La materialidad de nuestra servidumbre

  • Arturo Romero Contreras
Diseñan patrones de consumo basados en la biología más primitiva: neurotransmisores

No importa cuán bueno seas, tu maldad es material. La mía también. Está inscrita en las cosas. Especialmente en eso que llamamos mercancías. Cuando compras tu reloj de pulsera consumes el litio extraído violentamente de Bolivia y te sirves de las manos de niños asiáticos que los armaron. Pero va más allá. Las mercancías son cosas o servicios inscritas en redes de producción, distribución, consumo, desecho en las que participas aun sin saberlo. Además, están inscritas en códigos, redes y estructuras. Todo esto tiene la estructura de “información”, de “datos”; pero al mismo tiempo, es material y de ella dependen modos enteros de vida y la vida misma, en tanto que solamente es posible mantenerla en estructuras organizadas. Tomemos el ejemplo de las rutas del narcotráfico: se trata de redes formalizables, que obedecen a patrones modelables matemáticamente. Pero esas redes son carreteras, piernas humanas, territorios geográficos; y fronteras políticas; y redes de corrupción; y redes de información: una trenza heterogénea que constituye una materia-estructura. Las estructuras son diagonales, pero no independientes de la materia en la que se imprimen. Esta no es información que se pueda “hackear” en el sentido ordinario del término. O bien, hackear una red significaría aquí suprimir o agregar una carretera real.  

Ahora, las mercancías pueden ser también, ellas mismas, códigos, pequeños virus que operan en nuestro cuerpo, en nuestros pensamientos y se replican entre seres humanos (eso es el meme: contagios conceptuales). Compramos y vendemos códigos. Desde el producto, cuya envoltura, color y sabor, están diseñados a partir de estudios sobre nuestra estructura perceptual y nuestra anatomía y agregación de grandes volúmenes de datos de poblaciones enteras (big data) hasta los programas de televisión (o streaming) a los juegos o el sistema operativo de tu celular. Pero hay todavía más. Dichos códigos no son información que deba ser procesada por la consciencia. Hay información que decodifica el cerebro sin tener que pasar por el engorroso enjuiciamiento consciente. Se diseñan patrones de consumo que no requieran ni siquiera el enrevesado aparato psíquico. Esto no sería posible sin la operación también maquinal de nuestro propia mente. Y peor aún, se diseñan patrones de consumo basados en la biología más primitiva: no sólo patrones cerebrales, sino el mero flujo de neurotransmisores, quizá funciones del cerebelo; e incluso de cualquier parte de nuestra anatomía; conos y bastones, papilas gustativas, receptores olfativos. El sujeto no existe en todas las escalas. La tecnología puesta a trabajar al servicio del plusvalor busca, por un lado, explotarlo (como en el plusvalor extraído del deseo) pero, por el otro, busca también burlarlo todo el tiempo para ordeñar fuerzas y capturar sistemas y procesos para ponerlos a trabajar para sí.

Toda esta información produce y reproduce estructuras y sistemas dinámicos (en equilibrio o desequilibrio). Pero es, insistimos, información materializada o encarnada en objetos técnicos, en nuestros cuerpos, en procesos físicos, químicos o biológicos. De nada sirve resistirse a este mundo con la poesía si falta una estrategia corporal que incluya el cerebro, los fluidos o el aparato esquelético (piensa en cómo somos dependientes de los analgésicos por el sedentarismo, por las sillas o las computadoras). De nada sirve “deconstruir” los filosofemas de la metafísica si no podemos detener la adicción a nuestros gadgets: reloj, teléfono, computadora, es decir, desacoplarnos de ellos y también de los servicios: redes sociales, correo electrónico, juegos. Pero habría que ir más lejos; si el lenguaje está objetivado en gadgets (y la famosa lógica “binaria”, en cuanto que gobierna todos los aparatos electrónicos), “deconstruir” debería significar también realizar ingeniería inversa, es decir, intervenir y modificar los aparatos, cosa que actualmente, sobre todo en el caso de los celulares, está prohibido (la garantía se anula si se hace “root” a un teléfono y a veces si se desbloquea). Debería ser posible intervenir el software y el sistema operativo que utilizamos (como se puede en general con Linux). Y en última instancia, debería ser posible incidir sobre el sistema de archivos que se utiliza para las carreteras de información.

Pero la tecnología actual requiere conocimientos técnicos y materiales de tal naturaleza que es imposible intervenir nuestros gadgets; si a eso se suman los candados que nos prohíben modificar o siquiera observar el código de un programa o la compilación de un sistema operativo, o los circuitos de un aparato, los usuarios son colocados en situación de consumidores amordazados, esclavos de los medios para satisfacer sus necesidades (de la clase que sean). De nada sirve tampoco el lenguaje inclusivo si no comprendemos hasta qué punto se explota cada diferencia anatómica de los cuerpos biológicamente sexuados.

