Los derechos humanos y el #8M

  • José Abraham Rojas
Es el día en el que las voces de ellas se escuchen alto, contundente y fuerte

Desde 1975, el 8 de marzo se conmemora el Día Internacional de la Mujer. Aunque quizá sería más preciso decir “de las Mujeres”: las estudiantes de una ciudad como Puebla, las campesinas de algún ejido maya en Quintana Roo, las mujeres adultas mayores dedicas al trabajo doméstico (qué palabra tan problemática), las docentes afromexicanas en Guerrero o las trabajadoras de una maquila… en Ciudad Juárez.

Hago dos apuntes antes de empezar. Primero, los 8 de marzo son –y deben ser– un día en el que la voz –las voces– que se escuche alto, contundente y fuerte, sea la de ellas –en lo individual, en lo grupal y desde la colectividad–, y en el que el silencio que se haga, sea el de nosotros los hombres. Por ese motivo, no quería escribir acerca de este tema esta semana pero, luego de expresar mi no-deseo a una amiga feminista y defensora de los derechos de las mujeres, me animó a hacerlo una vez que le expuse la idea general en la que consistiría el enfoque del artículo, que enseguida expongo. Segundo, ofrezco a cada una de las mujeres que lean o lleguen a conocer este artículo una profunda y genuina disculpa, porque sé que seguramente en él habré de plasmar imprecisiones en mis análisis y comentarios que, muy probablemente, tengan su origen en el hecho de que yo no sea mujer; sepan –y, realmente, les pido– que cualquier corrección, precisión, crítica u otro tipo de comentario que a partir de este artículo quieran compartirme, lo recibiré con el mejor ánimo posible para seguir analizando y valorando mis ideas propias y adquiridas.

No busco teorizar, ni siquiera bajo una lógica empírica, sobre los qué, los cómo, los cuándo, los dónde, los porqué o los para qué de los movimientos de mujeres, feministas y/o de aquéllos a favor de los derechos humanos de las mujeres. Lo que pretendo es llamar la atención, particularmente, de nosotros los hombres y de aquellas visiones machistas, misóginas y/o sexistas para que, a partir de ahí, logremos generar, construir y consolidar los cambios y creaciones que se necesiten con el fin de poder vivir realmente en contextos donde prevalezca la igualdad entre los géneros, la libertad y autonomía de las mujeres, la no discriminación por motivo de sexo y/o género, así como las vidas libres de violencia en contra de las mujeres.

Año con año, a las mujeres se les critica –incluso se les criminaliza– porque pintan edificios y monumentos históricos, porque rompen ventanales o porque gritan consignas en contra del orden establecido –orden institucional, social, económico, entre otros–. No se critica, en cambio, cuando desde la sociedad se les dice que su deber es soportar las violencias y las discriminaciones que soportan incluso dentro de sus propios hogares y/o familias, ni cuando las instituciones –sí, patriarcales– les cierran la puerta en la cara –a veces, literalmente– porque sus palabras valen menos que las lógicas bajo las cuales operan estas instituciones –lógicas, en efecto, también patriarcales–. Sí, sabemos y muy probablemente hayamos vivido en carne propia varias de las ineficiencias, debilidades y corrupciones institucionales que hay en nuestro país: en la ventanilla para realizar algún trámite administrativo, en la oficina de las fiscalías de justicia cuando queremos denunciar algún ilícito y/o en los juzgados al atender el trámite de asuntos en litigio. Todas –o la gran mayoría de– las personas hemos tenido que padecer muchos de los problemas que vienen arrastrando o que incluso generan las instituciones de nuestro país; en particular, las instituciones públicas o estatales, tanto locales como federales: esas instituciones que, en teoría, debieran operar al sistema estatal que nos provee –directa o indirectamente– de los bienes mínimos indispensables para que desarrollemos de manera plena nuestras vidas: el agua, los energéticos, la educación, la salud, la capacitación para el trabajo y, sí, también la justicia.

