El affaire Foucault

  • Arturo Romero Contreras
La politización de lo jurídico se exige al estar paralizado el sistema por la impunidad

La noticia de que Foucault practicó la pederastia durante el tiempo que vivió en Túnez ha vuelto a abrir la interminable discusión entre obra y autor. Hay dos posiciones inmediatas: “cancelarlo” o “redimirlo”.

A toda costa. La cultura de la cancelación, lo sabemos, es el nuevo “moralismo censuralista” que se viste con los ropajes de la propiedad política. Su potencia le viene de esa capacidad para confundir las exigencias de justicia con los imperativos sociales más reaccionarios. El asunto lo pudimos ver a propósito del #metoo. En E.U. se abría la posibilidad de hablar por primera vez. Oportunidad para que las mujeres denunciaran lo que sociedad y derecho les habían escatimado. Pero un grupo de francesas encabezadas por Catherine Deneuve no dejaron de señalar las ambigüedades del movimiento y cómo se aprovechaba de ello un fuerte espíritu moralista estadounidense.

La judicialización de la política y del deseo son inevitables cuando aquellas no ofrecen un modo de procesamiento de la violencia naturalizada en una comunidad. Pero el uso automático del derecho para regir sobre el deseo es una causa moralista y tendrá como consecuencia un dominio todavía más peligroso del Estado todas las dimensiones de la vida. Lo contrario también es verdadero: la politización de los asuntos jurídicos se exige cuando el sistema de justicia se encuentra paralizado por la impunidad o la sordera. Pero la persecución social sistemática de procesados por el derecho no se distingue del linchamiento. Lo más difícil en una lucha histórica, trátese de afrodescendientes, mujeres, indígenas o excolonias consiste en no perder los matices, en medio de la urgencia, porque es en ellos donde se introducen los maniqueísmos más triviales y ponzoñosos. La movilización política requiere simplificaciones y la organización, una polarización efectiva. Pero es siempre en esta pragmática política que se siembran las semillas de la autodestrucción del movimiento.   

 

Pero volvamos a Foucault. Aquí el asunto no consiste en decidir entre la cancelación y la defensa. Todo es mucho más sutil. Requiere matices. Reconozcamos dos tentaciones al respecto: una monista y una dualista. La primera pretende acoplar obra y vida sin mediaciones, pasando de la una a la otra sin reconocer los cambios de registro ni las mediaciones. Fácilmente se puede salvar una obra por las buenas acciones del autor o, como es el caso aquí, condenar un pensamiento por sus actos. La segunda pretende salvar la obra cuando la vida es condenable, o bien, salvar la vida presentando la obra como una desviación sin consecuencias. Pero antes de separar vida y obra habría que separar la vida de la vida y la obra de la obra. Lo primero significa reconocer la heterogeneidad propia de la vida. El Foucault militante, el que asistía a las cárceles a escuchar a los locos, el que quería dar voz a los presos, es el mismo que practicaba la pederastia (si fue el caso). ¿Por qué habría de salvarse o condenarse por completo?  Ese “mismo” es lo que nos intriga siempre en la vida de los otros, lo que los hace siempre “fallar” a nuestros ojos. Es su mácula, su pecado. Pero esta es la experiencia misma de la vida, sobre todo cuando se mira desde la tercera persona. No es que seamos simplemente “contradictorios” (para Foucault, probablemente, lo que llamamos pederastia formaría parte de los mecanismos de control del deseo, por lo cual su práctica lo vuelve congruente), sino que la “mismidad” con la que identificamos una vida nunca se ajusta a un patrón de simplicidad.

 

Lo mismo vale para la obra. Aquí podríamos proponer una ética de lectura: no-todo. No aceptar toda la obra. No es que debamos buscar tercamente su punto débil (éste aparece por sí solo). Al contrario, siempre debe practicarse el “principio de caridad”: leer al autor de la manera más honorable posible, hacerlo hablar de la manera más digna e inteligente (en vez de tratar con muñecos de paja). Sucede más bien que en nuestra relación con los autores solemos practicar un simple principio de autoridad con el que justificamos la operación de cierre. Éste es el principio ideológico por excelencia: hacer de una persona emblema de completud, perfección y consecuencia.

 

Pero si ni de la vida ni de la obra todo se salva, ¿qué decir ahora de la relación entre obra y vida? ¿Cómo saltar por encima del monismo y del dualismo interpretativos? Multiplicando los puentes. No tratamos con dos puntos o dos valores lógicos simétricos, sino con dos territorios, cuyos caminos enlazan diferentes regiones de su espacio. Es decir, conectamos ciertas regiones de la obra con ciertas regiones de la vida, un enlace para cada puente, creando un complejo sistema de distribuidores viales.

 

 

Foucault fue un kantiano. La tarea ilustrada que nos propone consiste en traer a la luz el a priori que condiciona la sociedad en un momento determinado. Si no chocara con los términos de su discurso, diríamos que se trata de ejercicio de autoconciencia histórica. Por aquí y por allá leemos que la “esencia” de la modernidad es tal cosa o que el “fundamento” del pensamiento ilustrado tal otra. Pero en este tipo de caracterizaciones leemos las épocas, los autores y las ideas unilateralmente, como totalidades homogéneas. Pero no existe un a priori de nuestra época, así como ésta no está hecha de un solo pedazo. Es común encontrar juicios como que “la modernidad persiguió al otro” o que “la ilustración creía en un sujeto racional absoluto” o que “Occidente significa el encumbramiento del ‘poder soberano’. No lo cuestiono. En cierto nivel. Pero sí hay que preguntarse si se led hace justicia a las épocas al presentarlas como un dominio sin tensiones, a partir de una única mirada. Propongo, en cambio, ser hiperhegeliano: cada vez que se elija un término, un autor, una obra, leer la estructura heterogénea del espacio donde se despliega, tal que podamos mirar la conflictividad de ese espacio más allá de toda visión unilateral: incluida, especialmente, la de la posición crítica. ¡Es una actitud muy foucaultiana, por cierto! Pero, para ser foucaultianos deberíamos, en vez de oponer razón y locura, así sea históricamente, dividir la razón y dividir la locura. Multiplicarlas. Ambas. Desde dentro. Hablando de razones y locuras, para luego trazar un haz de relaciones entre ellas, superando los diagramas triviales que nos hacen conformarnos con actitudes como la “transgresión” o la “resistencia” como si hubiera todavía un centro claro contra el cual luchar. No hay ni siquiera un poder concentrado al que pudiéramos oponerle la multiplicidad, un poder normalizante al cual pudiéramos oponerle la invención, una neutralización de la alteridad a la cual pudiéramos ofrecer una implacable negatividad. Hay eso. Y lo otro también. Es decir: centros y periferias y normalidades e invenciones, en todos lados, en todas direcciones.

 

Hay que ser justos con Foucault. Pero para ello hay que descuartizarlo. Aunque no del todo.

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.