Juan y Juan Pablo: constructores de historia

  • Jorge Luis Navarro

La canonización de dos Papas Juan Pablo II y Juan XXIII será, quizá, el acontecimiento más relevante de este año. Quiero pensar que no sólo para la Iglesia. Y no tanto por su sentido mediático, que sin duda lo tendrá, porque el asunto ofrece un material para competir por el “rating”. Francisco ha querido elevarlos juntos a los altares a ambos, unirlos en la misma ceremonia.

Ambas figuras están ligadas a la historia reciente de la Iglesia Católica y del mundo y lo están entre ellas mismas. Juan XXIII ha pasado a la historia por su audaz decisión de convocar a un nuevo Concilio, al que pudo dar inicio y cerrar en su primera fase. Antes de llegar a la sede petrina, su experiencia como como pastor y diplomático, nos lo muestran ya dotado de una sensibilidad para el diálogo ecuménico en Bulgaria con los ortodoxos y en sus intervenciones, estando en funciones como Delegado apostólico en Turquía, para facilitar la liberación de muchos judíos de la persecución nazi.

En 1962 se inaugura el Concilio Vaticano II. Con una intención reformadora de la Iglesia para ponerla al día, aggiornamento, lo que entre otras cosas significa, un diálogo y comunicación con el mundo moderno. Murió el “Papa bueno” en el inter de la primera a la segunda sesión conciliar. En ese espacio se eligió al Cardenal Montini como Papa, quien adoptó como nombre Pablo VI. Con él, se mantienen las intenciones respecto a gran Asamblea de obispos católicos. El Papa Montini, no sólo dio continuación a las Sesiones del Concilio, le tocó además llevar el peso de su aplicación, un carga nada ligera. De cualquier modo, este acontecimiento marcará los derroteros del catolicismo en el convulso siglo XX. Wojtyla, como obispo, participo muy activamente en las sesiones del Concilio.

Tras la muerte de Pablo VI, en 1979, aparece por primera vez el nombre compuesto “Juan Pablo” que Albino Luciani, el nuevo Papa, adaptó y adoptó, en memoria de sus dos predecesores. Juan Pablo, el primero, no fijó ningún programa, ni era un personaje para encumbrar en las fórmulas tan socorridas de “gran líder” o de “estratega en la geopolítica” del momento. Hizo, quizá, algo más “grande”, aunque habrá a quien le parezca poca cosa: recordarnos la alegría. “Un párroco para el mundo” dijo un vaticanista para describir su pontificado. Esta sencillez pastoral y la llamada a la alegría han vuelto a tomar el primer plano del ejercicio pontificio con Francisco.

A ejemplo de Luciani, el polaco Wojtyla quiso tomar el nombre de los dos papas del Concilio, vincularlo seguramente a sus personas y para significar la continuidad de su pontificado con el proyecto Conciliar. Con una energía enorme y un ardor comunicativo inusitado, Juan Pablo II desarrolló un pontificado largo y de una riqueza y complejidad sorprendentes; y, por ello, difícil de abarcar en todos sus detalles y sus alcances. De él se ha podido hablar hasta en forma de estadísticas. Uno de los pontificados más largos de la historia, al parecer el tercer, con 26 años y 5 meses. El Papa peregrino recorrió alrededor  de 1.247,613 kilómetros, ó, 3,24 veces la distancia de la Tierra a la Luna, en viajes papales dentro y fuera de Italia. Los viajes fuera de Italia rebasan la centena. Visitó 129 países y territorios diferentes. Y dentro de Italia realizó 146 viajes. Como Obispo de Roma ha realizado 301 visitas a parroquias en Roma. Ha leído más de 20 mil discursos que llenan casi 100 mil páginas. Más de mil audiencias generales a las que han asistido casi unos 18 millones de peregrinos y curiosos. Una centena de documentos importantes entre las que se encuentran sus 14 encíclicas, 45 cartas apostólicas y 14 exhortaciones apostólicas. Reconoció la vida de santidad 388 beatos y canonizó a 482 personas. Sostuvo encuentros con más de mil 500 jefes de estado.

