Los toros desde la barrera

  • Augusta Díaz de Rivera
El público llenaba la plaza, aunque cualquier fiesta puede ser arruinada por la violencia

Arrancó la fiesta brava en Puebla. Llegaba la hora en que se probaría la crianza de los toros. El público llenaba la plaza y disfrutaba de la música y el ambiente del paseío.

Se esperaba algo mejor del primer toro, venía de la ganadería de los Morales, de Soltepec. Con escaso empuje y fuerza, resultó de pésima condición. Siendo devuelto a los corrales por su manifiesta falta de fortaleza, no mereció ni la gloria de la muerte. Salió en su lugar otro de la misma ganadería, más acostumbrado a la guerra, pero no acabó de aprovechar a lo largo de una faena de evidentes altibajos, muriendo sin pena ni gloria.

El segundo toro de la tarde de la ganadería de Toluca, mostró bravura y templanza desde el inicio, y embistiendo siempre con elegancia, se ganó de inmediato el respeto del público. Después de demostrar valor y carisma, fue indultado por el juez de plaza, festejando los asistentes con prolongado aplauso.

El ánimo del respetable se descompuso tras el tercero. Después de una tanda sobre la mano izquierda, el de la ganadería de San Lázaro empezó a echar cuerpo y cara hacia arriba en feo embroque, y debilitándose de inmediato con banderillas. El torero tuvo que poner fin a su miseria ante su falta de bravío y nobleza, y aunque le costó lucirse al principio de la faena, gracias a una certera estocada desde la derecha mereció una oreja, tras escasos 15 minutos.

Toro sin celo resultó el cuarto de la tarde, de la ganadería de Reforma. Empezó con brío, pero muy agarrado al piso hacia el final de la faena, se afanó en toreo sobre brazos y piernas, y no logró enganchar el capote. Su estampa de más de 450 kilos terminó desilusionando al respetable, y después de media hora donde no logró hacer lucir al matador, fue a buscar la muerte a las tablas, a causa de fallidas estocadas que provocaron la rechifla de villamelones y conocedores del tendido de sombra.

El público empezaba a molestarse por la tibieza del juez de plaza quien, ante la mala calidad de los toros, se negaba a sacar a los de reserva y mejorar el espectáculo. Los pleitos en el tendido empezaban a gestarse, a multiplicarse.

Para cuando llegó el quinto, justo cuando el sol se acobardaba detrás de nubes negras, salió aguerrido bufando en medio de truenos y el agua de un diluvio bíblico. La cuadrilla trataba de amainar su furia, el público empapado no se movió de su lugar, ni la banda dejó de tocar. Era tal la bravura del animal, que tuvieron que dar paso al picador, cuyas puyas no lograron disminuirlo. Cuando tocó al torero enfrentar a su rival, fue arrastrado y muerto en segundos, sin que la sangre sobre la arena mojada dejara rastro alguno.

La plaza se vació de inmediato a causa de la lluvia y la desgracia. Nadie supo ni de qué ganadería venía el endemoniado animal. El juez de plaza no advirtió las nubes negras, y más comprometido con el empresario de la corrida que con los aficionados a la fiesta, no fue capaz de suspender la corrida, ni por los pleitos ni por la lluvia.

Cualquier fiesta puede ser arruinada por la violencia, en cualquiera los invitados se van cuando la diversión se acaba. Todo cuenta. Es necesario poner atención en la nobleza de los animales, el prestigio de las ganaderías, la destreza de los toreros y, sobre todo, cuidar al juez de plaza.

Hay que estar alerta, porque sí hay quinto malo.

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Augusta Díaz de Rivera

Licenciada en Relaciones Internacional con Maestría en Políticas Públicas y Administración Pública. Se ha desempeñado en cargos como regidora de los Ayuntamientos de Puebla y Atlixco; diputada local en el Congreso de Puebla, así como diputada federal. Actualmente es Presidenta del CDE del PAN.