Ver para creer

  • Juan Martín López Calva

—Adiós —dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : sólo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.

—Lo esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para acordarse.

Antoine de Saint-Exupery. El principito.

https://lapostachacabuco.com/para-leer-un-amigo-lo-esencial-es-invisible-a-los-ojos/

 

 Vivimos tiempos tomistas, no en el sentido de que predomine como lo hizo en la cultura clacicista de la cultura cristiana occidental la filosofía del Aquinate sino en el predominio del sentido común que a la manera del apóstol incrédulo ante la resurrección de Jesús expresa esta visión que se sintetiza en la cultura popular con la frase: “Hasta no ver no creer”.

Esta necesidad de comprobar empíricamente todo para poder considerarlo verdadero tiene consecuencias extremas según el campo en el que pongamos nuestra atención.

En el del debate público nos nos ha conducido a la cultura de la postverdad en la que como he dicho en otros artículos “no creemos nada porque creemos todo”, es decir, dudamos de los argumentos más sustentados y elaborados a partir de creer en todas las cosas que se publican y se vuelven virales en las redes sociales o de la narrativa muchas veces llena de mentiras evidentes o verdades a medias con la que un político carismático o un artista de moda llenan los espacios vacíos de contenido de los medios de comunicación.

 En la ciencia esta perspectiva que cree solamente en lo verificable y medible nos mantiene en una especie de eterno positivismo en el que por más impulso que se dé a nuevas perspectivas epistemológicas se sigue considerando como científico solamente lo que contiene números y estadísticas y se basa en experimentos o cuasi experimentos.

Dentro del campo de las organizaciones y empresas esta visión ha posicionado la cultura de la planeación estratégica, la evaluación centrada en metas y objetivos medibles y la exclusión de cualquier concepto o perspectiva humana de las prácticas reales de las empresas a pesar de la inclusión –como especie de paliativo o elemento motivacional- de los discursos de la psicología positiva o el desarrollo humano.

Y como la educación en su concepción moderna ha ido tomando muchos elementos, teorías y métodos del ámbito empresarial, además de que el contexto de la globalización económica centrada en el mercado y el consumo ha ido ganando terreno hasta convertirse en la cosmovisión dominante a la que el Papa Francisco ha definido como “cultura del descarte”, las últimas décadas se han caracterizado por lo que el investigador chileno José Joaquín Bruner llama “mercadización del conocimiento” en el ámbito universitario –aunque creo que no es exclusivo de la educación superior- y por la progresiva adopción de la cultura de la competencia, la evaluación cuantitativa, la acreditación de las instituciones y la certificación de los estudiantes y profesionistas.

 Poco a poco y casi sin darnos cuenta todos los académicos y administrativos de las universidades públicas y privadas del país y de prácticamente todo el mundo hemos sido absorbidos por esta visión del “creer para ver” y del “medir lo que se ve” en prácticamente todos los ámbitos de la vida universitaria.

De manera que la docencia se evalúa con parámetros cuantitativos según ciertos comportamientos observables del profesor –si entrega su guía de aprendizaje a los alumnos, si maneja una plataforma digital, si retroalimenta los trabajos, si llega puntual, si no falta a las sesiones- creyendo que si se cumple con estos requisitos meramente formales se garantiza la calidad de la enseñanza.

Por su parte los alumnos son también evaluados ya no solamente para fines de calificación de sus asignaturas sino que tienen que acreditar cierto puntaje de TOEFL en el inglés o su equivalente en otro idioma, obtener determinado puntaje en el examen de CENEVAL, demostrar en sus trabajos que han desarrollado ciertas competencias o “learning outcomes” y más recientemente ir obteniendo “Insignias” (batches en inglés) sobre ciertos procesos o programas que van acreditando a lo largo de su formación. Con esto se considera también que han sido formados y que serán unos profesionistas de excelencia y hasta líderes sociales y ciudadanos ejemplares.

 En el campo de la investigación, los que nos dedicamos a esta función tenemos también que ser evaluados según nuestra “productividad” y esto no significa nuestro aporte cualitativo profundo al conocimiento de nuestro campo sino un número determinado de publicaciones –artículos, capítulos de libro, libros- que se miden según el “factor de impacto” –también cuantitativo- de la revista en la que se publican o el “prestigio” de la editorial que los produce y distribuye.

A nivel institucional prácticamente todas las universidades están ya inmersas en procesos de acreditación de la calidad de sus programas y de la institución evaluada globalmente, tanto con agencias o asociaciones nacionales como internacionales para poder ser competitivas en el mercado. Por supuesto que esto también se hace –no puede ser de otra manera- con indicadores cuantitativos y físicamente demostrables que según se piensa, garantizan la calidad de su formación.

 Incluso los aspectos que por su naturaleza se pensaría que son más cualitativos como la formación humana, el compromiso social, la responsabilidad social universitaria, etc. se tienen hoy que medir y acreditar con alguna agencia externa.

La frase que sintetiza esta visión, parcialmente cierta pero asumida hoy implícita o explícitamente como verdad absoluta es que “lo que no se mide, no puede mejorar”.

Si bien es cierto que una sana cultura de la evaluación y una conciencia clara y simplificada de la medición y sus verdaderos alcances y limitaciones producen una cultura de autocrítica y mejora en las aulas y en las instituciones educativas, también lo es que como escuché hace algún tiempo a un investigador educativo que el riesgo es que poco a poco, en vez de evaluar lo que se enseña, se investiga o se difunde, se termine por enseñar, investigar y difundir solamente lo que puede medirse, evaluarse y mostrarse en una acreditación.

 A pesar de que el enfoque proceso-producto y la visión de efectividad en la enseñanza se superó a nivel teórico y de investigación desde los años setenta del siglo pasado, en la vida real estas perspectivas están hoy más vigentes que nunca en las universidades que no pueden aparentemente escapar de este sistema.

Pero como dice el principito también en educación es cierto que lo esencial es invisible para los ojos e imposible de medir o dicho en palabras de un filósofo de la educación como Octavi Fullat:

“Aunque no pueda probarse, en el significado de prueba empírica, tal y como lo entendió Galileo Galilei, sí se puede suponer la existencia, en el hombre, de realidades no reducibles a fenómenos o experiencias. La tradición occidental –judíos, griegos y romanos- se ha referido a lo metaempírico en antropología. Así se ha escrito sobre el alma, el espíritu, el yo, la conciencia, la libertad, la creatividad, la obligación, la culpabilidad, etc. Si dicha esfera, no sometida a la experiencia empírica existe, en tal supuesto, y solo en tal supuesto, adquiere significación referirse a una segunda modalidad educadora, que he denominado procesos educativos liberadores”.

https://www.redalyc.org/jatsRepo/4780/478058273011/html/index.html

 

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).