Asombrarnos de vivir y de morir

  • Juan Martín López Calva
El mundo actual también desdeña y obstaculiza la enseñanza fundamental sobre la condición humana

Para nosotros, vivientes, la vida parece evidente y normal, y la muerte asombrosa e increíble. Pero si nos situamos en el punto de vista del universo físico, entonces…es la vida lo que resulta asombroso e increíble, mientras que la muerte no es más que la vuelta de nuestros átomos y moléculas a su existencia física normal. Como no podemos separarnos de nuestra condición de vivientes, pero somos también capaces de distanciarnos de ella por el espíritu, podemos entonces asombrarnos a la vez de vivir y de morir.
Edgar Morin, El Método II. La vida de la Vida, p. 28.

Nos levantamos todas las mañanas sin caer en cuenta de la maravilla que significa haber despertado de nuevo, seguir vivos, continuar siendo. Realizamos nuestras actividades cotidianas, muchas veces de forma rutinaria y mecánica, sin calibrar lo que implica vivir un día más. Llegamos cada noche a acostarnos, cansados, tal vez preocupados por los afanes diarios del trabajo, la casa, la familia, la sociedad o el mundo y nos dormimos de nuevo, sin pensar que hemos acumulado veinticuatro horas más de existencia en este planeta frágil, “como si fuera natural vivir”, como decía un poema que leí hace muchos años, del que he olvidado autor y título.

En efecto, todo el tiempo damos por hecho que vivimos y que eso es lo normal, lo natural, lo evidente, lo que tiene que ser así. Rara vez, en momentos muy escasos de nuestra historia, tal vez en los momentos críticos, en aquéllos instantes en que hemos experimentado la enfermedad, la fragilidad, la impotencia, el estar o ver a personas cercanas en el borde, en la línea delgadísima entre vivir y morir, nos ponemos a pensar en que la vida es un milagro, que la vida es asombrosa e increíble, que somos afortunados por tenerla, por estar en ella, por existir.

Como afirma Morin en la cita que encabeza este artículo, desde la vida vemos como lo anormal, lo asombroso e increíble a la muerte, porque nuestra condición al estar vivos va normalizando esta experiencia de la que deberíamos asombrarnos cada instante, haciendo conciencia en cada respiración, en cada paso, en cada interacción con el mundo y con los demás, que la vida es un verdadero milagro y que haber nacido y mantenernos vivos se debe a una conjunción inmensa de factores, algunos de ellos planeados por nuestros padres, otros totalmente aleatorios.

Pero al situarnos en el punto de vista del universo físico, al entender desde las diversas disciplinas científicas el fenómeno de la vida, entonces es cuando nos damos cuenta de que lo verdaderamente asombroso, increíble, milagroso es la vida, porque la muerte no es más que el regreso de los átomos y las moléculas que nos constituyen a su existencia física normal, al romperse la estructura que los religa y mantiene en unidad, en un permanentemente frágil equilibrio.

Esta unidad que llamamos vida humana tiene una doble condición de la que también rara vez somos explícitamente conscientes: por una parte, como afirma el pensador planetario, nuestra condición de vivientes nos hace estar ligados al dinamismo de la vida e interactuando con todos los demás vivientes, humanos y no humanos. Pero por otra parte somos también capaces de distanciarnos de esta condición de naturaleza y por nuestra capacidad consciente intencional, darnos cuenta de nuestro darnos cuenta y por ello, ser capaces de asombrarnos tanto de vivir como de morir.

“Soy hombre, duro poco y es enorme la noche, Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender comprendo: también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletre” escribió el gran poeta mexicano, Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz en un poema breve pero enormemente profundo.

Este poema da cuenta como muy pocos textos o narrativas de este momento en el que nos atrevemos a mirar hacia arriba -porque el mundo de hoy, tal como lo plantea la célebre y polémica película reciente, nos prohíbe precisamente mirar hacia arriba- y sin entender del todo, comprender lo que tal vez no seamos capaces de explicarnos y de explicar a otros: que somos escritura, que nuestra vida es un texto que se está haciendo y rehaciendo todos los días y que en el instante en que se produce esa iluminación personal, ese insight fundamental sobre nuestra propia existencia, alguien nos deletrea.

Por esta experiencia es que somos capaces de asombrarnos de vivir y de morir, de que vivimos y de que vamos a morir y es entonces cuando realmente empezamos a buscar un sentido al hecho de estar vivos, a preguntarnos para qué vivimos y a ir gradualmente, siempre de forma precaria y limitada, siempre ya y todavía no, a encontrar algunas respuestas que nos alimentan el espíritu.

Creo que la educación -tanto la informal como la formal o escolarizada- tendrían que centrarse en crear y recrear experiencias significativas orientadas a generar probabilidades emergentes de que ocurra este acto de iluminación, de que se desarrolle la capacidad de asombro sobre el vivir y el morir.

Como dice Edgar Morin en otro libro que ya he citado aquí algunas veces, Enseñar a vivir, la meta de toda educación debiera ser precisamente promover que cada educando, cada niño, adolescente o joven sea capaz de distanciarse por el espíritu de su condición de viviente y de mirar hacia arriba para autodescubrirse vivo, para autoconocerse mortal, para descubrir y valorar al otro como viviente y para descubrir y cuidar al otro como mortal.

La pandemia debió dejarnos estas lecciones sobre nuestra propia existencia, sobre nuestra relación con la muerte, sobre el sentido de nuestra vida, sobre la convivencia y la política que la regula, la facilita o la oprime, como dice también el padre del pensamiento complejo en su invitación a que cambiemos de vía como humanidad.

Pero coincido con él en que a pesar de estas lecciones, la enseñanza de la condición humana, la enseñanza del vivir y del morir están ausentes de las escuelas y las universidades porque sus currículos dispersan y atomizan los conocimientos sobre esta realidad fundamental, en las múltiples disciplinas que incluyen y en los programas sobrecargados de conceptos y actividades que apuntan en sentidos divergentes.

Por otro lado, el mundo actual también desdeña y obstaculiza esta enseñanza fundamental sobre la condición humana y nubla la capacidad de asombro ante la vida y ante la muerte porque ha convertido la vida en una mercancía que tiene precio, como todos los productos del gran mercado que es el sistema económico y político y la civilización del espectáculo que tiene la hegemonía y condiciona todo, incluyendo lo que se enseña en las escuelas y universidades.

Este es uno de los grandes desafíos de los educadores como profesionales de la esperanza: educar para el asombro ante la vida y ante la muerte, educar para caer en la cuenta del milagro de la vida y valorar por ello cada vida tanto humana como animal, formar a cada niño, a cada joven, en la capacidad de mirar hacia arriba y comprender que es escritura y que en ese mismo instante, alguien lo deletrea.

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).