A quienes estudiamos Derecho y, quizá sobre todo, a quienes nos dedicamos de alguna manera a su operatividad –sea en el servicio público o en el ejercicio de la abogacía–, nos cuesta entender que sea posible la existencia de la justicia por afuera de los márgenes de la ley y de lo que ahora voy a llamar justicia formal: ésa que es determinada por algún órgano del Estado pero, en particular, por algún órgano formalmente jurisdiccional –como los juzgados y tribunales– o materialmente jurisdiccional –como los órganos internos de control o las unidades de género en las dependencias públicas–. Debo reconocer que yo mismo, en algún momento, fui renuente a aceptar que es posible lograr la justicia por fuera de lo que marcan las normas jurídicas –sin que esto implique, como más adelante expongo, que se deba renunciar a buscar y lograr la justicia a través de un orden jurídico que ofrezca certeza jurídica a todas las personas; muy por el contrario: éste debe hacerse funcional y efectivo para todas las personas pero, en especial, para aquéllas que históricamente se han encontrado en una situación de vulnerabilidad y que han sido discriminadas o violentadas–.

Es aquí en donde quiero rescatar la idea y las palabras que en una ocasión me compartió una profesora, profesora-investigadora de un centro de investigación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología –maestra en Derecho por Yale–: ¿qué es la justicia? El planteamiento propone que debemos superar la noción de que la justicia es “dar a cada quien lo que le corresponde” –esa idea que casi “con sangre” (porque la letra con sangre entra) nos han implantado a quienes estudiamos Derecho–. Inclusive, podría proponerse que nos atrevamos a superar la idea de que sólo el derecho –y hasta el Derecho– puede determinar qué es justo, qué no, así como que es la justicia –y la Justicia, aunque aquí aceptamos que la Filosofía pueda meter sus narices– y cómo se llega a ella. Esta profesora dijo, palabras más, palabras menos: pensemos que justicia es que todas las personas podamos vivir, si bien no una vida digna –pues ello pudiera ser una aspiración difícilmente alcanzable–, al menos un poco más decente. Si esa vida un poco más decente puede realizarse con base en las disposiciones legales y a partir del funcionamiento de las instituciones estatales, qué bien y ojalá así fuera; pero si no, y mientras se consigue que sea realizable a partir de los ordenamientos jurídicos y de las instituciones públicas, que se realice con base en los medios disponibles y alcanzables.

En este momento conviene rescatar la descripción de uno de los tipos de violencia que, en las legislaciones de nuestro país, se ha reconocido que es ejercida en contra de las mujeres: la violencia institucional. De acuerdo con el artículo 18 de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, esta violencia se define como “los actos u omisiones de las y los servidores públicos de cualquier orden de gobierno” –federal, estatal o municipal– “que discriminen o tengan como fin dilatar, obstaculizar o impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres” o “su acceso al disfrute de políticas públicas destinadas a prevenir, atender, investigar, sancionar y erradicar los diferentes tipos de violencia”. Ahora quiero configurar, con fundamento en este artículo, lo siguiente: la violencia institucional contra las mujeres, es la omisión, desde cualquier orden de gobierno, que impide el goce y el ejercicio de los derechos humanos de las mujeres.

El acceso a la justicia es un derecho humano de todas las personas; sin embargo, es un derecho “reforzado” a favor de las mujeres, con fundamento en la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém Do Pará) –tratado internacional del cual el Estado mexicano es parte desde 1998–, que en su artículo 4.f y 4.g establece que todas las mujeres tienen “derecho al reconocimiento, goce, ejercicio y protección de todos los derechos humanos y a las libertades consagradas por los instrumentos regionales e internacionales sobre derechos humanos”, entre los que se encuentran el derecho a la “igualdad [respecto de los hombres] de protección ante la ley y de la ley”, así como “a un recurso sencillo y rápido ante los tribunales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos”. ¿Qué quiere decir esto? Que el Estado mexicano, desde sus distintos órdenes de gobierno, tiene la obligación –recordemos que el artículo 1º de nuestra Constitución establece que “[t]odas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de […] proteger y garantizar los derechos humanos”– de adoptar todas las medidas necesarias para que las mujeres, en especial, puedan tener acceso a la justicia que las proteja frente a las violencias que sean cometidas en contra de ellas o, en su caso, que prevenga que sea cometida alguna clase de violencia en su contra. No es difícil advertir que el Estado mexicano, si bien ha avanzado en algunos frentes en la materia, no ha logrado que el derecho de acceso a la justicia de las mujeres sea, en la práctica, un derecho plenamente realizado ni realizable.

Al respecto, la omisión –el no hacer de manera adecuada y/u oportuna por parte de las personas servidoras públicas– es un factor institucional que genera y reproduce la violencia institucional en contra de las mujeres: violencia que, trágicamente, se suma a otros tipos de violencia, incluyendo la más extrema: la violencia feminicida. Debemos tener en mente esto: tenemos que incidir, desde nuestros respectivos espacios, para que las instituciones del Estado mexicano cumplan con sus obligaciones; en este caso, la de garantizar el derecho de las mujeres a 1) una vida libre de violencia y 2) al acceso a la justicia. El acceso a la justicia, de conformidad con los ordenamientos jurídicos, puede materializarse –es decir, hacerse realidad en los hechos tangibles– a través de demandas civiles, denuncias penales o quejas administrativas en contra de conductas ilícitas –desde una discriminación, como el hecho de que una mujer reciba un salario inferior al de un hombre por un trabajo igual, hasta la violencia física dentro del hogar por parte de la pareja de la mujer hacia ella–. Suena complicado, ¿cierto? Pareciera una labor casi inalcanzable.

Pues bien, en este sentido y entre otras tantas personas, la activista poblana Lizeth Mejorada es una defensora de la denuncia pública como herramienta alterna a las demandas, denuncias o quejas previstas por las distintas legislaciones. Ante esta casi prácticamente imposibilidad de acceso a la justicia por medio de demandas, denuncias y/o quejas, es que los movimientos feministas –entre otros– han encontrado en la denuncia pública una herramienta para poder hacer escuchar su voz y alcanzar, aunque sea poco a poco, eso que las instituciones sociales y estatales a veces no les dan: justicia; justicia legal pero también justicia social. Ahora bien, estoy convencido que el objetivo último de las denuncias públicas debe ser la incidencia en los ordenamientos jurídicos pero, principalmente, en el funcionamiento orgánico de las instituciones del Estado, para que éstas cumplan con sus obligaciones y, en particular, con su obligación de garantizar el acceso a la justicia por parte de las mujeres y que las mismas accedan a una vida libre de violencia. Tenemos que hacer que las instituciones públicas, sociales, políticas, de justicia, etcétera, doten de los recursos mínimos necesarios, así como de las herramientas requeridas para ello a las mujeres, a efecto de ellas puedan vivir una vida libre, autónoma, sin violencias ni discriminaciones. En pocas palabras: una vida digna.

Finalmente, recuerdo las palabras de otra profesora –ella es doctora en Derecho por Yale–, también muy admirada, por mí y por mucha gente, quien además fuera parte del equipo de trabajo de un ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación: nunca pierdan la capacidad de indignarse. Esa indignación nos debe llevar a combatir todos los días las violencias –patrimonial, emocional, física, institucional, política, sexual, entre otras– y las discriminaciones –por ejemplo, en los salarios, el acceso a servicios públicos y el acceso a la justicia– que en la actualidad soportan, de manera especial y –usando términos del campo de los derechos humanos– diferenciada, irracional y desproporcionalmente, las mujeres.

 

Twitter: @JAbrahamRojas

 

 

Fuentes consultadas:

 

  1. Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión. (2021). Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
  2. Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión. (2021). Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia.
  3. Departamento de Derecho Internacional, Organización de los Estados Americanos. (s.f.). A-61: Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer “Convención de Belém Do Pará”.
  4. Departamento de Derecho Internacional, Organización de los Estados Americanos. (s.f.). Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer “Convención de Belém Do Pará.
  5. Redacción. (2019). Cuál es el origen del Día de la Mujer (y por qué se conmemora el 8 de marzo). 7 de marzo de 2021, de BBC News Mundo. Sitio web: https://www.bbc.com/mundo/noticias-47489747.

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José Abraham Rojas

De formación jurista, siempre con interés en los temas constitucionales, se ha especializado en temáticas de derechos humanos, con enfoque en los estudios de igualdad sustantiva, no discriminación y libertad de expresión.