No basta entonces “comprender” o “multiplicar las interpretaciones” para sustraerse a estas fuerzas, mucho menos para producir otro ordenamiento social, de las pasiones, del consumo, del caminar y hasta del acariciar. Tiene razón Adorno en que las cosas más pequeñas nos entrenan en todos los niveles de la vida. Por ejemplo, los coches nos enseñaron a azotar las puertas y los mecanismos de cerrado automático hicieron que perdiéramos la delicadeza de voltear la mirada y girar el cuerpo para jalar el picaporte cuando cerramos la habitación en la que entramos. Las sillas nos hicieron perder el amor al suelo, tan querido por los niños. Hoy odiamos el piso por sucio, por incómodo, así que inventamos sillas y taburetes para alejarnos de él y produjimos las calles para que fueran recorridas por máquinas-burbuja que nos separaran de él. Los cierres nos hicieron impacientes con los botones. El mundo material está hoy configurado para el control y beneficio de unos pocos a tal punto que no se le puede separar del “lenguaje” y la “cultura”, los sitios por excelencia de lo “estructural”.

Por todo esto no cabe ya separar naturaleza y cultura con la torpeza acostumbrada; aquella la intervenimos e incluso la diseñamos, como cualquier gadget, y esta última es radicalmente independiente de nuestra voluntad consciente y designio. La cultura es la producción colectiva que opera como una naturaleza segunda, como un férreo artificio inconsciente con vida propia y fuera de nuestro control. La naturaleza, en cambio, es en buena medida nuestro jardín de experimentación. El “corte” del lenguaje respecto a la naturaleza está ya siempre realizado en la naturaleza misma y es incorporado en ella cuando la hacemos objeto de nuestro diseño tecnológico. Por otro lado, el lenguaje no solamente posee autonomía, sino que se objetiva en ese tercer género (ni naturaleza ni cultura) que es el objeto técnico, el cual involucra el elemento formal-ideal de la información y la estructura y el elemento material de la cosa trabajada (herramienta y mercancía a una).

La mera comprensión es impotente en varios sentidos. Primer sentido: yo puedo “comprender” que el triángulo de Penrose es imposible, pero no puedo dejar de verlo. Yo puedo comprender mi tendencia patológica a acabar en peleas callejeras, pero no dejo de sentir la ira apropiarse de mi cuerpo con comentarios irrelevantes de desconocidos. Yo puedo comprender que el lenguaje condiciona mi mundo, pero no por ello soy menos presa de él. Segundo sentido: yo puedo comprender lo que dice el otro, pero sin desear el acuerdo. No parece que el problema entre culturas sea la comprensión, sino el querer. Y con toda seguridad, además de la estructura técnica de las mercancías, éstas incluyen un componente moral (un imperativo para usarlas y disfrutarlas, para agregarle accesorios y para “personalizarlas” en ese imperativo de goce y singularidad que nos domina), de modo que no bastaría intervenir la constitución de las cosas si no lográsemos separarnos de nuestra ansia por ellas. Podemos comprender mejor o peor una situación, pero normalmente no nos damos a la tarea del cultivo de dicho órgano comprensor, a su entrenamiento. ¿Nos entrenamos en la relación con nuestro cuerpo, con las cosas, con los pensamientos, independientemente de su contenido?  

Si hablamos de una conquista física, biológica, química, subjetiva, etc., de los humanos por parte de los humanos, pues  se utilizan todas estas dimensiones simultáneamente para lograr el dominio y la explotación de los demás (y la propia, por supuesto), entonces una “resistencia” y eventualmente una nueva producción social, requiere intervenir cada una de estas dimensiones. Generar otra interpretación tiene que significar, también, producir otros objetos técnicos y otra actitud ante ellos. La dignificación del cuerpo no se hace solamente con discursos, “deconstruyendo” lingüísticamente la oposición mente-cuerpo sino con una práctica del cuerpo que, ella misma, venza la oposición prácticamente. Con la escritura del cuerpo, si se quiere, y sabemos opera más de una en nuestra corporalidad (del ADN, a la memoria celular, a la memoria inmunológica y las memorias a corto y largo plazo que permite nuestro cerebro). Una práctica sexual no “libera” por su grado de desviación respecto a la norma, su excepcionalidad o carácter “transgresor”, sino por la manera en que pone en juego, en cada caso, el conjunto de divisiones inscritas en nosotros. No hay sino trabajo de reescritura y transcripción (Umschrift, pudo haber dicho Freud) Nos preguntamos qué ha hecho de nuestro cuerpo la medicina. Pero no preguntamos qué hacemos nosotros con nuestros cuerpos todos los días con los zapatos, el transporte público, la publicidad animada de las calles, al reemplazar nuestra escoba con nuevos gadgets de limpieza, etc.    

No cabe duda de que los gadgets, las mercancías y ese mundo técnico que tanto nos place y nos espanta a la vez tiene su caldo de cultivo en la pereza y el cansancio, en la akrasia (debilidad de la voluntad) y la indiferencia que nos gobiernan. No consumimos solamente por emoción, sino, en la misma medida, por fastidio y falta de fuerzas. Es la emoción-fastidio, la angustia-hedonismo, la manía-depresión lo que nos jalonea. Es la anestesia excitante de un presente siempre perdido en su evanescencia. Pero somos, sobre todo, ilotas modernos. Es decir, esclavos sin ser esclavos. Nadie nos posee, pero trabajamos para otros (en realidad para el mercado: todos y nadie a la vez) mientras se nos priva de todo derecho de ciudadanía. Somos esclavos públicos a disposición de un ordenamiento económico avalado, sostenido y promovido por los Estados. Pero a diferencia de los Ilotas de Esparta, el ordenamiento que reduce nuestra condición de subjetividad política es más económica que estatal. No somos esclavos, pero se nos fuerza a aceptar cualquier cosa: por desesperación, cansancio o falta de fe de toda clase. Nadie controla nuestros pensamientos, simplemente se siembran pequeños virus-memes suficientemente contagiosos como para aniquilar nuestro deseo por cualquier proyecto duradero. No hay que lavarle el coco a nadie, basta ponerle películas todos los fines de semana para que concluya algo sobre la nimiedad de su existencia. Sin necesidad de Sartres ni Camuses. 

Las emociones por controlar son dos: el miedo y el disfrute. Miedo a perderlo todo, miedo a ser encerrado, miedo a fracasar, miedo a ser reprimido, despedido, humillado. Y los interminables placeres a nuestra disposición: confesos o culpables, visuales o corporales, como la comodidad, la rapidez, la efectividad inmediata o la disponibilidad. El “homo sacer” es la invención del poder consciente de un Estado. Los Ilotas modernos -nosotros- en cambio, son aquellas figuras que habitando una ciudad son privados de sus derechos en la práctica del mercado, sin llegar a ser esclavos más que de su falta de amos. Somos esclavos públicos, bienes de un régimen, pero de nadie en particular. Carne de consumo y trabajo que debe ser capturado.

Un chiste del comediante de stand-up John Mulaney retrata bien nuestra mente oscilante: “Normalmente no me doy cuenta de la gente, me desconecto (zone out) constantemente…Deambulo todo el día en el tráfico caminando como Charlie Chaplin, escuchando un podcast mientras pienso en otro podcast diferente…. me puedo desconectar en cualquier sitio… algunas personas en mi vida no quieren que me desconecte tanto, quieren que me concentre y quieren que esté en el momento y quieren que lo haga por medio de la meditación … así que te sientas derecho y respiras y esto te ayuda a estar en el momento… ¡¡¡no se molesten, el momento es mediocre en el mejor de los casos!!! Sí, está bien, vamos a intentarlo ahora mismo, estemos todos en el momento, en silencio, ahora mismo… ¿¡horrible, verdad!? ¿¡Nada divertido, cierto!? ¡Eso fue aburrido! ¡Tienes que desconectarte, tienes imaginación, tienes un cine en tu cerebro que proyecta falsos argumentos en los que ganas!”. La vida es trivial, sosa, ¿cómo no regodearse en ese mundo fantasmagórico y delicioso del delirio personal o colectivo que nos inoculan las pantallas? ¿Por qué no jugar el videojuego que me permite ser un criminal que roba autos, hasta las tres de la mañana? ¿Para qué dejar las drogas? Lo único que pedimos es que nos entretengan una hora más. No es solamente que las series de televisión sean adictivas, es que desde los créditos finales comenzamos a sentir la angustia del retorno de las horas. Tenernos entre un momento y otro, así vamos, esperando sobrevivir una vez más. Siempre con prisa, no para llegar, sino para dejar de estar en donde estamos.

Nos inventamos todo esto porque el presente se ha vuelto anodino. Por eso preferimos no parar, no bajarnos del juego. Antes vomitar. Antes estrellarse. Antes morir en una explosión, que de aburrimiento. Somos barrocos. Odiamos el vacío, el silencio, lo trivial. ¿No es así? ¡Hay que aceptarlo! Deleuze, el gran crítico del capitalismo contemporáneo no veía otra salida contra él que introducirse más plenamente su vórtice. No deploraba el espíritu brutal del futurismo de Marinetti, como Heidegger, que se inventó la figura del campesino trascendental, sino que pidió acelerar el mundo todavía más, romper las últimas trabas al flujo irrestricto de los afectos y las intensidades. Pero una vez que nos damos cuenta de esto, de que la aceleración creciente, la voluntad de voluntad o el valor que se valoriza no son sino paliativos de una indiferencia brutal, nos preguntamos: ¿queremos parar? Y si lo hiciéramos, ¿sería posible readaptarse a la vida aparentemente anodina del instante? ¿Es lo simple algo ya irreversiblemente poco para nosotros?

El entrenamiento mental, intelectual y corporal nos traen de nuevo la simplicidad. Su práctica es en sí misma simple. Nos parecen actos repetitivos, atrapados en el corsé de una tradición, buenos para el “desarrollo personal” en la esfera privada, hobbies. Pero el entrenamiento meditativo, en artes marciales o en el pensamiento está lejos de ser trivial. Se avanza por repetición hasta el cansancio, por perfeccionamiento, por metas, por formas delimitadas (pero no clausuradas). Pero con esta repetición el mundo simple senos presenta súbitamente con una riqueza inusitada.

   

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Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.