Tlaltepuchi

  • Ignacio Esquivel Valdez
La bruja se murió! Dijo la abuela y todos lanzaron un grito de triunfo

En la entrada del jacal, la Nana puso una escoba de cabeza. Todavía con los malestares del parto, ella haría lo necesario para cuidar de la bebé qué tenía dos días de nacida. Prendió la veladora y la puso cerca de la imagen guadalupana para rezar hasta que amaneciera, si era necesario. 

Años atrás ya habían pasado desgracias, cuando la cihuanahualli se le había aparecido al tío Tarra que regresaba de la labor. Muy contento por el tlachicotón que le hacía olas en la panza, no vio una bola de lumbre, sino a una hembra muy hermosa y coqueta a la que siguió por el camino real, el cual no pisó de regreso.

Hacía seis meses que el Tata recogía las cañas secas de maíz para apilarlas en toritos, cuando un animal parecido a un perro o un coyote de pelaje muy negro y con ojos rojos encendidos lo atacó hiriéndolo con el hocico y las garras. Como los hermanos se le fueron a machetazos, el Tata no murió ahí, sino en el jacal dos días después.

Decía la abuela que las brujas son muy bravas y mañosas, si no hay niños para chuparles la sangre, se conforman con hombres adultos, nunca mujeres. Si están hambrientas es cuando atacan con rabia y desesperación.

Esta noche caía una lluvia helada, pero los temblores no eran por eso, ni tampoco por las fiebres del puerperio, sino era la idea de que su niña le fuera arrebatada cuando apenas la había tenido. El pecho le retumbaba por sentirse sola, pensó en prender el fogón, aunque no se hacía la idea de dejar a la criatura. Quizás la lumbre alejaría el peligro. Con las manos temblorosas echó unos leños y se agachó a soplarle a las brasas. A cada exhalación el calor le llegaba a la cara hasta que nacieron las llamas, pero las mejillas se le helaron y la piel se le erizó. 

La poca tranquilidad que había conseguido la perdió en un segundo. La puerta estaba cerrada, pero se escuchaban los pasos de alguien que no tiene prisa. Petrificada no podía voltear a ver el petate, el cuerpo se le inmovilizó, la voz le abandonó y tan solo las lágrimas le recorrían las mejillas hasta la quijada que involuntariamente le bailaba como si estuviera suelta. 

Escuchó la Nana caer la cobijita al suelo. la niña despertó llorando por el frío de las manos ajenas y fue cuando el instinto materno fue más fuerte. Volteó en un solo movimiento para ver a la hija en manos de una anciana de siniestra sonrisa, con el cabello revuelto y la boca dispuesta para acercarse a la criatura. 

La abuela le había dicho que, si llegaba a verla, tomara un mecate, rodeara su cintura y lo anudara varias veces rezando para asustar a la intrusa. Con movimientos torpes tomó el que usaban para cargar la leña y comenzó a rezar lo que recordaba, Bajó la mirada para hacer los nudos y no pudo ver la cara de la anciana que le miraba burlonamente y sin más reparo mordió el pecho de la niña para poder sorber la inocente sangre.

El grito de dolor se dejó escuchar por todos los barbechos, todos los jacales y todos los llanos despertando a medio mundo que corrieron a ver a la Nana para ver qué había pasado. Encontraron a la recién parida en un rincón con su niña en brazos.

La abuela se acercó con la Nana que tenía los ojos rojos y llorosos, estaba paralizada de terror. La abuela quiso tomar a la criatura, pero la dejó, pues buscaba el pecho materno para alimentarse y vio una mancha negra en el petate.

¡La bruja se murió! Dijo la abuela y aunque tenía la mirada seria, todos lanzaron un grito de triunfo. 

“¿Qué pasa?, ya se murió la bruja” dijo quien advirtió el poco júbilo de la abuela quien se puso de pie para decir con tristeza “Se murió porque una tlaltepuchi no puede alimentarse con otra tlaltepuchi”.

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Ignacio Esquivel Valdez

Ingeniero en computación UNAM. Aficionado a la naturaleza, el campo, la observación del cielo nocturno y la música. Escribe relatos cortos de ciencia ficción, insólitos, infantiles y tradicionalistas