“Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas, histéricas, desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo...”, comienza el provocador poema Aullido de Allen Ginsberg, producto de la creación experimental con drogas que proponía la generación beat a la que pertenecía el poeta.
El libro de Ginsberg apareció en 1956 y poco después fue prohibido. La cancelación de esta censura debió pasar por un proceso legal en el que fue invocada la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos que protege las libertades de culto, de expresión, de prensa, de reunión y de petición. Cierto que para la época resultaba desafiante la propuesta estética de los escritores beat que pregonaban el rechazo a los valores estadounidenses, la libertad sexual y el uso de las drogas como vehículo creativo.
En el arte, de manera más nítida que en la construcción de las ciencias sociales, se observan los procesos de totalización, destotalización y retotalización de los que hablaba Nietzsche. Es decir, la construcción de una propuesta o cuerpo conceptual e ideológico que es negado por otro que llega a desplazarlo. La búsqueda de nuevas formas de expresión artística es un fenómeno que aparece una y otra vez en la línea del tiempo y en las que se conjugan una serie de circunstancias que permiten a unas iniciativas volverse de tal modo relevantes que marcan hitos en la historia. Otras, en cambio, se convierten sólo en manifestaciones efímeras o estrictamente individuales con escasa repercusión social.
Los artistas son quienes muestran el mayor gusto e inclinación por exceder los límites del comportamiento socialmente aceptado, incluso más que la disidencia política, que suele aparecer como respuesta a determinadas decisiones del poder. En esta transgresión que parece inherente al arte radica quizá la razón de la censura que una y otra vez regresa en un intento por tener, parafraseando a Antonio Gramsci, artistas orgánicos, complacientes con el ejercicio del poder, cuya producción contribuya a la permanencia de aquél, lo cual, cuando sucede, condena casi siempre al artista a pasar inadvertido.
Un caso curioso y contrario de algún modo a mi afirmación anterior fue la película La batalla de Argel, producción italo-argelina del director Gillo Pontecorvo sobre el movimiento de independencia de Argelia. Este filme, auspiciado por el gobierno de Ahmed Ben Bella, primer presidente de la Argelia independiente y realizado en 1965, muestra la lucha del pueblo argelino contra el colonialismo francés. La batalla de Argel se exhibió en la ciudad de México en la década de los setenta, en el cine Diana del Paseo de la Reforma. Las escenas tuvieron un impacto inmediato: inflamaron la conciencia antiimperialista del respetable y al terminar la función fue improvisado un mitin que terminó apedreando el edificio de la Embajada de Estados Unidos a unos metros de distancia de la sala. Of course, el filme fue retirado.
La potencialidad disidente del arte, no obstante, siempre se ha sobredimensionado; la magnitud de los manotazos que se le asestan no tiene correspondencia con el nivel de peligrosidad de los productos artísticos sino con el nivel de autoritarismo con que se ejerce un gobierno y que corre a la par de la ausencia de mecanismos ciudadanos para contrarrestarlo. A medida que la sociedad gana instrumentos para ejercer sus derechos, la censura tosca e irracional pierde terreno. Hoy, no podemos imaginar una censura como la que sufrió la cinta La sombra del caudillo, basada en la novela del mismo nombre de Martín Luis Guzmán y realizada en 1960, pero que se pudo exhibir comercialmente hasta 1990 durante el gobierno de Carlos Salinas. Treinta años de censura que llevaron a su director, Julio Bracho, a morir sin ver exhibido el filme.
Las obras de contenido explícitamente político son blanco fácil de la censura, como sucedió con La batalla de Argel que estuvo vetada en Francia durante varios años, o las mexicanas Rojo amanecer sobre la matanza en la Plaza de Tlatelolco del dos de octubre de 1968 y La ley de Herodes, de Luis Estrada, que caricaturiza la forma en que se ejerce el poder el México. Los resultados de la censura han sido casi siempre contrarios a los fines que llevan a impedir que una obra sea vista, por lo cual resultó incomprensible la pretensión de retirar de las salas de cine el documental Presunto culpable. El momento y la sociedad actual ya no resisten estos actos de autoritarismo y opacidad, pero, como decía Nietzsche, “Hay espíritus que enturbian sus aguas para hacerlas parecer profundas”. El fango que se agregó a la protección de un supuesto derecho a la privacidad, sin embargo, no fue suficiente para cubrir la intención de censurar.
El arte trasciende a las mordazas de la política. Claro que en un primer momento el puño del censor cae con estrépito sobre el escritorio y en ese mismo instante Caballería roja es purgada de las editoriales e Isaac Bábel enviado al paredón; La sombra del caudillo se queda en España lo mismo que Martín Luis Guzmán; Ulises se confisca en las aduanas y Joyce no obtiene una visa; Cariátide es satanizada y Salazar Mallén va a los tribunales; No me voy a casar es echada del escenario a punta de pistola y Ngugi wa Thiong’o encuentra alojamiento en el apando de la cárcel más cercana… y un largo etcétera para el que no tengo espacio. Mas, al paso del tiempo, Bábel, Guzmán, Joyce, Mallén, Thiong’o y todos los habitantes de mi etcétera, vuelven a nosotros más vivos que cuando caminaron sobre la tierra, mientras que los nombres de sus verdugos, si alguien los recuerda, es con oprobio.
El expreciso y la mota
Mi aplauso para Vicente Fox. Este homo mediático con la mano en la cintura se cuela a las primeras planas, pone en vilo a la clase política y se pitorrea del círculo rojo. Por estos días, con la gentileza y figura de Rinconete y Cortadillo y con sin igual maestría, sacó las castañas de la legalización de las drogas del comal institucional y puso el tema en la agenda pública sin peligro de que los halcones de Washington tomen represalias, pues lejos estaría alguno de acusar recibo al célebre entrevistado de Tragaluz, como quedó demostrado durante la visita a México de la señora Napolitano. Ahhh, el numerito de Juárez. ¡Pero si don Vicente no sabe quién fue el de Guelatao! Lo que sí sabe es que como José Luis Borgues y las lavadoras de dos patas, hay dichos que atraen a los medios como las abejas a las flores. Todo en Fox se reduce al célebre grito de guerra de los poetas decadentes: Pour épater la bourgeoisie!
Carta indiana
Durante años he predicado a mis alumnos que el periodista es un escéptico profesional que duda hasta del amor de su madre mientras no verifica el dato con una fuente confiable. Así que es imperdonable que la semana pasada haya transcrito el excelente “reclamo indiano” supuestamente entregado por Evo Morales a las potencias europeas. El texto me llegó de alguien por quien guardo el mayor crédito y me gustó tanto que caí en el síndrome del Ocosingo Times: lo transcribí sin mayor verificación. Hoy sé que es de pluma desconocida y que tramposamente se le atribuyó al inca. Ahora ando en pena entre horrísonos lamentos, mientras mi fuente ríe diabólicamente por la facilidad con que caí en pecado. De rodillas, con sayal y apretado cilicio, ofrezco disculpas a los lectores y al Presidente de Bolivia.
Molcajete
No entiendo a los ingleses pese a estar emparentado con uno en primer grado. ¿En que otro lugar más que en la Pérfida Albión el pueblo es capaz de perdonar a Reginald Dyer o celebrar desmedidamente a un bebé al que tendrá que mantener durante los próximos ochenta años junto con toda su real e improductiva parentela? Como dijo Tony Blair (Michael Sheen) en La Reina: “¿No habrá quien los salve de sí mismos?”
24/7/13
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