El entusiasmo y las movilizaciones populares que Juan Pablo II provocaba en sus visitas a México, todavía las recordamos. Su primera visita, que dicen fue clave para que él descubriera su vocación de “papa viajero”, sacudió el discurso laicista anquilosado y sobre todo la situación de simulación en que se encontraban las relaciones Estado-Iglesia en México. La Iglesia era una realidad jurídicamente inexistente en México, aunque los gobernantes “por debajo del agua” llamaban a los obispos y tenían acuerdos con ellos. Los obispos, por su parte, podían mantenerse, más o menos resignada o cómodamente, dentro de tal “modus vivendi”. Pero la incidencia social de este Papa, más que en las movilizaciones populares que vimos por TV, se palpa en la gran cantidad de niños de entonces y de ahora, que son bautizados con ese nombre: Juan Pablo.

Con todo estamos todavía muy lejos de lograr una evaluación, no digamos completa, sino simplemente básica del significado histórico, social, político, eclesial, doctrinal de este pontificado. Lo que si podemos decir es que no es descabellado haberlo llamado “Juan Pablo, magno”.

Y esto nos permite volver al punto inicial. El vuelco histórico iniciado por Juan XXIII y proseguido por Pablo VI, quien llevó a término las sesiones del Vaticano II, ¿no se cerró con el pontificado de Juan Pablo II?

En la historia también se aplica la ley “figura-fondo” que la psicología descubrió en la percepción sensible. Todo figura se destaca, se segrega, pero al mismo tiempo requiere de un fondo. No se puede reconocer a Churchill sin la Segunda Guerra mundial, ni a Madero, sin la Revolución Mexicana. Así ocurre con Juan Pablo II respecto del Concilio.

La figura del Papa Wojtyla es irreconocible sin ese fondo que es el Concilio Vaticano II. El joven obispo polaco fue un protagonista en los trabajos conciliares. Se sabe que estuvo bastante activo en la elaboración de la famosa Constitución “Gaudium et spes”, en la que se encara el tema de las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno. Pero el Vaticano II en el dinamismo del mundo de la posguerra, era un fondo relativamente grisáceo, al menos no ocupaba el primer plano de la atención mundial. Aunque suscitó interés y preocupaciones y provocó una importante movilización de reporteros, analistas y personalidades de diversa índole e intención, el Concilio era un asunto que concernía a una confesión religiosa. En su interior había grandes entusiasmos y temores, pero los problemas y las expectativas del mundo eran otros y transitaban por otros cauces: la ONU y los derechos humanos, la guerra fría y la inquietante carrera armamentista, el pacifismo y la emergencia de la mujer a la vida política, o la conquista del espacio, la evolución acelerada de los medios electrónicos, en especial la TV que vino a crear una nueva sensibilidad. El capitalismo y el comunismo como polos ideológicos que “organizaban el mundo”. Los movimientos del ´68, contestando el “mundo del bienestar” y las certezas pequeño-burguesas, y el rock; la liberación femenina, la píldora anticonceptiva y la liberación sexual. Vietnam o el talón de Aquiles de los EUA o Cuba como enclave del comunismo en la zona de influencia americana. La llamada “crisis de los misiles” atrajo, por supuesto mucho más la atención que el inicio del Concilio, ambos en el otoño del ´62.  En cambio, para los años ´80 y ´90 el escenario mundial no puede prescindir de la figura de Juan Pablo II, independientemente de cómo se interprete esto.

El célebre discurso de Juan XXIII, en la inauguración del Concilio constituía un viraje en la trayectoria de la Iglesia, en sus relaciones con la modernidad; el Obispo de Roma amonestaba a quienes “no ven en los tiempos modernos más que prevaricación y ruina”. Con lo cual el Papa Juan ha tomado distancia de aquellas interpretaciones “anti”, posturas reaccionarias, que parecían reducir la vida cristiana y la misión de la Iglesia a condenar y a defenderse, con actitud de “resto fiel”, del mundo moderno. En este Discurso, como se ha señalado tantas veces, se halla una de las claves maestras del todo el Concilio, hacia una revaloración y “re-encuentro” con la modernidad. El Papa rechaza así las formas sólo condenatorias de los errores modernos, para aplicar mejor “la medicina de la misericordia”. “Ella – La Iglesia – quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, dice el Papa,  mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas”.

Juan XXIII y Juan Pablo II trazan el arco de ese encuentro, en nombre de Cristo, de la Iglesia con el hombre moderno. Se podría afirmar que, en lo esencial Juan Pablo II ha logrado esta reconciliación con la modernidad: en la ciencia, la revisión del “caso Galileo” es emblemática y ha arrojado importantes luces para comprender los equívocos en los que se asentaba ese conflicto. Juan Pablo II en este y en otros casos de índole más grave (el antisemitismo, por ejemplo) no ha rehusado reconocer los errores de la Iglesia o de sus hijos y, aún pedir perdón. La ciencia no sólo no tiene en la fe un obstáculo ni una contrapostura, sino que la ha alentado históricamente y la alentará, respetando su legítima autonomía. Sin ser lo anterior poca cosa, hay que decir que ha merecido una consideración mucha más amplia el tema de la filosofía moderna. El papa Wojtyla ha dedicado una Encíclica, que es una de las formas más solemne de ejercer el magisterio papal, la Fides et ratio, en la que recoge los aspectos esenciales de esta valoración. Por una parte afirma el valor y el alcance propio de la razón, su importancia para la fe, pero sobre todo, su significado humano. Por otra reconoce temas específicos del pensamiento moderno: conciencia, subjetividad, historicidad, lenguaje, etc.,  como aportes válidos a una “philosophia perennis”. Y sobre todo, esta suerte de paridad de la razón y la fe para impulsar el espíritu humano hacia la trascendencia, como “las dos alas”. Las contribuciones de Juan Pablo II en materia de doctrina social, podrían ocupar el primer plano en este reencuentro con la modernidad. Ahí están la Laborem Excersens, sobre el trabajo, la Solicitudo rei socialis, sobre el desarrollo, la Centessimus annus, sobre la cuestión social. Y, sin duda, también la Veritatis splendor, sobre la enseñanza moral de la Iglesia y la Evangelium vitae sobre el valor de la vida humana, o la Christifidelis laici en el que recuerda entre otras cosas el ineludible compromiso de los laicos católicos en todos los ámbitos de construcción de la sociedad. O las “Catequesis sobre el cuerpo”, que abren todo un capítulo de reflexión antropológica y anticipan el debate posmoderno sobre la sexualidad, la relación hombre-mujer, el amor esponsal, etc. Quiero decir, ahí en estas intervenciones están la democracia y los derechos humanos; la dignidad del trabajo, más aún la del trabajador; la solidaridad como dimensión fundamental de la sociedad; la crítica al concepto unilateral de soberanía del Estado y una nueva visión de la sociedad que incorpora “otras” soberanías. Ahí está una tesis social (quizá sociológica) que plantea el concepto de “subjetividad social” como agente social y político, están los nuevos problemas éticos emergentes, una antropología que rescata y destaca el valor del cuerpo y de la sexualidad. Está el llamado a los laicos a asumir con libertad y responsabilidad la participación en la vida social y política, la crítica a las ideologías, en nombre de la persona, de su libertad para guiarse en los asuntos temporales con su conciencia.

Hablar del contexto generado por el Concilio y su relación con la figura de Juan Pablo II sin considerar el papel y la personalidad de Pablo VI, es bastante injusto. Su tarea y su compromiso son parte esencial de ese trasfondo. En todo caso merecería una atención particular que por espacio no podemos aquí abordar. Sus viajes, son pocos pero altamente simbólicos; el primero a Tierra Santa, viaje al origen; la Iglesia vive de ese origen, de la memoria del encuentro con el Señor, después la ONU, la India, Asia, África, América Latina, Oceanía y Australia. Como si hubiera trazado un mapa preliminar a los viajes del papa Wojtyla… a todos los confines del mundo.

Dos nuevos santos no para aumentar nuestra colección de estampitas pías, sino para recordar que en el corazón de la experiencia cristiana, se halla el hombre, como preocupación y como tarea. Juan Pablo II ha señalado en su primera Encíclica, sin ningún asomo de triunfalismo “Cristo, Señor del cosmos y de la historia, revela el hombre al hombre”.

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