Fuego frío

  • Ignacio Esquivel Valdez
Qué le depara a Gabriel una misteriosa carta con una herencia y su encuentro con sus antepasados

Carlos llegó al departamento que compartía con Gabriel, su amigo desde la universidad. Levantó una carta para su compañero que encontró medio metida por debajo de la puerta.  Gabriel estaba revisando sus redes sociales sentado en la sala y al recibir el sobre dio cuenta de dos hojas dobladas y una llave. Al leer los papeles, Gabriel se puso serio y luego volvió a dibujar una sonrisa.

-Charlie, aquí dice que mi abuelo me heredó un terreno con casa y dinero en un pueblo, debo ir para tomar posesión y me entreguen un cheque. ¿Qué dices? ¿Vamos?
Su compañero protestó:
-Es viernes, mejor vamos por unas chelas y unas alitas.
Gabriel insistió:
-¡Anda! ¡Vamos en tu carro! Aquí dice que hay que estar ahí mañana, se va a poner interesante.

Con ayuda del internet apenas si pudieron dar con la ubicación del poblado al cual para llegar habría que manejar por carretera federal y luego terracería. Al día siguiente por la mañana se pusieron en camino y al cabo de cuatro horas llegaron al caserío de Xotonac, un lugar que denunciaba necesidad, contaba con solo dos calles sin pavimentar y no había indicios de algún servicio público. Se estacionaron a la mitad del caserío, bajaron del auto y en eso vieron que una mujer los observaba metros adelante. Carlos le preguntó: “Disculpe, estamos buscando la casa de don Tomás Rivera, ¿nos puede decir en dónde está?”. La mujer volteó a su izquierda y señaló con la mano la casa al final de la calle. Carlos agradeció la información y caminaron en la dirección indicada.

Entraron a la casa abriendo la puerta con la llave que acompañaba la carta. Al entrar todo estaba cubierto de polvo, había muebles viejos y los herrajes de las puertas parecían hechos a mano. La casa contaba con una habitación que servía de cocina y comedor y dos cuartos más. Uno de ellos tenía la puerta abierta y el otro la tenía cerrada. Gabriel trató inútilmente de abrirla y concluyó que necesitaría herramientas. Limpió lo que pudo mientras que Gabriel había ido a buscar a la misma mujer a la que habían pedido información para saber dónde comprar algo de comida. Al cabo de un rato llegaron Carlos y la señora con tortillas, huevos, manteca, un poco de carbón y venían acompañados de un hombre de edad madura con algunas canas y entradas de cabello notables. Se presentó en esos momentos:

-Hola mi nombre es Jesús, al igual que ustedes acabo de llegar y esta señora es doña Blanquita, ella nos ayudará con la comida y, por cierto, no habla, aunque sí oye.

Mientras los hombres platicaban, la señora encendió el carbón, lavó una cazuela de barro y en ella derritió la manteca para freír los huevos. Llegado un momento, Jesús se digirió a Gabriel:

-Yo también recibí la carta, eso significa que somos descendientes de don Tomás.
Gabriel respondió:
-Pero mi padre fue hijo único, mi abuela le contó que no pudo tener más hijos, tú debes ser algún “voladito” de mi abuelo.
-Te equivocas, yo soy hijo de Valeria Santiago, la primera mujer y legítima esposa de don Tomás, él llegó de fueras y se quedó a vivir aquí al casarse con ella, pero mi madre huyó de aquí por el tipo de vida que le daba, hay documentos que lo validan, luego conoció y se juntó con Paola Chávez, con quien procreó a tu padre.
 -Sí, mi abuela, alguna vez me contó que nunca se casaron, pero eso no importa si tu tirada es reclamar la herencia, ambos tenemos la carta y yo no tengo bronca, nos repartimos y ya.

Jesús, que sostenía la mirada, respondió:
-Yo tampoco tengo problema, en realidad mi interés es saber qué pasó aquí, pues al igual que mi madre, tu abuela también huyó con tu padre todavía en las entrañas, la vida que les daba don Tomás era muy reprochable.

Lo dicho por Jesús sembró una gran intriga en Gabriel. Era un misterio el pasado de su abuelo, la casa en un lugar casi despoblado y una habitación que parecía hermética. El día lo pasaron revisando el vasto terreno adjunto a la casa que colindaba con un río recreando un paisaje tan rural como en las viejas películas en blanco y negro. 

Los hombres pronto se dieron cuenta que en el campo la noche llega pronto y apenas oscureció regresaron a la casa. Una vez adentro Jesús comentó:

-Debo decirles que yo ya había estado aquí antes, mi madre me trajo varias veces al morir don Tomás y la gente nos contaba sobre cosas raras en esta casa. Yo he estado investigando, de hecho, me dedico al espiritismo y no he podido investigar nada, la gente del pueblo ya no quiere hablar, muchos tuvieron miedo y se han estado yendo poco a poco.
Gabriel respondió con fastidio:
- Bueno, esa está bien para una película del Santo y Blue Demon o algo así, mejor vámonos a dormir en el cuarto que está abierto, está más limpio que aquí, vamos a bajar las cobijas que traemos en la cajuela.

Los tres hombres se acomodaron sobre el piso de losetas de barro. La oscuridad y el silencio se adueñaron del lugar cuando de pronto oyeron un leve rechinido en la habitación contigua cuya puerta no habían podido abrir. Gabriel se alertó y encendió la lámpara que había bajado del auto. El ruido cesó y Jesús sugirió levantarse a revisar, los demás obedecieron sin pensar. 

Al llegar a la entrada de la otra habitación vieron que seguía cerrada y regresaron a sus improvisadas camas. Pasaron minutos de silencio esperando que el ruido se presentara de nuevo hasta que Carlos dijo:

-Gabo, tengo que salir a orinar, acompáñame.
-No muelas, ve tú y llévate la lámpara.

Luego de una breve pausa, Jesús dijo:
-No te preocupes, yo te acompaño.

Ambos salieron de la casa y comenzaron a platicar, el rumor de la charla se escuchaba dentro de la casa hasta que de súbito cesó y Gabriel casi gritando dijo: “Charlie, ¿andas ahí?"

La respuesta que recibió fue otro rechinido más fuerte, como si los viejos herrajes protestaran negándose a trabajar después de tantos años de abandono. El sonido dejó sin aliento a Gabriel. El ruido se prolongó como si la puerta se hubiera abierto por completo. Una brisa gélida entró por la puerta y se posó sobre el rostro erizando su piel en el acto. No se escuchaba nada como no fuera el pulso acelerado dentro de un cuerpo paralizado. Sus ojos buscaban en la oscuridad la luz que portaba Carlos y la espera lo llenó de ansiedad, así que se levantó a buscar a su amigo.

Guiándose con manos temblorosas sobre la pared, avanzó hasta encontrar la puerta de salida. Al asomarse a la habitación principal, la luz que se colaba del exterior le permitió ver que no había nadie adentro y la puerta de la habitación contigua estaba abierta. Con más esperanza de encontrar a su amigo que con la convicción de vivir una aventura, se acercó y dentro vio a Jesús sentado en posición de loto rodeado de veladoras con llamas de luz verde de poca luminosidad. Murmuraba algo incomprensible y tenía los ojos cerrados. De pronto inició un movimiento circular con la cabeza. Gabriel se percató que las llamas no daban una sensación de calor, sino parecían ser la fuente de vaho frío que ondeaba al ritmo de las flamas y el cuerpo le exigió abrigo. En ese momento, la puerta se cerró.

Jesús seguía en la misma posición con esos movimientos de cabeza. Gabriel se acercó para preguntar por Carlos y al no responder a sus llamados, repentinamente Jesús abrió los ojos, que despedían una rara luminosidad verdosa e hicieron a Gabriel dar un paso atrás. En ese momento las llamas de las veladoras crecieron intensificando su extraño fulgor. Asustado, Gabriel golpeó la puerta pidiendo auxilio mientras las llamas se acrecentaban a sus espaldas. Los ojos de Jesús eran ya fuentes flamígeras y su rostro mostraba un cierto rictus. Levantó los brazos y emitió un sonoro lamento que provocó que Gabriel arañara la puerta. El fuego se convirtió en una danza de llamas alargadas que recorrían el cuarto reptando en el aire como serpientes flotantes y dejando un rastro helado sobre el cuerpo.

Gabriel sintió que algo lo jalaba y cayó de espaldas en la dirección en la que estaba Jesús, pero sintió la caída sobre el suelo, no sobre su tío. De pronto un golpe seco lo hizo sobresaltar y en seguida el muro lateral cayó sorpresivamente en medio de una nube de polvo. Gabriel vio que se trataba del auto que los había llevado a ese pueblo con Carlos al volante. Se echó de reversa para dejar libre la salida a la cual se dirigió Gabriel con pasos entumecidos como de aquellos que sufren de hipotermia. Carlos le ayudó a salir de la casa y entrar al auto en el que huyeron del lugar.

Al alejarse vieron que las flamas verdes habían desaparecido y llegaron a la entrada del caserío pensando en pedir ayuda. Carlos explicó a Gabriel:

-Al salir estábamos charlando cuando vimos desde afuera algo que iluminaba desde el otro cuarto que se había abierto. Jesús sin pensarlo regresó y se metió en el cuarto y luego vi que tú entraste, cuando pude entrar vi que la puerta se había cerrado otra vez y oí tus gritos, por eso fui por el carro y lo choqué contra el muro para que pudieras salir.
-“Fuiste muy valiente, amigo, gracias”, dijo Gabriel.
-Para nada, sigo muerto de miedo, creo que no podré manejar.
-Yo tampoco, esperemos un rato.

Recargados en los asientos, el silencio se rompió con el canto de los grillos y, cansados, se quedaron dormidos hasta que amaneció. Cuando despertaron, volvieron a la casa para buscar a Jesús o lo que hubiera quedado de él. No había rastro alguno por más que buscaron entre los escombros. Al no tener explicaciones Carlos sugirió marchar de regreso a la capital en ese momento.

Gabriel pidió echar un último vistazo al resto de la casa y tardó varios minutos. Carlos sonaba el claxon del auto para apresurar a su compañero quien finalmente se presentó en la puerta de la entrada para decir:

-Regresa sin mí, yo me voy a quedar a esperar al abogado para que me entregue el cheque de la herencia con el que quiero reconstruir esta casa en honor a mi abuelo, que seguramente era lo que quería, por eso me hizo venir.
Su compañero le contestó con desconcierto:
-¿Estás seguro?
-Nunca he estado tan seguro de algo en toda mi vida, no te preocupes yo te llamaré para decir cómo va todo.
-Bueno, si eso es lo que quieres.

Carlos abordó el auto para salir lo antes posible del pueblo que ahora lucía más abandonado que cuando había llegado. 

Gabriel se quedó en la entrada de la casa y una mano pequeña de piel arrugada tomó la suya para entrelazar los dedos:

-Mi querida Blanquita, el nieto y el hijo me hicieron el favor de hacerme regresar, ahora vamos a ser muy felices, tú has sido la única mujer que me ha sabido comprender, no como las otras que me abandonaron, en cambio tú permaneciste fiel hasta que se dio esta oportunidad después de tantos años y ahora tenemos todo el pueblo para nosotros solos, volveremos a ser los reyes de Xotonac y a seguir con los rituales de la inmortalidad que habíamos empezado, ya verás mi Blanquita, ya verás.

 

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas