, a los padres de los niños con cáncer, a las manifestantes del 8M.

Sólo gobierna para una parte de la población, la que simpatiza con él en su actitud, en sus decisiones y en su sensibilidad; las otras partes son “enemigas”, “adversarias”, “conservadoras” y toda serie de epítetos insultantes que ha rescatado del siglo XIX. Esos sectores del pueblo, para él, simplemente no existen. No dialoga con ellos (“ni los veo ni los oigo”, como sostenía Salinas). Pero tampoco dialoga con sus seguidores, simplemente les marca línea, discurso y tono. Ni a unos ni a otros, rinde cuentas. El pueblo es él mismo.

Tenemos, como dijera un analista académico político, un presidencialismo de choque cuyo activismo político desequilibra la contienda electoral. Pero hay algo más grave: no sólo pervierte la noción de «pueblo», reduciéndolo y recortando sus partes, también socava al «Estado» mismo al querer demoler sus instituciones, los pesos y contrapesos de todo régimen democrático, al buscar someter a los poderes públicos (legislativo, que ya lo controla, y judicial) y al colocarse él mismo (su “autoridad moral”) por encima de la ley.

Hannah Arendt, al describir a los totalitarismos (al nacionalsocialismo y al stalinismo) mencionaba cuatro grandes rasgos de su actuar: 1) Justifican su actuar en las «leyes históricas» absolutas; 2) Crean y alientan movimientos nacionalistas, soberanistas y/o socialistas que buscan «encarnar» al pueblo; 3) Aunque dicen defender al Estado, crean una estructura paralela a éste (policía política o estructura de partido que se «come» al Estado; igualmente, derriban la noción de «pueblo», no es la ciudadanía lo que lo define, sino la raza, la clase, o el partido; 4) Desprecian el Estado de derecho y se jactan de ello.

Tropicalizados estos rasgos, el mandatario mexicano actual y su movimiento, buscan alinearse al «lado correcto de la historia», de ahí su mote: «4T». Su movimiento expresa, según ellos, al «pueblo». Hay una «estructura» paralela al Estado: el «movimiento» encarnado en el líder máximo (el “compañero presidente”). Finalmente, la ley es lo de menos. Por eso, la “autoridad moral” está encima de aquélla. Lo que se juega el 2 de junio próximo, en el fondo, es el Estado de derecho y todo lo que ello implica. ¿Lo saben todos?

La Doctrina Social de la Iglesia (DSI), por su parte, plantea que la trilogía «mercado», «Estado» y «sociedad civil» deben estar armonizados; el primero sometido al segundo y regulado por éste; y ambos al servicio de la tercera. La sociedad civil debe ser la beneficiaria del actuar del mercado y del Estado. Las familias, la escuela (en general, la educación), el trabajo y los espacios públicos deben ser los grandes beneficiarios de las políticas sociales y económicas. La política ha de garantizar esto mediante el Estado de derecho: el respeto de los derechos humanos y de las libertades sociales, civiles y políticas. Los arrebatos autoritarios y, luego, totalitarios es la antipolítica (Arendt dixit).

Post-facio

Me comenta en amena charla un encuestólogo experimentado que la encuesta del Reforma del 19 de marzo pasado presenta datos palpables del desenfoque de los humores sociales: 1) El 47% del público a encuestar rechazó la entrevista; ¿por qué? hay diversas razones, pero en ese porcentaje no hay efervescencia oficialista; 2) De quienes contestaron la encuesta: 12% ya decidió su voto, pero podría cambiar su sentido; 36% aún no lo decide. En algún momento de la conversación, el perito refirió: “Yo no me atrevería a presentar una encuesta así.”

* H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid 2004, pp. 385ss, 425ss y 479ss.

 

 

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Fidencio Aguilar Víquez

Es Doctor en Filosofía por la Universidad Panamericana. Autor de numerosos artículos especializados y periodísticos, así como de varios libros. Actualmente colabora en el Centro de Investigación Social Avanzada (CISAV).