Educación de la alteridad para tiempos egoístas

  • Juan Martín López Calva
Necesitamos una escuela y universidad con un sano equilibrio entre la competencia y la colaboración

“Los egoístas encuentran fallas en las estructuras sociales y las explotan para aumentar su propia participación en los bienes particulares y disminuir la de los demás. Los grupos exageran la magnitud de su contribución a la sociedad. Constituyen un auditorio dispuesto a dar crédito a una ideología que justifique su comportamiento ante la opinión pública. Si triunfan con su falacia, el proceso social se distorsiona. Lo que es bueno para este o aquel grupo es considerado, equivocadamente, como bueno para todo el país y para la humanidad. Aparecen clases más ricas y clases más pobres, las ricas se enriquecen cada vez más, mientras que las pobres languidecen en la miseria y las privaciones”.
Bernard Lonergan. Método en Teología, p. 346.

Como lo he dicho en otros textos, vivimos tiempos ególatras: tiempos de hiperindividualización -una característica que algunos autores atribuyen a la posmodernidad- en los que cada quién mira por sus propios intereses y se ocupa de hacer realidad sus propios “sueños”, sus deseos, su proyecto de vida (1).

La sociedad de consumo y los medios de comunicación masiva promueven incesantemente esta idea individualista de la felicidad y la realización que se sustenta en la idea de buscar “libremente y sin ataduras sociales” lo que nos ayude a alcanzar nuestro proyecto de vida individual, desechando cualquier cosa que implique renunciar a lo que soñamos, aún si se trata de personas o grupos humanos a los que pertenecemos y a quienes amamos.

La escuela y la universidad de este “mundo al revés” como le llamaba Eduardo Galeano, están inmersas en esta sociedad individualista y han entrado -algunas más y otras menos- a esta dinámica de formar personas exitosas, individuos que consigan todo lo que se proponen, profesionistas que sean líderes y triunfen en el mercado laboral cada vez más voraz y deshumanizante.

Como afirmó Xabier Gorostiaga S.J. en un célebre discurso de clausura de cursos siendo rector de la Universidad Centroamericana de Managua: “las universidades están formando profesionales exitosos para sociedades fracasadas”.

“El mundo es de los abusados, no de los inteligentes” recuerdo que decía una compañera en la preparatoria hace ya varias décadas, refiriéndose a que más que aprender con profundidad los conocimientos que se planteaban en las distintas materias, había que desarrollar las habilidades necesarias para encontrar las formas de obtener los máximos beneficios con el mínimo esfuerzo.

Vivimos sin duda en tiempos ególatras, en un país y en un mundo que incentivan los comportamientos basados en intereses individuales o de grupo por encima de la búsqueda genuina, comprometida, inteligente y éticamente fundada, del bien común.

En este contexto proliferan los individuos que se dedican a encontrar las fallas en los sistemas sociales -en las instituciones, las leyes, la dinámica de la economía, la política o la cultura- para explotarlas en su propio beneficio, obteniendo una mayor participación en los bienes particulares de todo tipo: dinero, poder, fama, etc., como bien plantea Lonergan en el pasaje que sirve de epígrafe a estas líneas, disminuyendo la de los demás.

También abundan y dominan hoy -veamos si no, a nuestra impresentable clase política tanto en el gobierno y su movimiento como en la oposición y sus partidos- los grupos que exageran el tamaño de lo que aportan a la sociedad y van construyendo un auditorio dispuesto a dar crédito a una ideología que tiene como finalidad justificar su forma de actuar ante la opinión pública.

Lamentablemente, tanto los individuos que se aprovechan de las fallas del sistema como los grupos que hacen lo mismo -aunque se presenten con fachada de compromiso social- tienen éxito en esta sociedad decadente en la que campean la corrupción, la impunidad, la mentira descarada y la violación cínica de las leyes que supuestamente existen para impedir los abusos y sancionar a quienes los cometan.

De este modo, la enorme desigualdad y la pobreza que nuestro país ha vivido por siglos -no solamente en el satanizado “período neoliberal” sino en toda su historia- en vez de combatirse y reducirse se va regenerando continuamente, haciendo cada vez más amplias las brechas entre las clases más ricas y las clases más pobres.

La educación formal, como también he dicho en otras ocasiones en este espacio, no solamente no es esa antifatalidad -como la llama Savater- que evita que el hijo del pobre esté condenado a ser pobre y el hijo del rico esté predestinado a seguir siéndolo, sino que es un mecanismo de perpetuación y reproducción sistemática de esta situación injusta en la que los egoísmos individuales y grupales triunfan regularmente.

Como profesionales de la esperanza, los educadores auténticos no nos conformamos con ser meros reproductores de este egoísmo instalado como eje del funcionamiento social. Sin embargo, es inevitable que nos preguntemos: ¿Qué hacer para revertir esta realidad ególatra y formar a los nuevos ciudadanos en un compromiso para la construcción del bien común, de la justicia, de la convivencia pacífica y democrática?

La respuesta nada sencilla de llevar a la práctica es cambiar la lógica, la clave de funcionamiento de los procesos educativos para pasar de una visión individualista y egoísta a una perspectiva de alteridad, es decir, de orientación hacia el otro y los otros con los que coexistimos, pero con los que podemos llegar a convivir.

Necesitamos escuelas y universidades que formen en la convicción de que no somos nada sin los demás y que no es posible construir un proyecto real y consistente de felicidad y realización personal si no es en relación con los otros, en los que nos buscamos y gracias a los cuales somos, como dice Octavio Paz en su monumental poema Piedra de sol.

Lo anterior implica que las instituciones educativas se estructuren desde un proyecto de organización que fomente la convivencia democrática en el que todos trabajen de manera colaborativa y en el que aprendan a resolver sus diferencias y conflictos a través del diálogo y no del abuso o la violencia.

Una escuela y una universidad con un sano equilibrio entre la competencia y la colaboración, pero una competencia por ser mejores personas con los demás y al servicio de los demás y una colaboración que no diluya la identidad y el crecimiento personal pero que lo ubique en el contexto de construcción de un nosotros.

Para ello es indispensable la educación en la comprensión humana que señala Morin en sus obras dedicadas a la educación. Una comprensión que genere benevolencia, porque como afirma el pensador planetario: la comprensión es la madre de la benevolencia, es “…la madre de lo que debe constituir la virtud principal de toda vida en sociedad: el reconocimiento de la plena humanidad y de la plena dignidad del prójimo" (2).

1 Cfr. https://www.e-consulta.com/opinion/2014-02-17/el-amor-en-los-tiempos-egolatras
2 Edgar Morin. Enseñar a vivir, p. 141.
https://tecnoeducativas.files.wordpress.com/2017/03/morin-ensenar-a-vivir.pdf

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Juan Martín López Calva

Doctor en Educación UAT. Tuvo estancias postdoctorales en Lonergan Institute de Boston College. Miembro de SNI, Consejo de Investigación Educativa, Red de Investigadores en Educación y Valores, y ALFE. Profesor-investigador de la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla (UPAEP).