La excomunión de Fernández de Lizardi

  • Atilio Peralta Merino
La excomunión de Fernández de Lizardi En las actas del congreso de 1822 se documenta la impugnación

Felipe Segundo, rey de las Españas, decretó en San Lorenzo el patronazgo real sobre las Indias el 1 de junio de 1574; previamente, el Papa Borgia, mediante el concordato conducente, había delegado en sus abuelos Isabel y Fernando el ejercicio del mando de la Iglesia de Roma en sus dominios.

A la Corona de Castilla asistirá en consecuencia una doble competencia, la que le correspondía motu proprio en relación a las causas ordinarias, y la que había sido delegada por el Santo Padre para conocer de las causas canónicas.

En consecuencia, en el número (1) del título decimosexto del libro primero, tomo primero  de la “Recopilación de Leyes de Indias”, donde puede leerse lo siguiente:

“Mandamos que ningún juez eclesiástico se entremeta en hinibir a los del Consejo de Indias en los negocios que en él se traten y que los del dicho Consejo puedan despachas para ello des zédulas provisiones que vieran ser nesessarias y en los y pleitos, negocios tocantes a Indias de que conocieren en estos Reynos jueces eclesiásticos puedan librar las provisiones ordinarias para que alzen las furcas que en ellos se hicieren”.

En el numeral (9) del propio título se establece el denominado “recurso de fuerza”, mediante el cual, en caso de conflicto entre las referidas competencias, aquella habría de quedar dirimida por medio de la intervención de la Real Audiencia.

Resulta digno de destacarse, el hecho de que, conforme a las actas del congreso de 1822, dicho cuerpo representativo se hubiese dado a la tarea de debatir y deliberar sobre la impugnación formulada por José Joaquín Fernández de Lizardi en contra de la excomunión decretara en su contra por el Santo Oficio.

Por principio de cuentas, pareciera por demás natural que el padre del género de novela en México, si no es que acaso en la América española toda, terminase topando con el Santo Oficio, dada la disposición expedida por el emperador Carlos, el 29 de septiembre de 1543 y que al efecto establece:

 “Porque el llevarse a nuestras indias libros de romances en materias profanas y fabulas, assi como son libros de cavalleria y otros desta calidad de mentirosas istorias, se siguen muchos inconvenientes, mandamos a nuestros virreyes, Audiencias y gobernadores que no consientan, ni den lugar que en las dichas Indias se impriman, vendan ni aya libros algunos de los susodichos, ni que se lleven de nuevo a ellas y provean que ningun español los tenga en su casa, ni que indio alguno sea de ellos”

El Congreso de 1822 aceptó de manera voluntaria las disposiciones reglamentarias concernientes a su régimen interior que al respecto habían expedidos en España con miras regular el funcionamiento de las cortes bajo la vigencia de la Constitución de Cádiz; no obstante, dicho cuerpo de representación actuaba libre y soberanamente sin quedar sujeto a cuerpo de ley alguno.

La actuación del Congreso bajo el principio de la “supremacía del parlamento”, propia de la vida institucional inglesa, ha sido materia de una olvidada vigencia en nuestra historia constitucional.

El hecho de que conforme al numeral (19) del título XX, libro primero Tomo I de la Recopilación de las Leyes de Indias,  la Real Audiencia “no conozca de lo que pasare ante los inquisidores”, deja en claro que, en tratándose de fallos inquisitoriales la única impugnación posible era ante la propia inquisición y  que no era procedente el aludido “recurso de fuerza”;  por lo que, en consecuencia,  el Congreso de 1822 había hecho algo  mucho más trascendente y radical políticamente, que meramente asumir las competencias de la Real Audiencia de la Ciudad de México.

Los congresistas mexicanos se habían erigido en una instancia suprema y soberana, reconociendo como único límite: “el no hacer de un hombre, mujer” como dijera William Blackstone en su inmortal obra “Comentario a las Leyes de Inglaterra”.

Declarar la nulidad de una actuación judicial, constituye lo que los romanos denominaron la “in integrum rstitutio”, acción que se erigiría precisamente en la materia de lo que debatió, deliberó y resolvió en su momento el Congreso de 1822 con relación a la excomunión de “el periquillo sarniento”.

El hecho de que tal atribución hubiese sido ejercida por un cuerpo legislativo no tendría por qué, por principio de cuentas, llamarnos a sorpresa alguna, dado que hablamos de una institución que se regía por el denominado principio de “supremacía parlamentaria”.

Roscoe Pound, el gran jurista de Harvard, habría expresado en relación con el sistema de supremacía de la Constitución escrita de los Estados Unidos las siguientes consideraciones:

“Las leyes de proscripción y de pedimento de penas y sanciones serán corrientes durante la Revolución y después de ella.

… una costumbre obtenía en algunos estados concesión legislativa de nuevos juicios después de decisiones en los Tribunales. En Maryland se obtenían hasta el último cuarto del siglo XIX disposiciones legislativas dejando sin efecto destituciones por razones procesales y exigiendo que las causas se continuaran, o se practicaran nuevas audiencias en determinadas condiciones. La jurisdicción de apelación se ejerció por el Senado de Nueva York hasta 1846 y por la legislatura de Rhode Island hasta 1857”.

En tal tesitura y bajo el principio de la supremacía del parlamento y no Constitución escrita alguna, el Congreso de 1822 se pronunció por levantar la excomunión de José Joaquín Fernández de Lizardi con mayor poder del que jamás le fuera asistido a la Real Audiencia de la Ciudad de México.

Recientemente la Asamblea Nacional de Bolivia declaró la nulidad de diversas sentencias pronunciadas bajo el reciente gobierno de facto enseñoreado en aquella nación. Acaso mucho podremos aprehender nosotros, no sólo de William Blackstone o de Roscoe Pound, sino sobre todo y de manera por demás particular del Congreso de 1822, desprendidos incluso del posible temor a una excomunión del Santo Oficio.

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Atilio Peralta Merino

De formación jesuita, Abogado por la Escuela Libre de Derecho.

Compañero editorial de Pedro Angel Palou.
Colaborador cercano de José Ángel Conchello y Humberto Hernández Haddad y del constitucionalista Elisur Artega Nava