La casona

  • Ignacio Esquivel Valdez
Una vieja casona de Mixcoac es habilitada. Es un 15 de septiembre, un apagón y Manuel lanza un...

El vendedor llegó exactamente a las once de la mañana. Manuel esperaba dentro de su auto complacido, pues era férreamente puntual. Ambos entraron a la vieja casona de la empedrada calle Carranza, uno con ánimos de cerrar la venta y el otro con el deseo de por fin encontrar un lugar para pasar su retiro. “Se dará cuenta que la casa sólo necesita aseo y un poco de pintura, pero ya es habitable”, dijo el vendedor, y agregó: “Los muebles están incluidos en el precio de compra, si bien son antiguos, se encuentran en muy buenas condiciones”. Manuel sólo asentía con la cabeza, pero con un gesto del cual el vendedor no sabía si de aprobación o disgusto.

Salieron de la casa por la puerta posterior, el vendedor no daba tregua con sus  explicaciones mientras caminaban: “Cuatro recamaras, tres baños y medio, sala, cocina, estudio y este enorme jardín. ¿Qué le parece? ¿Es lo que esperaba?”.  Manuel le miró fijamente y pregunto: “¿Los vecinos son ruidosos?”. Con una expresión de quién lo sabe todo, el vendedor contestó: “Coyoacán es uno de los lugares más apacibles de la capital, y esta calle, por estar alejada del centro, es de las más tranquilas, casi no pasa gente, sólo se utiliza los domingos por quienes van a misa a la Conchita.

Manuel meditaba la situación en silencio, al parecer el lugar, aunque grande para él solo, cumplía sus expectativas y lo mejor era el precio; la casa requería pocos arreglos y el estudio le sería de gran utilidad. Se decidió y dijo: “Creo que sí haremos trato”. El vendedor le extendió la mano en señal de cerrar el acuerdo, pero en ese momento, de entre los arbustos emergió un palo de escoba impidiendo que las manos se acercaran. Ambos, un poco desconcertados, voltearon para ver quién sostenía el otro extremo y súbitamente emergió una mujer que con voz histérica les dijo: “No deben entrar en esta casa ¡Está embrujada!”. Tal fue el susto que ambos dieron un paso atrás, sin embargo un segundo después el vendedor reconoció a la autora del grito y le dijo: “Lichita, por Dios, otra vez se ha salido de su casa, venga la llevaré de regreso” y volteando a Manuel comentó: “No se preocupe, es una persona que padece de sus facultades mentales, vive en esta calle, su familia se había negado a recluirla, pero esta semana se la llevan”.

La casa fue aseada, los vidrios lavados, el jardín arreglado; la pintura en las paredes y la herrería le dieron vida nuevamente. Manuel se mudó un sábado temprano y le llevó todo el día instalarse. Surtió la despensa y acomodó sus pertenencias en el armario de la habitación que había elegido. Al llegar la noche él pudo sentir la diferencia entre haber vivido en un departamento y su nueva casona. El silencio era casi monástico y los grandes espacios le conferían la majestuosidad de un palacio. Él mismo se dijo que esto era lo que había buscado y no los bulliciosos vecinos del edificio donde había vivido los últimos 20 años, pues cada ocho días tenían reuniones con música y risas que no cesaban hasta la madrugada. Sentado en la sala haciendo uso de los viejos muebles, encendió una lámpara y apagó el resto de las luces para dedicar tiempo a la lectura. La oscuridad reinante daba  noción de una misteriosa e interminable profundidad, como aquella que acoge a esos seres del imaginario infantil, pero eso no sería para él, o al menos no debería.

Con septiembre llegaron las fiestas patrias y la celebración del grito es todo un acontecimiento en Coyoacán. Manuel desde su habitación veía los fuegos artificiales y el murmullo de la gente que al unísono gritaba: “¡Viva México!”. Eso no era para él, se dijo, y tal declaración lo hacía sentir cómodo en su trinchera. Los festejos sólo le traían recuerdos de cuando vivía su esposa. Desde su muerte, él ya no celebraba nada y al llegar su jubilación, su carácter se había agriado más.

Los festejos seguían y repentinamente la oscuridad se apoderó de todo el sur de la ciudad a causa de un apagón. A través de la ventana, Manuel observó el suceso con una burlona mueca dirigida a los congregados en  la plaza Hidalgo que, decepcionados, gritaban una exclamación de desaliento. Al voltear hacia el interior de su habitación no podía ver nada y a tientas llegó a su cama. Se recostó sin quitarse la bata. Era tal la oscuridad que resultaba indistinto tener los ojos abiertos o cerrados, provocando instantáneamente la agudización del oído.

Pudo escuchar la gotera del fregadero, el tictac del reloj en la sala y finalmente su propia respiración, percatándose por primera vez del silbido proveniente de su pecho al exhalar el aire. Un cuarto sonido se sumó a los anteriores poniéndolo alerta, unas pisadas sobre duela provenían del estudio. Pensó que alguien se había introducido en la casa y esperó a que algún otro sonido lo confirmara. El pulso se le incrementó considerablemente y trataba de contener la respiración para poder oír si el autor de tales pisadas optaba por subir las escaleras. La espera fue agobiante, la incertidumbre y la densa oscuridad le asfixiaban, las pisadas no cesaban en el mismo lugar de origen. No podía decidir si levantarse o quedarse inmóvil. Si intentaba llegar a la planta baja podría tropezar y delatarse ante el presunto intruso, e incluso, lastimarse, pero tampoco podía quedarse ahí sin hacer nada.

En un momento parecía que la energía eléctrica se restablecería pues una débil fuente de iluminación en la planta baja encendía y apagaba. Notó que el ritmo en el cambio de la luz era el mismo de su respiración. Sudó frío, las manos se helaron y una resequedad le cundió en la boca. La sensación de angustia la tenía reflejada en el estómago y se quedó pasmado. Las pisadas ahora se escuchaban en las escaleras como de alguien de un cansino andar. El supuesto foco encendía y él inhalaba, al apagarse, él exhalaba. Las pisadas se oían más cerca de su habitación. La espera era inquietante. La luz se encendió y eso significó una bocanada más de aire, la cual fue contenida, ya que pudo distinguir una silueta femenina muy conocida por él en la puerta. Al volver la oscuridad, Manuel exhaló feliz su último suspiro.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas