La posibilidad, el espacio entre al menos dos

  • Arturo Romero Contreras
En la posibilidad pura el mundo está abierto, pero es impotente, porque no puede ser nada

Desplegado a partir de conversaciones sobre escultura con Camila Morales R.

 

El verdadero punto de quiebre de la filosofía moderna, que podemos rastrear hasta Kant, consiste en el concepto de lo "trascendental". Trascendental significa, solamente, condición de posibilidad de la experiencia. Detengámonos en estas dos palabras: condición y posibilidad. La primera alude a una restricción, a un límite. La segunda, a lo posible. No debemos entender lo trascendental como una estructura a priori que determina todo lo que podemos experimentar y pensar en general. Trascendental significa más bien: un límite, sin el cual no habría nada concreto, ni determinado, realmente existente; y una posibilidad. Quizá este último término sea el más ambiguo, pues por posibilidad tendemos a pensar en un conjunto de posibilidades ya dadas, como cuando consideramos las seis caras de un dado y asignamos a cada una de ellas la posibilidad de 1/6.

Hay dos tipos de prisión: la posibilidad y la determinación. En la determinación radical toda elección está ya contemplada, todo camino está dicho. En la posibilidad pura el mundo está abierto, pero es impotente, porque no puede ser nada. La primera es la realidad determinista. La segunda es el reino de la posibilidad antes de la creación.

Hablamos de lo “real” cuando reconocemos una situación de impotencia. Algo nos impide actuar de tal modo, realizar aquella empresa, resolver tal problema. En ese sentido es algo negativo. Pero lo real es positivo porque vuelve el espacio de nuestra actividad complejo. Pensemos en un camino. Éste se llama así porque se abre por un espacio que no es absolutamente sondable. El camino es ahí por donde se transita. Aquí no nos interesa el estar, sino el circular, no nos interesan las estructuras sino en tanto recorridos posibles. En un espacio continuo, conectado de manera simple, donde podemos pasar por todos lados, donde podemos unir dos puntos de mil maneras, estamos en la trivialidad. Todos los caminos son el mismo, pueden transformarse uno en el otro de manera continua. Un espacio se vuelve rico cuando nos topamos con un obstáculo, como un agujero. A partir de él tenemos que “desviarnos” y entonces es posible tener más de un camino. Tenemos caminos de bosque, carreteras, redes neuronales, rutas críticas. Se trata de diversos tipos de caminos, de distintos terrenos, de diversos modos de conectividad.

Pero también hablamos de lo real como lo efectivo, y lo contrastamos con lo posible. Hay distintos sentidos de lo posible. Mencionemos al menos dos. El primero nombra un conjunto de valores dados de antemano, cada uno de ellos con una probabilidad asociada. El dado nos ofrece seis posibilidades, cada una igualmente probable. Hablamos también de la potencia en física cuando distinguimos dos tipos de energía: la cinética y la potencial. Una piedra sostenida en mi mano posee pura energía potencial. La misma piedra cayendo, antes de tocar el piso, tiene pura energía cinética. En el primer caso tenemos elementos que se distribuyen posibilidades ya dadas. En el segundo, tenemos simplemente una relación inversamente proporcional. Pero nos sentimos insatisfechos con agotar el sentido de lo posible con estos ejemplos. Nos parece que lo posible debe contener en sí algo absolutamente nuevo, algo no contemplado. Es así que rápidamente dirigimos nuestra vista al “origen”. El origen produce una seducción muy peculiar en nosotros porque en él nada está dicho. Las religiones, filosofías y teorías científicas que se han dejado fascinar por el origen coinciden hoy mayoritariamente en el hecho de que las cosas como son actualmente pudieron ser de otro modo. Nada estaba escrito. Dios hizo el mundo de la nada. Pudo haber hecho de otra manera. Pudo incluso no haberlo hecho. El “ser”, caballo de batalla y de Troya de los filósofos parece apuntar también a una fuente, a una posibilidad que “después” se actualizaría en cosas determinadas. El pensamiento de base es el mismo: lo verdaderamente primario es lo posible y luego existe la “caída” en lo determinado, que siempre aspira a la autotrascendencia, a ir más allá de sí. Incluso el científico, tan alejado de la especulación según su propia imagen, no cede a la tentación de preguntarse por la relación entre el big bang, lo actual y lo posible. Algunos de ellos afirman que antes de que se crearan las galaxias, con sus leyes específicas y su necesidad inmanente, había más posibilidades, que las restricciones eran mucho menores y que las variables fundamentales de nuestro universo pudieron haber adoptado otros valores, produciendo un resultado completamente distinto. Incluso dicen que hay otros universos “encapsulados” con sus propias leyes.

El huevo cósmico, Dios antes de la creación, las células madre, la indeterminación… estos son los talismanes de la fe contemporánea que anhela el cambio, anhela lo diferente, pero le ha quitado al mundo sus propias fuerzas para hacerlo. Es comprensible. Tanto, que podemos mostrar aquí desacuerdos razonables, aceptando que una pequeña parte de nosotros lo cree firmemente. Cuando la especie se convenció de su potencia y liberó sus fuerzas con miras a su autoproducción (sea como obra de arte, sea como comunidad política) en franca afirmación de su libertad vio inmediatamente el peso de lo real, la compulsión a repetirse y recorrer los mismos viejos caminos. Sus fuerzas se objetivaron y se volvieron independientes de su voluntad declarada. Las viejas estructuras de dominación no volvieron, sino que se ensañaron. Al final nuestra situación de impotencia no había cambiado. La religiosidad de nuestra época está signada por ese término “posibilidad”. Todo es posible en principio, aunque de facto, nada lo sea. De ahí que siempre se nos pida “acceder” a la originariedad del ser, creer para entonces liberarnos de lo presente y actual, con el peso de sus cadenas y a especular más allá del dato científico. Todo ello es correcto, pero crasamente parcial. Porque ahí donde se afirma la posibilidad como escapatoria ante el peso de lo determinado y actual, de eso que llamamos lo real o también la objetividad del mundo, sacrificamos gran parte de su efectividad. El efecto principal de afirmar la posibilidad del origen reside en convencernos de que, de alguna manera, este mundo puede ser de otro modo. Otro modo de ser. A eso aspiramos. Y estamos convencidos metafísica, religiosa e incluso científicamente, que este mundo es variable, contingente, asunto de perspectiva. Y, sin embargo, de facto, nuestra experiencia del mundo es que éste, en inquietud fundamental, su devenir irrefrenable, no cambia en nada esencial. Todo cambia para seguir igual. Nada nuevo bajo cielo. Ni en el cielo. Ni más allá de él.

 

Hay dos tipos de prisiones, dos tipos de impotencia: la primera es la determinación, porque en ella todo está dado y lo posible se reduce a la distribución de probabilidades entre datos preexistentes. Todo está ya asociado, sin grados de libertad. Deberíamos ser más precisos: lo absolutamente determinado no permite que las cosas sean de otro modo en sentido fuerte. Los cambios son aparentes, las variaciones son superficiales. En el fondo: las vías de hierro de la causalidad. En este sentido no hay devenir, pues el presente se sigue del pasado y el futuro del presente. No hay tiempo: todo está ya realmente dicho, aunque para los habitantes del universo, siempre finitos, haya cambio en las relaciones. Es el infierno de Laplace. Podríamos suplementar la causalidad con el azar. Con ello diríamos que suceden cosas nuevas en el universo que no están escritas, contempladas o prescritas en algún lado. Pero no se ve cómo saldríamos con ello de nuestra prisión. Solamente tendríamos dos carceleros, guardianes de nuestra impotencia: necesidad y azar. Uno nos obligaría a hacer lo mismo todo el tiempo. El otro, nos caería del cielo, pero o se convertiría en una nueva ley o desaparecería como hecho irrepetible. Aquí no diferenciamos los niveles: las cosas, las regularidades, las leyes, los niveles de organización de la naturaleza. Pero no importa, no es necesario. El esquema sigue resultando válido. Aquí falta el obrar dirigido.

 

Ahora hablemos de la otra prisión, que se llama posibilidad. El que mora en la posibilidad teme decidir (y decidirse) porque entonces caería preso de lo actual y necesario.  Aquí no hay todavía nada vinculado, nada comprometido, nada asociado. Llamémoslo la seducción de la virginidad. Lo virginal es lo que puede parir, la fuente primaria todavía no manchada por algo que lo fecunde y, por tanto, se encuentra antes de todo parto, de toda natalidad efectiva. Un cuento sufí nos relata la historia de un hambriento burro que se topó con dos montones de paja idénticos. Igual de apetitosos, igual de generosos. Idénticos al punto de la indiscernibilidad de sus propiedades y diferentes solamente por estar en dos lugares distintos. ¿Qué sucede con nuestro querido burro? Que siente ansiedad. No se puede decidir. Al final de cuenta, si cada montón es idéntico al otro, los dos son igualmente posibles, pero ninguno lo es concretamente. La concreción exige romper el universo de posibilidades y la simetría o reversibilidad en que se vive cuando se duda. Escoger algo por encima de otro es el requisito de toda valoración, pero también de toda realidad humana. Es el paso de la virtualidad a la actualidad. Hemos puesto un ejemplo de juguete. Queremos que la posibilidad sea creativa y no una mera elección entre lo que lo actual ya nos ofrece. Pues nuestro burro sufriría todavía más. Le diríamos: imagina todas las comidas del mundo, imagina ahora comidas nuevas, inéditas y elige una. Su sufrimiento sería doble porque en la producción de nuevas comidas imaginarias, porque no tendría freno. En efecto, ¿no podría pasar el resto de su vida imaginando la comida perfecta, la más exótica, la más picosa, la más compleja…? ¿Cuándo se detendría?

 

Algo que le otorgamos a lo real es el hecho de forzarnos, de obligarnos a decidir, a comprometernos, a contentarnos con algo concreto, finito, con bordes. Si se nos pide que describamos una cosa simple, digamos, un vaso pintado de colores, ¿qué diríamos de él? Describámoslo sin inventar nada. Podríamos hablar de su olor, de su color, de su forma. En cuanto su olor podríamos compararlo con todos los otros olores. En cuanto a los colores, podríamos compararlos con otros. Podríamos comprar su forma con círculos y cilindros, pero también con figuras topológicas. Podríamos ver sus simetrías. Podríamos luego ver su peso. Su composición. Cómo cambian las tonalidades con el paso del sol. Sí, el objeto también (y quizá solamente) sus relaciones con otros elementos, sean conceptos u otros objetos, lo cual nos arroja un mundo ilimitado. Ahora, si extendemos esta actualidad ilimitada a lo posible, ¡qué delirio! Pero no, nosotros le pedimos a alguien describir una taza para saber si se trata de la mía o la de mi esposa. Esa es la taza real y actual, que podemos distinguir de otras tazas igualmente concretas. La decisión exige, pues, un horizonte de posibilidades, dadas e inéditas, pero también un horizonte de límites, virtuales y efectivos.

El escultor tiene ideas. Pero no escultor por tener ideas. Primero hace un dibujo. Ha pasado al acto, ha plasmado algo de su idea en el papel y el papel y el lápiz le han dado nuevas posibilidades y nuevas limitantes. Aquí puede tratarse de un artista, pero no de un escultor.  Ahora hay que pasar al material. No todo se puede hacer en hierro o en barro o en acero o en madera. Cada material tiene su “espíritu”, sus posibilidades (en el sentido más amplio del término), pero también su carne (como lo exploró Chillida incomparablemente). Habrá entonces que modelar o desbastar. Habrá que usar mano o cincel. Y al final la obra será el resultado de un arduo y difícil amorío con la forma latiendo en el interior de la materia y el “atractor” que son el conjunto de ideas, habilidades y pasiones (todo lo que se siente y se sufre). De este proceso dinámico saldrá una forma con cierta estabilidad, es decir, que tendrá su duración. Hay, claro, piezas destinadas a un breve tiempo, como los edificios cubiertos de Christo. Habrá piezas estáticas, como la mayoría de las esculturas, o dinámicas, como los móviles de Calder.

Lo virtual, decimos, no existe, no tiene efectos y por eso lo privamos de lo real. Pero nos equivocamos. La “idea” de una pieza es ya real a su modo. En mí se cruzan formas, ideas, conceptos, sensaciones, imágenes. Algo opera ahí. Algo se mueve. En mí hay ya un proceso de escultura de la idea (y no idea de la escultura). Comparo obras, las modifico, las intervengo, las combino. Y todo eso se mezcla con lo que yo percibo. En cada rincón del mundo encuentro una tensión de pesos que quiero plasmar en la obra. Veo un ladrillo transpirando, una puerta esforzándose por mantenerse recta, un árbol arrancándose violentamente del suelo, como el barón de Münchhausen. Hay intercambio de niveles, hay recepción y producción. Hay, pues, ya un circuito entre ideas, formas o conceptos y de percepciones, recuerdos y expectativas. Hay ahí algo real, pujante. Aquí surge un primerísimo nivel de lo posible: entre las cosas, entre las ideas, entre las ideas y las cosas, entre los modos de ser, entre tú y yo, etc. Lo posible no mora en el origen virginal, ni en el fondo de las cosas como si fueran propiedades suyas, sino en el intersticio que produce con aquello que le sale al encuentro. Ni siquiera la semilla, metáfora favorita de los espíritus edificantes, se mueve un ápice sin ser arrancada del subsuelo por el sol, ese magnífico atractor de los vegetales, capaces de retorcerse de forma exquisita para lamer su rayo de sol.

Pero la escultura imaginada o incluso solamente presentida, no es todavía una escultura compartida. En el tránsito al papel no vemos un camino de lo ideal a lo real, sino de un circuito de conexiones a otro circuito de conexiones. Aquí se pone el cuerpo de otra manera. No como percipiente, sino también como capaz de empujar el grafito para marcar un trozo de papel. El cuerpo se ha incorporado de otro modo y hemos agregado también lápiz y celulosa a nuestro circuito, que involucra ya varios espacios (imaginados, sentidos, recordados, etc.). Ahora es público de otro modo. Puede ser visto. Pero no es escultura. Porque falta involucrar a ese campo de relaciones un material y un cuerpo obrando dirigidamente sobre él. No se trata de “plasmar” ideas, ni de “realizar” lo virtual, sino de vincularse con diferentes comunidades. Con el papel incorporo la escultura, que ya ha comenzado en mí, al mundo de los humanos con ojos. Cuando paso a la escultura, la llevo al mundo del espacio, de los humanos con ojos y pies, capaces ahora de recorrer un camino en torno y a través de la obra. La obra se hace espacio y hace espacio (lo continua, lo interrumpe, lo tuerce, lo perfora), modifica el espacio y es acogida (mal o bien, tensa o tranquilamente) por ese espacio-entorno.

Pues bien, de la misma manera a como sucede en la escultura, tomar una decisión no significa pasar de lo posible a lo actual, sino en ir asociando espacios con diferentes grados de libertad, con diferentes posibilidades y restricciones. La obra tiene un marcado elemento de independencia. La escultura en mí, ese entramado de imágenes, cinestesias y pensamientos, no subsiste fuera de mí, aunque yo esté trenzado con un “exterior”. Cuando me comprometo con las reglas de una materia, como el hierro, entonces signo con él un silencioso pacto. A cambio, esa materia será el soporte-memoria de mi experiencia y mi esfuerzo. Y será para otros. Otras. El compromiso de la obra significa un desprendimiento, un liberar a la cosa de mis obsesiones. Al estar libre de mí, no será sin mí. Yo habré liberado algo como un cuerpo polar (como hacen las células) que contiene huellas mías. Pero esta liberación significará que ese objeto que llamo obra podrá entrar en composición con el circuito público y singular de otras personas. Y animales y plantas. Porque también los pájaros podrán posarse o defecar alegremente (o no) sobre la escultura al aire libre. Será guarida de ratones o lienzo para una danza de oxidación.

Lo actual es aquello que produce publicidad y, con ello compromisos con otros (la obra está ahí sin mí, para todos y para nadie) por medio de diferentes materias: no solamente yeso, acero o plexiglás, sino sólidos, líquidos y gases; pero también materiales, palabras o sensaciones. La fascinación por el origen virginal es pobre porque no ha asumido compromisos, porque se mantiene en circuitos restringidos de circulación. Lo actual es determinado, porque entrelaza diferentes terrenos con sus propias posibilidades y limitaciones, y es real porque introduce la limitación. Chillida lo decía a propósito de sus obras en el espacio público. En éste las obras deben relacionarse con la escala humana, facultando distintos modos de circulación: del cuerpo, de la mirada, pero también del aire, del viento, de la luz. Todo en la escultura es espacio recorrido y por recorrer y no solo del espectador. Este desenvolvimiento es la verdadera actualización.        

 

Opinion para Interiores: 

Anteriores

Arturo Romero Contreras

Es doctor en filosofía por la Universidad Libre de Berlín, Alemania. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo en la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP.