No

  • Arturo Romero Contreras
Usamos el “no” de la mano de la “individuación”, pero también de la mano del cambio.

¡No! Eso no, así no, no todos, no siempre. ¿Cuánto depende de esta pequeña partícula? O podemos formularlo también así: ¿cuánto no depende de esta pequeña partícula? El “no” lo usamos explícita e implícitamente en toda negación: nunca, nadie, nada, ningún lugar.

Diríamos que con el “no” podemos destruir un estado de cosas: no es así, no es el caso. Con ello podemos decir que lo que se dice es de otro modo, o que no existe, o que es imposible. El no nos libera de las cosas actuales y hace ver, al menos virtualmente algo más. El efecto limitante de la negación es también posibilitante en cierto sentido. Puedo decir, en efecto, “no andes por ahí”, en sentido imperativo, con un efecto prohibitivo. Lo hizo Parménides en los inicios de la filosofía occidental diciendo: el no-ser no puede ser investigado, no es un camino penetrable por la inteligencia, ocupémonos de lo presente, de lo puramente actual, desterremos el cambio de la metafísica, pues las cosas no pueden ser sino lo que son. Pero el no, decimos, puede ser posibilitante. Platón responde al padre Parménides: las cosas son algo, pero al mismo tiempo no son otras. Todo lo individual se distingue de otros individuos. Esta cosa no es aquella. Digamos que el “no” opera en la distinción entre las cosas, las separa, les da espacio, les permite ser con independencia. Usamos el “no” de la mano de la “individuación”. Pero también de la mano del cambio. Las cosas, en tanto que devienen, dejan de ser lo que son para convertirse en otras. Es como si fueran diciendo constantemente “no” a cada instante para poder decir “sí” al siguiente. El cambio es una secuencia diferencial de sí y de no, de sí y de no, de sí y de no.

Marx y Hegel hicieron uso de la negación en un sentido positivo y determinado. El trabajo es negador en cuanto que transforma las cosas. Le digo “no” a las cosas tal como ellas son inmediatamente, pero las afirmo en cuanto convierto la madera en un escritorio. No se trata de una negación absoluta, destructora, aniquilante, sino de una negación determinada y determinante, un “no local”. Y así, cuando gritamos “¡ya basta!” no decimos no a la vida, sino a esta vida donde nos subyugan. El budismo ha sido llamado nihilista porque hace de la nada un principio supremo. En realidad, deberíamos hablar de vacuidad (śūnyatā) y no de nulidad. Vacuidad significa que no existe ningún fenómeno sustancial, sino que todo lo que sucede depende de otras cosas. A esto se le llama surgimiento codependiente. Las cosas surgen, moran y desaparecen. Todas. Incluido el yo. Así, cada fenómeno depende de otro y todo lo existente se sostiene y se apoya, por un momento, en todas las otras cosas. No hay suelo, ni última instancia. Por ello hay vacuidad. Pero no una nada, pues todo esto, aunque fuese ilusión, es ya algo.

Algo y no todo. Algo y no nada. Pero tampoco cualquier cosa. Es precisamente ahí donde nos encontramos siempre. Citemos un koan, esas pequeñas narraciones del budismo zen hechas para despertar a las cuestiones fundamentales. El maestro chino Shǒushān Shěngniàn solía probar a sus discípulos nuevos de esta manera. Levantaba un bastón de bambú y decía: “Monje, si llamas a esto un bastón de bambú, lo encasillas en una palabra y no tienes la visión zen, que va más allá de las palabras y percibe lo invisible en lo visible, lo infinito en lo finito, y en toda cosa la Vía eterna. Pero si dices que no es un bastón de bambú, vas en contra de un hecho, niegas la realidad y vas errante por el mundo falso de lo ilusorio. Así pues, no puedes decir algo, ni no decir nada. O sea ¿qué dices? ¿qué haces? ¡Responde rápido!”.           

¿Qué decimos? Cómo respondemos a ello decide las acciones, las posiciones e incluso las épocas. Consideremos un tema “típicamente occidental”: realismo e idealismo. Uno niega al sujeto, lo considera epifenómeno, algo que se agrega sin cambiar en nada las cosas. El otro niega una realidad subsistente de las cosas. Sabemos que el jaloneo es inútil, una pérdida de tiempo, porque tenemos tantos argumentos para afirmar que el mundo es solamente algo “para nosotros” como que nada podríamos decir de él sino fuera algo “en sí”. Pero lo sospechoso es la simetría de las posiciones, ese no que hace de una posición el opuesto simétrico del otro, como si se tratara de un esquema lógico, independientemente de la cuestión tratada.

Expliquemos. Cuando consideramos la naturaleza y la cultura, las contraponemos. Decimos una no es la otra. Pero vamos más lejos al afirmar que una es lo opuesto de la otra. Y que, a la postre, se trata de una contra la otra. La cultura contra la naturaleza. Este esquema de la negación guerrera lo extendemos por todos lados. Yo no solamente soy otro respecto a ti. Tú eres para mí no-yo, lo mismo que yo para ti. En este distinguirse por el no nos contraponemos y hacemos que nuestra individualidad dependa de la oposición, la contraposición, el enfrentamiento. O tú o yo. Tú contra mí. Es la lógica de la política según Schmitt: “amigo-enemigo” y de la respuesta inmunitaria (que nada tiene que ver con la biología, por cierto): lo mismo contra lo otro. 

Separamos lo vivo de lo inerte. No hay nada extraordinario en ello. No nos comportamos, en efecto, frente a la piedra como frente a otro ser humano. Pero en ese “no” se esconde el modo de separar el mundo a partir de una lógica simétrica. Cada espacio es continuo y compacto y no invade al otro. Son como dos territorios, dos países con fronteras claras que no permiten ambigüedad entre lo que pertenece a uno o a otro. ¿Qué deberíamos incluir en una categoría como “no-yo”? En primer lugar, lo natural. Pero los demás, los otros, son también algo distinto de mí, otro tipo de “no-yo”. También separamos lo vivo de lo no-vivo, pero el animal no puede caer en la esfera genérica del “no-yo”, de las cosas. Él es también un yo, pero no como yo. ¿Cuántos matices no habría que introducir para no ser injustos con el “no”? Ya sólo esta frase incluye dos “no” que no podríamos ahorrarnos. Pero eso no impide ver el inmenso mundo de la negación: fuerte, débil, absoluta, parcial, continua con la afirmación, porosa, borrosa, pulsátil, inestable. Afirmaciones, negaciones, contradicciones (tanto A como no-A), tercero dado (ni A ni no-A): todos estos son nombres nos dan norte. Son como una rosa de los vientos no sólo de la argumentación y la validez, sino del modo mismo en que las cosas se distinguen y se unen a las otras cosas, es decir, la multitud de modos de la diferencia. 

Si quisiéramos suprimir el no perderíamos también la diferencia, la posibilidad de discriminar, de separar. Nos preguntamos por ello si hay solamente un “no” o varios. Además de ese universo de dos valores puntuales sí-no (o verdadero-falso o ser-no, ser o amigo-enemigo) hay universos lineales, donde el sí y el no se trazan sobre una línea continua. Si y no como dos polos de una línea y no como dos puntos. Pero ¿hay otros modos del “no” y de su intrincación con el “sí”? ¿Hay, por ejemplo, un “no” poroso, otro borroso, otro cambiante? La vida se distingue por crear un interior. Consideremos la célula. Ella se constituye marcando un adentro y un afuera. Pero el adentro y el afuera no son como una frontera, una línea continua, como la así llamada “curva de Jordan”. Una membrana celular posee estructura, pues requiere de regular lo que entra y sale y si ello puede realizarse de manera pasiva o con uso de energía. La diferencia interior-exterior no traza una línea continua, sino con agujeros. Adentro y afuera se distinguen, pero no se contraponen. O bien, la oposición es solamente “local”, pero no vale para toda la frontera de la membrana. El sodio, por ejemplo, no requiere permisos: puede deshidratar o hacer explotar una célula. Es como si no hubiese membrana en absoluto. Pero para el intercambio entre sodio y potasio se requiere de una “bomba”, de energía. Este “no” regulado es un no complejo. ¿No son así las fronteras entre la “naturaleza” y la “cultura”, entre el “yo” y el “otro”, entre lo “propio” y lo “ajeno”?

Los “no” borrosos los conocemos. Digo “no te acerques mucho”. ¿Y qué es mucho? De algún modo lo sabemos sin necesidad de medirlo. Lo evaluamos con la situación, con nuestro cuerpo, con una estimación de riesgos y problemas de manera aproximada. No necesitamos más, como no es necesario sacar una cuchara medidora cuando nos ofrecen azúcar en un té: “sí, pero no mucha, por favor”.  

Hay también un “no” ambiguo, desdoblado. El psicoanálisis habla de la denegación (Verneinung) cuando negamos algo en una oración, pero lo afirmamos práctica o performativamente. Por ejemplo, digo: “no es que me caigas mal, pero...”. La frase dice “no me caes mal”, pero es evidente que ella avanza en sentido contrario y mienta lo contrario “me caes mal”.

Ahora, no es sólo que contrapongamos los dominios y los conceptos y los sometamos a la lógica de la guerra. La negación simplifica la relación entre los dominios. El “no” es económico, porque frente a las entreveradas relaciones entre cultura y naturaleza, a sus continuidades y discontinuidades, el “no” instaura una única relación, una única frontera, simple, divisiva, sin penetraciones recíprocas, sin ambigüedades. Ello nos revela el carácter social o pragmático de esta negación. Es eficiente, es económica, es simple.  Pero no es sin consecuencias, como hemos visto. ¿A qué tipo de “no” nos comprometemos social o políticamente? ¿Y en la ciencia y en la filosofía?

Lo mismo habría que decir del sí, pero, sobre todo, de la relación entre el sí y el no y sobre el espectro de posibilidades entre ellos: sí y no, ni sí ni no, tal vez, sí…pero.

Para Platón la filosofía es una ciencia de la división. Es una ciencia en la cual se reparten los registros: lo sensible y lo inteligible, lo real y lo ideal, lo uno y lo múltiple, etc. Pero es también la ciencia que reconoce las ambigüedades, los orificios y los tránsitos entre los ámbitos distinguidos. El que lee a Platón con atención verá que no es él un mero pensador de oposiciones. La clásica separación entre lo sensible y lo inteligible es puesta en duda con la belleza, que participa de ambas. El espacio es un concepto que participa del ser y del devenir. La escritura favorece la memoria y el olvido al mismo tiempo. Sócrates será también la figura intermedia entre el filósofo y el sofista. En el diálogo El Sofista nos dice precisamente que los “géneros”, las grandes categorías con las que pensamos (el límite, al límite y en el límite) se mezclan y se separan local y globalmente. Podríamos decir que se engendran y se destruyen también entre sí. Ésta, su vitalidad, no se ciñe a las oposiciones. Las oposiciones son solamente los momentos visibles (lo local y lo global, el uno y lo múltiple, la identidad y la diferencia) de un espacio más complejo.

Quizá valga la pena recordar a Kant que se preguntaba cómo orientarse todavía por el pensamiento en el momento de máxima desorientación, cuando no podemos subsumir particular en conceptos universales a nuestra disposición. Orientarse en y a través de esas divisiones. Divisiones que crean espacios. ¿Pues dónde más se orienta uno sino en un espacio? Así como el navegante usa el norte, el sur, el este y el oeste, el lógico utiliza los valores de falso y verdadero. Pero si el navegante quiere extenderse a todo el espacio, requiere de más ejes. Igualmente, el lógico que navega espacios inéditos del pensar requiere, a veces, de más valores: falso, verdadero, falso y verdadero, ni verdadero ni falso. U otros. Así mismo requería el matemático expandir el espacio de los números reales al de los números complejos para encontrar todas las soluciones de sus polinomios.

No nos preocupamos por las cosas como meros individuos, sino por los espacios donde ellas se despliegan, a la vez como singulares y como funcionando de manera equivalente a otras. Funcionando y no siendo. No decimos: todos los perros son iguales en cuanto instancias del concepto “perro”. Más bien decimos que un perro cualquiera puede ser reconocido como perro porque puede jugar ese papel de representante frente a otros animales. Él es, como individuo, más que lo que la categoría dice de él. Pero las categorías entonces no son contenedores que engloban seres. Son funciones que permiten orientarse entre los seres: juntándolos o separándolos. En el entendido de que tanto juntar como separar puede implicar operaciones complejas.

Sí o no. Preguntamos rápidamente. A favor o en contra. Ello porque el “no” es económico, práctico, rápido. Diríamos que las oposiciones generadas por este son figuras “estables”, que se producen todo el tiempo en el campo social, en el lenguaje, en la percepción. La polaridad opera en la naturaleza y opera en nuestra lengua. Pero su potencia y efectividad es limitada. Demasiado rápido se satura el espacio en dos opciones excluyentes, inhibiendo todo matiz, toda ambigüedad, toda combinación y relación compleja entre el sí y el no. Pero queda por escuchar todos los armónicos intermedios entre los polos, lo mismo que las notas ajenas a la escala que aquellos enmarcan. Sin duda perderemos certeza y un cierto ritmo para hacer las cosas. Pero es necesario. Es preciso que lo hagamos para sacudirnos la pesadez del sentido común y el modo que tiene de partir y distribuir el mundo.

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.