¿Y el paro en Colombia, qué?

  • Marcela Cabezas
Hoy no existe otro imperio que el desgobierno, la injusticia y el ejercicio del poder por el poder

A unos días de la celebración de la independencia colombiana bajo un contexto de posparo, queda la sensación de que no sólo no pasó nada en cuanto a un rediseño de la política gubernamental en respuesta al estallido social, sino que, se aprecia la maquinaria político-electoral del gobierno en turno rumbo a las presidenciales del 2022.   Frente a esto, la desazón social es notable, así como la desesperanza de un pueblo que no conoce otra realidad que la del caudillismo de los “eternos” en el poder, y, en consecuencia, asume la crisis social como una constante en un país sin esperanza.

Gran algarabía se apreció el 20 de julio que conmemora la descolonización de la Gran Colombia de la corona española y la autodeterminación de la autonomía política del país respecto a aquella; día que aúna sentimientos patrios dentro y fuera del territorio nacional. Sin embargo, del discurso presidencial llama la atención las palabras referentes al apoyo incondicional a las fuerzas militares y a la fuerza pública, así como el papel de éstas en la prevalencia del orden constitucional en donde la vida y la dignidad humana es eje fundamental, tal como lo reza el preámbulo de la constitución de 1991.

A estas alturas y tras los hechos violentos a los cuales se vieron sujetos civiles a lo largo y ancho del territorio nacional durante más de un mes en el contexto del Paro, mes convulsionado y sangriento del que se desconoce aún las cifras oficiales de nuestros muertos y desaparecidos.

Uno se pregunta, ¿a cuál orden constitucional alude el presidente el día de la independencia? Si lo que bien se documentó la vida y la dignidad humana es lo que menos importó a las fuerzas policiales y militares bajo mandato presidencial; de hecho, el imperio de la violencia oficial y la inoperancia institucional para regularla fue pan del día tal como lo evidencian diversos medios de comunicación y lo reafirma la posterior visita de la CIDH al país.

Así las cosas, surten varias inquietudes frente a un país indolente que ya no habla del Paro, bajo el yugo de una clase política maniquea de las familias poseedoras que continúa de espaldas a la realidad social de una patria sumida en crisis económica y social y una juventud en desesperanza.

Bajo un contexto de posparo monopolizado por la satanización de la protesta social con la judicialización de los vándalos, -concepto tan bien popularizado por parte de la institucionalidad que hoy no se habla de otra cosa y se ofrecen recompensas por éstos-, se nos ha olvidado el costo humano de los hechos: los muertos, lesionados y desaparecidos -que aún no aparecen o flotan cuerpos decapitados y descuartizados en los caños- para dar protagonismo al costo económico y político tras las manifestaciones.

Al tiempo que el desinterés del gobierno es latente, no reconocer a los actores y demandas por parte de los marchantes en el afán de devolver orden a un país institucionalmente cooptado mientras que social y económicamente es semillero de delincuencia y de desesperanza. Además, en un país en el que delinquir paga tal como lo demuestran públicamente los “ladrones de cuello blanco” que desangran el erario público y no pasa nada (caso Odebrecht, Reficar, Hidroituango, escenarios de Juegos Olímpicos, etc., etc.) la inoperancia de la justicia es una constante y el discurso oficial del progreso redunda.  

Más aún, hay que decir que el costo del paro asumido por el pueblo colombiano, la derecha y ultraderecha en cabeza del expresidente Uribe Vélez lo ha sabido bien aprovechar electoralmente: la exacerbación y canalización del descontento social se logra mediante el autosabotaje así como la jerga de la amenaza del “castrochavismo en el país y el imperio de la anarquía” a la vuelta de la esquina. Así se suman adeptos electorales de diversas calidades que más que a la “izquierdización” del país teme algún tipo de cambio político y se cobija en el adagio de que “más vale malo conocido que bueno por conocer”.

El hecho de que hoy se plantee abiertamente la consustanciación de una dictadura de derecha –ojo, no es que ésta no exista aún- en cabeza de los “eternos en el poder” por dos vías: la cooptación del poder con los tentáculos del ejecutivo en la rama legislativa y judicial (contraloría, procuraduría, defensoría del pueblo), así como la elección a dedo de fiscales y togados en las altas cortes  por un lado; y de otra manera, candidaturas a la presidencia como la senadora del partido de gobierno, María Fernanda Cabal y/o su hijo y afines, sujeta ésta que descalifica abiertamente el informe de la CIDH sobre el Paro Nacional así como la garantía de derechos fundamentales consagrados en la Carta Magna como la salud,  la educación, la protesta social, los derecho minoritarios, la lista sigue (…)

Así las cosas y, a decir verdad, uno no sabe a estas alturas qué pensar (experimentando una suerte de guayabo político) respecto a la suerte de este país que pregona la democracia y la prevalencia del orden constitucional sumido, momentáneamente, en tibio patriotismo. Entonces, ¿hay algo qué celebrar?

Acaso, y para finalizar, ¿se trata de una cuestión de mala memoria por parte de los colombianos y colombianas? O más bien es que nos acostumbramos a vivir en un país bajo constante estado de crisis y en creciente deshumanización y desprecio por la vida y la dignidad humana, esa que tanto pregona el discurso oficial bajo el amparo de la constitucionalidad y del imperio de la ley.

Hoy no existe otro imperio que el del desgobierno, la injusticia y el ejercicio del poder por el poder: nada más lejos que la frase del famoso tratadista político florentino leído por múltiples políticos de carrera “(…) Para conocer al pueblo hay que ser príncipe, para ser príncipe hay que conocer al pueblo” (1).

Notas

Maquiavelo, Nicola. El príncipe. (2010) Alianza Editorial

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Marcela Cabezas

Magíster en Ciencias Políticas y politóloga colombiana. Catedrática y columnista en prensa independiente.